Sólo estaba dando tiempo al hombre para morir mientras anotaba mentalmente todo aquello, pero cuanto más tiempo seguía en la habitación, peor me sentía. No estaba inquieto, sólo deprimido.
El extraño de la galería no me preocupaba. Que mirara todo lo que quisiera. Que mirara directamente el interior de la habitación.
Me aseguré de que los lirios estuvieran bien colocados, sequé unas gotas de agua que habían salpicado la superficie de la mesa.
A estas alturas, el hombre estaba muerto casi con toda seguridad. Sentí crecer en mi interior una desesperación intensa, una sensación de vacío total, ¿por qué no?
Me acerqué a comprobar su pulso. No lo encontré. Pero aún estaba vivo. Lo supe cuando toqué su muñeca.
Me incliné para oír si respiraba, y para mi incómoda sorpresa, escuché el débil suspiro de alguna otra persona.
«Algún otro…»
No podía ser el tipo de la galería, por más que seguía mirando hacia el interior de la habitación. Pasó una pareja. Luego apareció un hombre solo, mirando al cielo y a los lados, y se dirigió hacia las escaleras de la rotonda.
Atribuí a los nervios aquel suspiro. Había sonado junto a mi oído, como si alguien me susurrara. Era sólo la habitación lo que me ponía nervioso, pensé, por lo mucho que me gustaba, y porque la absoluta fealdad del crimen desgarraba mi alma.
Puede que fuera la habitación la que suspiraba de pena. Desde luego, yo deseaba hacerlo. Y quería irme.
Y entonces mi malestar interior se agravó, como solía ocurrirme en los últimos tiempos. Sólo que en esta ocasión era más fuerte, mucho más fuerte, y hablaba dentro de mi cabeza de un modo inesperado para mí.
«¿Por qué no te reúnes con él? Sabes que deberías ir a donde va él. Deberías tomar ese pequeño revólver que llevas debajo del sobaco derecho y colocarte el cañón debajo de la barbilla. Dispara hacia arriba. Tus sesos volarán tal vez hacia el techo, pero tú habrás muerto por fin y todo estará oscuro, más oscuro incluso de como está ahora, y te habrás separado para siempre de todos ellos, todos ellos: mamá, Emily, Jacob, tu padre, tu innombrable padre, y todos los que son como él, como el que acabas de asesinar con tus manos y sin piedad. Hazlo. No esperes más. Hazlo.»
No había nada nuevo en aquella depresión profunda, me recordé a mí mismo, en ese deseo acuciante de acabar de una vez, esa aguda y paralizante obsesión por alzar el revólver y hacer exactamente lo que la voz decía. Lo inusual era la claridad de la voz. La sentía como si estuviera a mi lado, en lugar de dentro de mí. Lucky le hablaba a Lucky, como tantas otras veces.
Fuera, el extraño se levantó de la mesa, y vi con frío asombro que entraba por la puerta abierta. Se detuvo en medio de la habitación, debajo de la cúpula, mirándome mientras yo seguía en pie detrás del moribundo.
El extraño tenía una figura bastante notable: alto y esbelto, con una mata de cabello negro suave y ondulado y ojos azules de una expresión extrañamente amistosa.
– Este hombre está enfermo, señor -dije de inmediato, apretando lo más que pude la lengua contra la placa-. Creo que necesita un médico.
– Está muerto, Lucky -dijo el extraño-. Y no escuches la voz que suena dentro de tu cabeza.
Aquello me resultó tan absolutamente inesperado que no supe qué hacer ni qué decir. Pero tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, la voz de mi cabeza insistió:
«Acaba con todo. Olvida el revólver y las inevitables salpicaduras. Tienes otra jeringuilla en el bolsillo. ¿Vas a dejar que te atrapen? Tu vida es ya un infierno. Piensa lo que será cuando estés en prisión. La jeringuilla. Hazlo ahora.»
– No le hagas caso, Lucky -dijo el extraño. Parecía emanar de él una inmensa generosidad. Me miró con tanta intensidad que era casi devoción, y tuve la sensación inexplicable de que me amaba.
