– Dígame una cosa, madre… Dicen que ciertos recuerdos maternos se pueden transmitir a los hijos. Hay una cosa que constantemente me aparece en sueños y que no puedo relacionar con nada que me haya sucedido. Es un recuerdo de un viaje extraño, en que aparece un hombre de rojo que habla mucho. Hay, primero, un automóvil, y después un tren, y en ese viaje en tren se pasa sobre un puente altísimo, que parece dominar toda la Tierra. Después hay un abismo, y una voz que dice muchas cosas que, si yo las oyera, tal vez me dijeran la verdad. Después se sale a la luz, es decir, a la luz de la luna, como si saliéramos de un subterráneo, y es exactamente aquí, al final de la calle… Ah, es cierto, en el fondo o principio de todo hay una especie de baile, o fiesta, en que aparece ese hombre de rojo…
María dejó en el regazo su costura. Y, volviéndose hacia Antonia, dijo:
– Vaya que esto tiene gracia. Está claro que aquello de los trenes y automóviles y todo lo demás es sueño, pero, realmente, hay una parte de verdad… Fue en aquel baile en el Club Azul, en Carnaval, hace muchos años… sí, unos cinco… unos seis… meses antes de que él naciera. ¿Recuerdas? Bailé con un muchacho cualquiera, vestido de Mefistófeles, y después ustedes me trajeron a casa en su automóvil, y yo me bajé al final de la calle (mira, donde él dice que salió del abismo…)…
– Ah, querida, me acuerdo perfectamente… Nosotros queríamos venir hasta la puerta de casa, aquí, y tú no quisiste. Dijiste que te gustaba andar ese trecho a la luz de la luna…
– Exacto… pero es gracioso, hijo, que hayas acertado con ciertas cosas que estoy segura de que nunca te conté. Claro que no tiene ninguna importancia… ¡Qué cosas curiosas son los sueños! ¿Cómo se puede componer así una historia, en que hay cosas verdaderas -y que la propia persona no podía adivinar- y tantos grandes disparates, como el tren y el puente y el subterráneo?
¡Ingrata humanidad! Así se agradeció al Diablo [37].
HISTORIA Y ALCANCE DE LA HORA DEL DIABLO
El cuento "La hora del diablo" corresponde a un proyecto de los primeros tiempos: en un cuaderno de entonces el joven "portugués a la inglesa" -como él mismo se designó- planeaba un cuento titulado, en inglés, "Devil's voice"1.
A la misma obsesión parece corresponder el poema "Satan's Soliloquy", proyectado por esa misma personalidad literaria inglesa de Pessoa, un tal David Merrick, que se proponía realizar el cuento2.
Es curioso también comprobar que la presencia de Satán convive de tal forma con el joven Pessoa que, bajo el nombre de Jacob Satan, lo vemos expresar con Alexander Search -la personalidad literaria inglesa que suplantó a las predecesoras y cuyos proyectos y obras heredó-, y también con el propio Pessoa, otro personaje de esa imaginada pieza titulada "Ultimus Joculatorum"3.
Tal vez convenga recordar que, por ese entonces -entre los catorce y los diecisiete años- después de una estada de un año en Portugal, en que reanudó contacto no sólo con la lengua y la cultura portuguesas sino también con la familia del abuelo judío, oriunda de Algarve, el joven cuestionó violentamente la educación católica recibida y, hasta entonces, practicada4.
Este cuento viene a rebatir, de hecho, los varios mitos tejidos en torno de la figura del Diablo, muy particularmente el católico: se diría que Pessoa quiere demostrar que el Diablo no es tan malo como lo pinta la Iglesia de Roma, así por él apostrofada desde que, muy joven, se divorció de ella. Pero este Diablo viene también a refutar la triste figura que algunos poetas, a pesar de ser sus amigos, le han hecho hacer:
Desde el principio del mundo me insultan y me calumnian. Los mismos poetas -por naturaleza mis enemigos- que me defienden, no me han defendido bien. Uno -un inglés llamado Milton-me hizo perder, con compañeros míos, una batalla indefinida que nunca se libró. Otro -un alemán llamado Goethe- me dio un papel de alcahuete en una tragedia de aldea.
Pessoa -o el Diablo por él…- refuta en este texto la habitual concepción dicotómica del universo como campo de batalla entre el Bien y el Mal, entre Dios y el Diablo. Pero, de acuerdo con las filosofías orientales, Pessoa presenta al Diablo como la Luna del Sol que se hizo ser al Dios creador (porque, como recuerda el Diablo, también el creador fue creado). Dios y el Diablo serían así complementarios, como el día y la noche, lo convexo y lo cóncavo, el ir y el venir de la misma ola. Es el propio Diablo quien, en este cuento, lo afirma:
Las Iglesias me aborrecen. Los creyentes tiemblan ante mi nombre. Pero tengo, quieran que no, un papel en el mundo. […] Dios me creó para que yo lo imitara de noche. Él es el Sol, yo soy la Luna. Mi luz se cierne sobre todo cuanto es fútil o acabado, fuego fatuo, riberas de río, pantanos y sombras. […] Tal vez, en el fondo inmenso del abismo, el propio Dios me busque, para que yo lo complete, pero la maldición del Dios Mayor -el Saturno de Jehová- planea sobre él y sobre mí, nos separa, cuando debería unirnos, para que la vida y lo que deseamos de ella fueran una sola cosa.
Este Diablo aparece, por lo tanto, no como el opositor de Dios sino como su opuesto nocturno. No tiene, como Él, la función de crear, sino tan sólo la de hacer soñar. "Soy el Dios de la Imaginación, perdido porque no creo", agrega a cierta altura del fragmento citado. Pero reivindica su papel en una Unidad cualquiera diciéndose "la encarnación de la nada".
Este Diablo es un Dios triste del que María, una mujer a la que escogió para Madre de su hijo, se compadece. Es un Dios esquivo: "Señor absoluto del intersticio y del intermedio, de lo que en la vida no es vida". A pesar de ser él mismo el Deseo, sólo por interpósito gesto acaricia: "¿Qué hombre posó sobre tus senos aquella mano que fue mía? ¿Qué beso te dieron que fuese igual al mío?".
Repetidamente declara a María su "cansancio de todos los abismos" y revela un corazón hambriento de amor que envidia la condición humana y "tiene añoranzas imaginarias de la tierra donde nunca estuve".
Este Diablo tiene, por último, una voz interior, embustera como la Luna, que es su "cara vista en las aguas del caos", como declara. Es una presencia materna y envolvente como la noche, que, como dice, "acoge y consuela a los tristes y cansados de la vida". Y afirma aun: "Como la noche es mi reino, el sueño es mi dominio". (Y no podemos dejar de pensar en esa "Noche antiquísima" que Campos invoca en un conocido poema, regazo de agua y tinieblas a la que también Bernardo Soares pide muchas veces refugio.)
Y cuando la mujer, con los ojos humedecidos de lágrimas, confesó sentir por él una enorme pena, le pasó por el rostro "una expresión de angustia como nadie imaginaria que pudiera haber". Y, dejando caer "de pronto el brazo que enlazaba el de ella", desapareció, abandonándola en el lugar en que la había raptado, en la banal calle de su realidad cotidiana. Y exiliada para siempre de ese lejano país natal, el Sueño, del que se dice representante. "Sólo los sueños son siempre lo que son -afirma-. Es el lado de nosotros en que nacemos y en que somos siempre naturales y nuestros".