Había hecho ya suficientes búsquedas, y lo que pude saber es que el pequeño san Guillermo tuvo la particularidad de ser el primer caso de un asesinato ritual atribuido a los judíos, una acusación que se repitió una vez tras otra a lo largo de la Edad Media e incluso después. Y que Inglaterra fue el primer país que expulsó a los judíos en bloque. Había habido antes expulsiones de ciudades y territorios, pero el primer país fue Inglaterra.
Sabía lo que vino después. Los judíos fueron acogidos de nuevo, siglos más tarde, por Oliver Cromwell, porque Oliver Cromwell creía que el fin del mundo era inminente y que la conversión de los judíos iba a representar un papel en ese proceso.
Cuando apagué el ordenador me dolían los ojos; me eché en la cama y dormí muchas horas.
Me desperté temprano, la mañana siguiente. Eran las tres de la madrugada, en el despertador. Eso quería decir que eran las seis de la mañana en Nueva York, y el Hombre Justo estaría en su oficina.
Abrí mi teléfono móvil, prepago como los que siempre he utilizado, y marqué su número.
En cuanto oí su voz, dije:
– Mira, no voy a volver a matar nunca. Nunca volveré a hacer daño a nadie si puedo impedirlo. Ya no soy tu francotirador de la aguja. Se acabó.
– Quiero que vengas aquí, hijo -replicó.
– ¿Por qué, para matarme?
– Lucky, ¿cómo puedes pensar una cosa así? -dijo. Parecía sincero y un poco dolido-. Hijo, estoy preocupado por lo que puedas hacerte a ti mismo. Siempre me ha preocupado esa cuestión.
– Bueno, pues no tienes por qué preocuparte más -dije-. Hay algo que quiero hacer.
– ¿Qué es?
– Escribir un libro sobre una cosa que me ha ocurrido. ¡Oh, no te preocupes!, no tiene nada que ver contigo ni con nada que me hayas pedido que haga. Todo eso quedará en secreto, como siempre lo ha estado. Puedes decir que sigo el consejo del padre de Hamlet. Dejo que sea el cielo quien te juzgue.
– Lucky, tú no estás bien de la cabeza.
– Sí que lo estoy -dije.
– Hijo, ¿cuántas veces he intentado decirte que trabajabas para los Chicos Buenos, todo el tiempo? ¿Tengo que decírtelo con todas las palabras? Has estado trabajando para tu país.
– Eso no cambia nada -dije-. Te deseo suerte. Y hablando de suerte, quiero revelarte mi nombre auténtico. Me llamo Toby O’Dare y nací en Nueva Orleans.
– ¿Qué te ha ocurrido, hijo?
– ¿Sabías cómo me llamaba?
– No. Nunca pudimos seguir tu rastro de antes de tus amigos de Nueva York. No tienes por qué contarme esas cosas. No voy a utilizarlas. Ésta es una organización que puedes abandonar cuando quieras, hijo. Puedes marcharte. Lo único que deseo es estar seguro de que sabes bien adónde vas.
Me eché a reír.
Por primera vez desde mi regreso, me eché a reír.
– Te quiero, hijo -dijo.
– Sí, lo sé, jefe. Y en cierta manera, yo también te quiero. Ése es el misterio. Pero no sirvo para lo que quieres ahora. Voy a hacer algo de provecho con mi vida, aunque sólo sea escribir un libro.
– ¿Me llamarás de vez en cuando?
– No lo creo, pero siempre puedes echar un vistazo a las librerías, jefe. ¿Quién sabe? Puede que encuentres mi nombre en una portada, algún día. Voy a ponerme con eso ahora. Quiero decirte…, bueno, no ha sido culpa tuya en lo que me convertí. Todo fue cosa mía. En cierto modo me salvaste, jefe. Podía haberse cruzado en mi camino alguien mucho peor, y todo habría sido una calamidad aún mayor de como ha sido. Buena suerte, jefe.
Cerré el teléfono antes de que pudiera decir nada.
Durante las dos semanas siguientes viví en la Posada de la Misión, y escribí en mi portátil toda la historia de lo sucedido.
Escribí cómo se me apareció Malaquías, y la versión de mi vida que él me contó.
Escribí todo lo que había hecho, en la medida en que pude recordarlo. Me dolió tanto describir a Fluria y a Godwin que a duras penas pude soportarlo, pero escribir me pareció el único camino posible, de modo que seguí haciéndolo.
