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Todo pasó como lo había planeado.

Eran aproximadamente las nueve y media. Cabello negro, gafas de montura negra. Olor a tabaco en los guantes manchados.

Tomé el pequeño ascensor rechinante hasta el último piso con otras dos personas que no me dirigieron ni una sola mirada, seguí los laberínticos pasillos, salí al jardín de hierba y lo crucé hasta la barandilla verde que daba al patio interior. Me recosté en la barandilla y observé el reloj.

Todo esto era mío. A la izquierda se extendía la larga galería cubierta por un tejado rojo, la fuente rectangular con sus chorros burbujeantes en forma de cestillo, la habitación al extremo, y la mesa y las sillas de hierro bajo la sombrilla verde, justo delante de la puerta de doble hoja.

Maldición. Cómo me habría gustado sentarme al sol, a la brisa fresca de California, en aquella misma mesa. Experimenté la intensa tentación de olvidarme de aquel trabajo y sentarme a la mesa hasta que mi corazón se apaciguara, y luego sencillamente irme, dejando allí la maceta con las flores para quienquiera que la encontrara.

Paseé perezosamente arriba y abajo por la galería, e incluso di la vuelta a la rotonda con sus empinadas escaleras de caracol, como si estuviera comprobando los números de las puertas, o sencillamente deteniéndome a mirarlo todo al pasar, por capricho. ¿Quién dice que el chico de las entregas no puede pararse a curiosear?

Por fin la dama salió de la suite Amistad y cerró la puerta de golpe. Bolso grande de cuero rojo de marca, taconeo apresurado con los zapatos adornados con oro y lentejuelas, falda estrecha, mangas recogidas, cabello rubio flotante. Hermosa y carísima, sin la menor duda.

Caminaba deprisa como si estuviera furiosa, y probablemente lo estaba. Me coloqué más cerca de la habitación.

Por la ventana del comedor de la suite vi la silueta borrosa del banquero, al otro lado de las cortinas blancas, inclinado sobre el ordenador del escritorio, sin advertir siquiera que yo lo estaba mirando, descuidado probablemente por el hecho de que durante toda la mañana los turistas se paraban a mirar.

Hablaba por un pequeño teléfono provisto de un auricular, y al mismo tiempo tecleaba.

Me dirigí a la doble puerta y llamé.

Al principio no contestó. Luego se acercó a regañadientes a la puerta, la abrió de par en par, me miró y dijo:

– ¡Qué!

– De la gerencia, señor, con sus mejores deseos -dije, con el habitual susurro ronco porque la placa me dificultaba la pronunciación de las palabras. Levanté los lirios. Eran lirios muy hermosos.

Entonces pasé delante de él hacia el cuarto de baño, murmurando algo sobre el agua, que necesitaban agua, y con un encogimiento de espaldas el hombre volvió a su escritorio.

El cuarto de baño estaba abierto y vacío.

Podía haber alguien en el minúsculo compartimiento de los aseos, pero lo dudaba, y no oí un solo sonido revelador.

Sólo para asegurarme, entré en él por el agua, y la tomé del grifo de la bañera.

No, él era el único presente en la suite.

La puerta de la galería había quedado abierta de par en par.

Hablaba por teléfono y golpeaba el teclado del ordenador. Pude ver una cascada de números que titilaban.

Parecía alemán, y sólo conseguí entender que estaba irritado con alguien, y furioso, en general, con el mundo entero.

A veces los banqueros son los objetivos más fáciles, pensé. Creen que sus enormes riquezas les protegen. Casi nunca utilizan los guardaespaldas que necesitarían.

Me acerqué a él y coloqué las flores en el centro de la mesa del comedor, sin hacer caso del revoltijo de platos del desayuno. Él no se dio cuenta de que me había colocado a su espalda.

Por un instante me aparté de él y levanté la vista a la cúpula, que me era tan familiar. Miré los pinos pintados a lo largo de la base, sobre el fondo beige. Miré las palomas que ascendían a través de la neblina hacia el cielo azul. Me incliné sobre las flores. Me gustaba su fragancia. La aspiré y volvió a mi mente algún débil recuerdo de un lugar tranquilo y hermoso donde el aire estaba cargado del perfume de las flores. ¿Dónde había sido? ¿Era importante?

