Выбрать главу

Puede que fuera una bendición a fin de cuentas, me dije. No habría rumores de un asesinato entre los empleados del único lugar en el que me sentía relativamente a gusto, siquiera un poco por encima del nivel del polvo.

Rio con su risa habitual.

– ¿Y bien? ¿No vas a preguntarme nada?

Y yo le di mi respuesta habituaclass="underline"

– No.

Se refería al hecho de que no me importaba por qué razón quería matar a aquel hombre en particular. No me importaba quién era el hombre. No me importaba conocer su nombre.

Lo que me importaba era que élquería que se hiciera.

Pero siempre formulaba esa pregunta, y yo siempre le contestaba con un no. Rusos, banqueros, lavado de dinero…, era el trasfondo habitual, pero no un motivo. Era un juego al que habíamos estado jugando desde la primera noche en que lo vi, o fui vendido a él, o me ofrecí a él, o comoquiera que pueda describirse aquella notable serie de acontecimientos.

– No hay guardaespaldas, ni ayudantes -dijo entonces-. Está solo. Pero incluso si hay alguien más, sabes cómo manejarlo. Sabes lo que hay que hacer.

– Ya estoy pensando en ello. No te preocupes.

Colgó sin despedirse.

Me fastidió todo aquello. Me pareció mal. No os riáis. No estoy diciendo que todos los demás asesinatos que he cometido me parecieran bien. Digo que en éste había algo peligroso para mi equilibrio, y en consecuencia que algo podía ir mal.

¿Y si nunca podía volver allí y dormir de nuevo en paz bajo aquella cúpula? Con toda probabilidad, eso es lo que iba a suceder. El joven de ojos claros que a veces llevaba consigo un laúd nunca volvería a aparecer por allí, con sus propinas de veinte dólares y sus sonrisas amables a todo el mundo.

Porque ese mismo joven, cuidadosamente disfrazado de forma que pareciera una persona distinta, habría puesto un crimen en el corazón mismo de todo su sueño.

De pronto me pareció una locura haberme atrevido a ser yo mismo allí, haber tocado el laúd bajo el techo abovedado, haberme tendido boca arriba en la cama a mirar el baldaquín tapizado, haber pasado una hora o más con la mirada clavada en la cúpula de color azul celeste.

Después de todo, el mismo laúd era una pista que conducía al chico que se había evaporado de Nueva Orleans, ¿y si algún primo bienintencionado aún lo estaba buscando? Yo había tenido primos bienintencionados, y los había querido. Y los ejecutantes de laúd no abundan.

Puede que fuera el momento de hacer estallar una bomba, antes de que algún otro lo hiciera.

Ningún error, no.

Había valido la pena tocar el laúd en aquella habitación, rasguearlo en tono bajo y repetir las melodías que amaba.

¿Cuánta gente sabe lo que es un laúd, o cómo suena? Puede que hayan visto laúdes en las pinturas del Renacimiento, y ni siquiera sepan que objetos así siguen existiendo hoy. No me importaba. Me gustaba tanto tocarlo en la suite Amistad, que no me importaba que los empleados del servicio de habitaciones me oyeran o me vieran. Me gustaba mucho, igual que tocar el piano negro en la suite del Four Seasons de Beverly Hills. No creo haber tocado nunca una sola nota en mi propio apartamento. No sé por qué. Miraba el laúd y pensaba en los ángeles de la Navidad con sus laúdes en los tarjetones de colores vivos. Pensaba en ángeles que colgaban de las ramas de los árboles de Navidad.

«Ángel de la guarda, dulce compañía…»

Una vez, qué diablos, tal vez hacía tan sólo dos meses en la Posada de la Misión, compuse una melodía para esa oración infantil, una melodía renacentista, muy pegadiza. Sólo que yo era el único al que se le pegaba.

Y ahora tenía que pensar en un disfraz que engañara a las personas que me habían visto muchas veces, y el jefe decía que tenía que hacerlo ya. Después de todo, la chica podía convencerlo de que se casara con ella mañana mismo. La Misión tenía esa clase de hechizo.

