Fernando Pessoa
La hora del Diablo
Traducción de Rosa S. Corgatelli
NOTA PRELIMINAR
Este texto se encuentra en el Legado Manuscrito (depositado en la Biblioteca Nacional de Lisboa) en hojas sueltas, sin fecha, unas manuscritas, otras mecanografiadas y otras mixtas. La numeración fue introducida con posterioridad por los inventariadores de dicho Legado, pero no corresponde a secuencia alguna: la que presento es de mi responsabilidad.
El texto abarca diecinueve hojas (21 páginas), archivadas en el dossier 277W, con anotaciones que van del número 1 al 19.
En general, las hojas están encabezadas por el título Hora del diablo (nueve veces), La hora del diablo (dos veces), Noche del diablo (dos veces), en dos casos escrito en inglés, Devil's Night, a pesar de que el texto está en portugués. Dos de ellas no contienen indicación alguna.
Corregí lapsus o lagunas obvias de escritura y puntuación, escribí en forma completa las palabras abreviadas y actualicé la ortografía.
LA HORA DEL DIABLO
Salieron de la terminal y, al llegar a la calle, ella vio con asombro que estaba en la calle misma donde vivía, a pocos pasos de la casa. Se detuvo. Después se volvió hacia atrás, para expresar ese asombro al compañero; pero detrás de ella no iba nadie. Estaba la calle, lunar y desierta, y no había en ella ningún edificio que pudiera ser o parecer una terminal de trenes.
Atónita, soñolienta, pero interiormente despierta y alarmada, fue a su casa. Entró, subió; en el piso de arriba encontró, aún despierto, al marido. Leía, en el estudio, y cuando ella entró, dejó el libro.
– ¿Y? -preguntó él.
Y ella:
– Todo anduvo muy bien. El baile fue muy interesante. -Y agregó, antes de que él preguntara: -Unas personas que estaban en el baile me trajeron en automóvil hasta el principio de la calle. No quise que vinieran hasta la puerta. Me bajé allí mismo; insistí. ¡Ah, qué cansada que estoy!
Y, con un gesto de gran cansancio y olvidándose de un beso, fue a acostarse.
Su hijo, cuando nació, nació normal de figura, pero no demoró en mostrar que era un hombre de genio. Sus poemas tienen una calidad extraña y lunar. Planea en ellos un deseo de grandes cosas, como de alguien que un día hubiera planeado, en una vida antes de ésta, por sobre todas las ciudades de la Tierra. Recorre sus versos una visión de grandes puentes, inexplicable mediante cualquier experiencia que se le conozca. Y una vez, en un poema escrito casi en sueños, dijo que algo en él había sido tentado, como Cristo, en la gran altura desde donde se ve todo el mundo [2].
Abajo, a una distancia más que imposible, había, como astros diseminados, grandes manchas de luz: ciudades, sin duda, de la Tierra. El Diablo las señaló.
– Son las grandes ciudades del mundo: aquélla es Londres. -Y señaló una a la distancia, abajo. -Aquélla es Berlín. -Y señaló otra. -Y aquélla, allá, es París. Son manchas de luz en las tinieblas, y nosotros, en este puente, pasamos alto por sobre ellas, peregrinos del misterio y del conocimiento [3].
– ¡Qué cosa tan pavorosa y tan bonita! ¿Qué es todo aquello que hay allá abajo?
– Aquello, señora mía, es el mundo. Fue desde aquí que, por encargo de Dios, tenté a su Hijo, Jesús. Pero no dio resultado, como yo ya esperaba, porque el Hijo era más iniciado que el Padre y estaba en contacto directo con los Superiores Incógnitos de la Orden. Fue una probación, como se dice en el lenguaje iniciático, y el Candidato se portó admirablemente.
– No entiendo bien. ¿Fue desde aquí, realmente, que tentó al Cristo?
– Así es. Claro que, donde ahora hay un valle inmenso, había entonces una montaña. En el abismo también hay geologías. Aquí, por donde estamos pasando, estaba la cumbre. ¡Qué bien me acuerdo! El Hijo del Hombre me repudió desde más allá de Dios. Seguí, porque era mi deber, el consejo y la orden de Dios: lo tenté con todo lo que había. Si hubiera seguido mi propio consejo, lo habría tentado con lo que no puede haber. Tal vez la historia del mundo, en general, y la de la religión cristiana, en particular, habrían sido diferentes. ¿Pero qué podemos contra la fuerza del Destino, supremo arquitecto de todos los mundos, el Dios que creó éste, y yo, el Diablo de distrito, que, porque lo niega, lo sustenta? [4]
– ¿Pero cómo es que se puede sustentar una cosa por negarla?
– Es la ley de la vida, señora mía. El cuerpo vive porque se desintegra, sin desintegrarse demasiado. Si no se desintegrara segundo a segundo, sería un mineral. El alma vive porque es perpetuamente tentada, aunque resista. Todo vive porque se opone a algo. Yo soy aquello a lo que todo se opone. Pero, si yo no existiera, nada existiría, porque no habría nada a que oponerse, como la paloma de mi discípulo Kant, que, volando al aire libre, juzga que podría volar mejor en el vacío [5].
– La música, la luz de la luna y los sueños son mis armas mágicas. Mas por música no debe entenderse sólo aquella que se toca, sino también aquella que queda eternamente por tocar. Y por luz de luna no debe suponerse que se habla sólo de lo que viene de la luna y torna los árboles en grandes perfiles; hay otra luz de luna, que ni el propio sol excluye, y oscurece en pleno día lo que las cosas fingen ser. Sólo los sueños son siempre lo que son. Es el lado de nosotros en que nacemos y en que somos siempre naturales y nuestros [6].
– Pero, si el mundo es acción, ¿cómo es que el sueño forma parte del mundo?
– Es que el sueño, señora mía, es una acción que se tornó idea y que por eso conserva la fuerza del mundo y le repugna la materia, que es el estar [7] en el espacio. ¿No es verdad que somos libres en el sueño?
– Sí, pero es triste despertar…
– El buen soñador no despierta. Yo nunca desperté. Dudo de que el propio Dios no duerma. Ya una vez me lo dijo…
Ella lo miró de repente y tuvo súbitamente miedo, una expresión del fondo de toda el alma que nunca había sentido.
– Pero, al fin y al cabo, ¿quién es usted? ¿Por qué está disfrazado así?
– Respondo, en una sola respuesta, a sus dos preguntas: no estoy disfrazado.
– ¿Cómo?
– Señora mía, yo soy el Diablo. Sí, soy el Diablo. Pero no me tema ni se sobresalte.
Y en una rápida mirada de soslayo, de terror extremo, donde fluctuaba un placer nuevo, ella reconoció, de repente, que era verdad [8].
– Soy, de hecho, el Diablo. No se asuste, sin embargo, porque realmente soy el Diablo, y por eso no hago daño. Ciertos imitadores míos, en la Tierra y encima de la Tierra, son peligrosos, como todos los plagiarios, porque no conocen el secreto de mi manera de ser. Shakespeare, a quien inspiré muchas veces, me hizo justicia: dijo que yo era un caballero. Por eso, quédese tranquila: en mi compañía está bien. Soy incapaz de una palabra, de un gesto, que la ofenda. Cuando así no fuere por mi propia naturaleza, Shakespeare me obligaba a serlo. Pero, en realidad, no hacía falta.