Y mientras, la puerta de la galería seguía abierta, y la brisa fresca entraba por ella. Cualquiera que paseara por allí vería la cama y la cúpula pero no a él, y tampoco a mí.

Me coloqué detrás de su silla y le inyecté en el cuello treinta unidades de la droga letal.

Sin levantar la vista se llevó la mano a la nuca como para ahuyentar un insecto, que casi siempre es lo que hacen, y entonces le dije, al tiempo que me guardaba la jeringuilla en el bolsillo:

– Señor, ¿no tiene una propina para un pobre mensajero?

Se volvió. Yo estaba encima de él, oliendo a tierra abonada y a tabaco.

Sus ojos fríos como el hielo me miraron furiosos. Y en ese momento, de pronto su cara empezó a cambiar. Su mano izquierda resbaló sobre el teclado del ordenador, y con la derecha se arrancó el auricular, que cayó al suelo. La mano cayó inerte, también. El teléfono cayó sobre el escritorio, y su mano izquierda sobre la rodilla.

Los rasgos de la cara se aflojaron y toda su irritación desapareció. Aspiró el aire e intentó sostenerse erguido con la mano derecha, pero no pudo encontrar el borde del escritorio. Entonces intentó levantar la mano hacia mí.

Rápidamente me quité los guantes de jardinero. Él no se dio cuenta. Ya no podía darse cuenta de casi nada.

Intentó ponerse en pie pero no pudo.

– Ayúdeme -susurró.

– Sí, señor -dije-. Quédese sentado hasta que se le pase.

Entonces, con los guantes de látex en las manos, apagué el ordenador y di la vuelta a la silla de modo que el hombre se desplomara sin ruido sobre el escritorio.

– Sí -dijo en inglés-. Sí.

– No se encuentra bien, señor -dije-. ¿Quiere que llame a un médico?

Levanté la vista a la galería desierta. Estábamos exactamente detrás de la mesa negra de hierro, y por primera vez me di cuenta de que en los tiestos toscanos rebosantes de geranios de pensamiento también había hibiscos. Las flores lucían muy hermosas, al sol.

Él se esforzaba en respirar.

Como he dicho, detesto la crueldad. Descolgué el teléfono interior que estaba a su lado, y sin marcar ningún número hablé al auricular apagado. Necesitamos un médico con urgencia.

Su cabeza se inclinó a un lado. Vi cerrarse sus ojos. Me parece que intentó hablar de nuevo, pero no consiguió decir una sola palabra.

– Ya vienen, señor -le dije.

A esas alturas, él no podía ver nada con claridad. Tal vez no veía nada en absoluto. Pero recordé la información que siempre te dan en el hospital, de que «el oído es lo último que se apaga».

Me lo dijeron cuando mi abuela agonizaba y yo quise encender el televisor en la habitación, y mi madre se echó a llorar.

Finalmente, el hombre cerró los ojos. Me sorprendió que pudiera hacerlo. Primero estaban entrecerrados, luego cerrados del todo. El cuello era una masa arrugada. No advertí el menor signo de respiración, ni la más mínima subida o bajada de su tórax.

Miré más allá de él, a través de las cortinas blancas, de nuevo a la galería. A la mesa negra, entre los tiestos toscanos, se había sentado un hombre que parecía mirarnos.

Yo sabía que no podía ver a través de las cortinas a esa distancia. Lo único que distinguiría era la blancura, y tal vez una silueta vaga. No me preocupé.

Necesitaba sólo unos instantes más, y luego podría marcharme a salvo, con la convicción de que el trabajo estaba concluido.

No toqué los teléfonos ni los ordenadores, pero hice un inventario mental de lo que había allí. Dos teléfonos móviles sobre el escritorio, tal como había señalado el jefe. Un teléfono descolgado en el suelo. Había más teléfonos en el cuarto de baño. Y otro ordenador, tal vez el de la mujer, sin abrir en la mesa colocada delante de la chimenea, entre los sillones de orejas.