Finalmente incluí las notas acerca de los datos reales que pude reunir sobre los judíos de Norwich, los libros que trataban sobre ellos, y el dato sugerente de que Meir, el poeta de Norwich, había existido en realidad.
Para terminar escribí el título del libro, y éste fue La hora del ángel.
Eran las cuatro de la madrugada cuando por fin acabé de escribir.
Salí a la galería, la encontré completamente a oscuras y desierta, y me senté a la mesa de hierro, sencillamente a pensar, a esperar que el cielo se iluminara, que los pájaros iniciaran sus inevitables cantos.
Podía haber llorado de nuevo, pero por el momento me pareció que no me quedaban más lágrimas.
La realidad, para mí, era ésta: que no sabía si todo aquello había ocurrido o no. No sabía si era un sueño imaginado por mí, o inducido por alguien situado cerca de mí. Sólo sabía que me había cambiado por completo y que haría cualquier cosa, cualquiera, por ver otra vez a Malaquías, por oír su voz, simplemente por mirarlo a los ojos. Simplemente por saber que todo había sido real, o por perder la sensación de que todo había sido innegablemente real, de que me estaba volviendo loco.
Había otra idea que me rondaba, pero no conseguí precisar cuál era. Me puse a rezar. Pedí de nuevo a Dios que me perdonara todas las cosas que había hecho. Pensé en los rostros que había visto entre el gentío e hice un profundo acto de contrición por cada uno de ellos. El hecho de poder recordarlos a todos, incluso a los hombres a los que maté primero, tantos años atrás, me dejó asombrado.
Luego recé en voz alta:
– Malaquías, no me dejes solo. Vuelve, aunque sólo sea para orientarme sobre lo que debo hacer ahora. Sé que no merezco que vuelvas, no más de lo que lo merecía la primera vez. Pero te lo ruego, no me dejes solo. Ángel de Dios, mi querido custodio, te necesito.
Nadie podía oírme en la galería silenciosa y oscura. Sólo soplaba una tenue brisa matutina, y en lo alto del cielo neblinoso las estrellas emitían sus últimos parpadeos.
– Echo de menos a las personas que he dejado -seguí diciéndole, aunque no estaba allí-. Echo de menos el amor que sentí en ti, y el amor por todos ellos, y la felicidad, la pura felicidad de arrodillarme en Notre Dame a dar gracias al cielo por lo que me había dado. Malaquías, tanto si todo ha sido real como si no, vuelve a mi lado.
Cerré los ojos. Agucé el oído por si escuchaba los cantos de los serafines. Intenté imaginarlos delante del trono de Dios, ver aquel resplandor glorioso y oír su inacabable canto de alabanza.
Tal vez a través del amor que sentía por aquellas personas de una época lejana había entreoído algo de aquella música. Tal vez la había oído cuando Meir, Fluria y toda la familia partieron sanos y salvos de Norwich.
Pasó largo tiempo antes de que abriera los ojos.
Había llegado el alba, y todos los colores de la galería eran visibles. Contemplé los geranios de color púrpura que rodeaban los naranjos plantados en los tiestos toscanos y pensé en lo extraordinariamente hermosos que eran, y de pronto me di cuenta de que Malaquías estaba sentado al otro lado de la mesa.
Me sonreía. Su aspecto era exactamente el mismo de la primera vez que lo vi. La complexión delicada, el cabello negro sedoso, los ojos azules. Estaba sentado con las piernas extendidas a un lado, apoyado en el codo, y me miraba como si llevara largo tiempo haciéndolo.
Sentí un temblor en todo el cuerpo. Alcé las manos como para rezar, me cubrí la boca mientras tragaba saliva, y susurré con voz trémula:
– Gracias al cielo.
Él se echó a reír sin ruido.
– Hiciste un trabajo espléndido -dijo.
Me disolví en lágrimas. Lloré como había llorado la primera vez, al regresar.
Me vino a la mente una cita de Dickens, y la pronuncié en voz alta porque la había memorizado muchos años atrás:
– «El cielo sabe que no hemos de avergonzarnos de nuestras lágrimas, porque son la lluvia que disuelve el polvo cegador de la tierra posado sobre nuestros duros corazones.»