La luz varió. Una nube debía de haber destapado el sol porque la habitación se iluminó y lo vi a él con una claridad rara, aunque estaba muy acostumbrado a fijarme en la gente y memorizar sus rasgos. Tenía mi misma estatura, y me miraba con evidente ternura e incluso preocupación.
Imposible.
Cuando sabes que algo es desde todo punto imposible, ¿qué haces? ¿Qué había de hacer yo ahora?
Metí la mano en el bolsillo y palpé la jeringuilla.
«Eso es. No desperdicies los últimos preciosos minutos de tu odiosa existencia en entender a este tipo. ¿No ves que el Hombre Justo ha hecho un doble juego?»
»No es eso -dijo el extraño. Miró al hombre muerto y su rostro cambió hasta adoptar una expresión de pena perfecta, y entonces se dirigió de nuevo a mí.
»Es hora de que salgas de aquí conmigo, Lucky. Hora de que escuches lo que tengo que decirte.
No pude pensar de forma coherente. El pulso me atronaba los oídos, y con el dedo empujé, aunque sólo un poco, la caperuza de plástico de la jeringuilla.
«Sí, salta fuera de sus contradicciones, y sus trampas y sus mentiras, y su inacabable capacidad para utilizarte. Derrótales. Ven ahora.»
– ¿Ven ahora? -susurré. Las palabras se apartaban del tema de la rabia que invadía por lo general mi mente. ¿Por qué había pensado eso, «ven ahora»?
– No lo has pensado -dijo el extraño-. ¿No ves que él está haciendo todo lo que abominablemente puede para derrotarnos? Deja en paz la jeringuilla.
Parecía joven y atento, y casi irresistiblemente afectuoso al mirarme, pero no tenía nada de joven y a la luz del sol aparecía resplandecientemente bello, y todo en él resultaba atractivo de una manera no forzada. Sólo ahora me di cuenta, con algún sobresalto, de que llevaba un traje gris sencillo, y una preciosa corbata de seda azul.
No había en él nada notable, salvo su rostro y sus manos. Y su expresión revelaba amistad y perdón.
«Perdón.»
¿Por qué razón alguien, quienquiera que fuese, había de mirarme de esa manera? Con todo, tuve la sensación de que me conocía, de que me conocía mejor que yo mismo. Parecía saberlo todo acerca de mí, y sólo ahora caí en la cuenta de que me había llamado tres veces por mi nombre.
Sin duda era el Hombre Justo quien lo enviaba. Sin duda la razón era que yo había sido traicionado. Era mi último trabajo para el Hombre Justo, y tenía delante de mí al asesino superior que acabaría con el viejo asesino que ahora se empeñaba en ser más misterioso de lo que valía.
«Entonces dales un chasco, hazlo ahora.»
– Te conozco -dijo el extraño-. Te he conocido toda tu vida. Y no vengo de parte del Hombre Justo. -Al decirlo, rio levemente-. Bueno, no del que tú llamas el Hombre Justo, Lucky, sino de otro que síes el Hombre Justo, debería decir.
– ¿Qué quieres?
– Que salgas de este lugar conmigo. Que hagas oídos sordos a la voz que te está intoxicando. Ya llevas demasiado tiempo escuchando esa voz.
Calculé. ¿Cómo podía explicarse todo esto? No era sólo el estrés de estar en mi habitación de la Posada de la Misión, no, eso no era suficiente. Tenía que ser el veneno, lo había absorbido cuando lo preparaba, a pesar de los guantes dobles. No había hecho las cosas exactamente como debía.
– Eres demasiado listo para eso -dijo el extraño.
«¿Y ahora vas a hundirte en la locura…, cuando tienes el poder de darles la espalda a todos ellos?»
Miré a mi alrededor. Miré la cama de baldaquín; miré la ropa de cama familiar, de color marrón oscuro. Miré la enorme chimenea, ahora a la espalda del extraño. Miré todo el mobiliario y los objetos de la habitación que tan bien conocía. ¿Cómo podía presentarse la locura de un modo tan repentino? ¿Cómo podía crear una ilusión tan completa? Pero sin duda el extraño no estaba allí, y yo no estaba hablando con él, y la mirada cálida e invitadora de su rostro sólo era algún tipo de mecanismo de mi mente enferma.
Rio de nuevo, muy suavemente. Pero la otra voz seguía.