3 Pecado mortal y misterio mortal

Tenía un garaje en Los Ángeles, parecido al de Nueva York: cuatro camionetas, una con un anuncio de una empresa de fontanería, otra de una floristería, la tercera pintada de blanco con una luz roja en el techo de modo que parecía una ambulancia especial, y la cuarta que era pura chatarra rodante de un operario, con algunos trastos viejos herrumbrosos en la trasera. Esos vehículos eran tan transparentes para el público como el famoso aeroplano invisible de la Mujer Maravilla. Un sedán abollado habría atraído más atención. Y siempre conducía un poco demasiado aprisa, con la ventanilla bajada y asomando el brazo arremangado, y nadie me veía. A veces fumaba, sólo lo justo para que se viera el humo.

En esta ocasión utilicé la camioneta de la floristería. Sin duda era lo mejor, en especial en un hotel en el que turistas e invitados se mezclan y pasean con toda libertad, entran y salen, y nadie pregunta nunca adónde vas ni si tienes o no la llave de alguna habitación.

Lo que funciona en todos los hoteles y hospitales es una actitud resuelta, un impulso decidido. Y desde luego funcionó en la Posada de la Misión.

Nadie se fijó en un melenudo de piel oscura con el logo de una tienda de flores sobre el bolsillo de su chaquetilla verde y un saco sucio de tela al hombro, que llevaba sólo un modesto ramo de lirios en una maceta de barro envuelta en papel de plata, y a nadie le preocupó que entrara con una rápida seña a los porteros, si es que se molestaron siquiera en levantar la cabeza. Además de la peluca, un par de gafas de montura gruesa distorsionaba por completo la expresión habitual de mi cara. Una placa colocada entre los dientes me proporcionó un ceceo perfecto.

Los guantes de jardinería que llevaba ocultaban los de látex, más importantes. El saco de tela que cargaba al hombro olía a abono. Llevaba la maceta de lirios como si se fuera a romper. Caminaba con una leve cojera de la pierna izquierda y una oscilación regular de la cabeza, un detalle que alguien podría recordar cuando no se acordaran de ninguna otra cosa. Tiré una colilla de cigarrillo a uno de los arriates de la entrada. Alguien podría tomar nota de ese gesto.

Tenía dos jeringuillas para el trabajo, pero sólo necesitaba una. Había un revólver pequeño sujeto a mi cadera bajo el pantalón, aunque me repelía la idea de tener que usarlo, y por lo que pudiera pasar, bajo el cuello de la camisa almidonada de la compañía traía una delgada hoja de plástico, lo bastante rígida y aguzada para atravesar la garganta de un hombre, o ambos ojos.

El plástico era el arma que podía utilizar con más facilidad si tropezaba con alguna dificultad, pero nunca se presentó la ocasión. Temía la sangre, y también la crueldad que implica. Detestaba la crueldad en cualquiera de sus formas. Me gustaba que todo fuera perfecto. En los dossiers me llamaban el Perfeccionista, el Hombre Invisible y el Ladrón de la Noche.

Confiaba por completo en la jeringuilla para este trabajo. Obviamente, puesto que el efecto deseado era un ataque al corazón.

La jeringuilla podía adquirirse en cualquier farmacia y era del tipo que usan los diabéticos, con una microaguja que algunas personas ni siquiera notarían. Y además del veneno había un segundo componente de acción rápida procedente de un medicamento también accesible para cualquiera, que privaría casi inmediatamente de sentido al sujeto, de modo que estuviera en coma cuando el veneno llegara al corazón. Todo rastro de ambas drogas desaparecería en el torrente sanguíneo en menos de una hora. La autopsia no revelaría nada.

Prácticamente todas las combinaciones químicas que yo utilizaba podían comprarse en cualquier establecimiento público del país. Es asombroso lo que puedes aprender sobre venenos cuando de verdad quieres hacer daño a la gente y no te preocupa lo que pueda ocurrirte a ti, tanto si te queda algún residuo de corazón o de alma, como si no. Tenía a mi disposición por lo menos veinte venenos distintos. Compraba las drogas en farmacias suburbanas, en pequeñas cantidades. De vez en cuando utilizaba las hojas de la adelfa, y en toda California crecen adelfas. Sabía cómo utilizar el veneno de las semillas del ricino.