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»Nuestra Sophie, en cambio, pertenecía a ese género de mujeres escrupulosas que noche tras noche se dejan roer el alma por los fantasmas de la culpa. Buen trabajo le costó al tenor vencer tanta resistencia. Durante meses le mandó esquelas, flores, e incluso llegó a jurarle amor eterno una tarde de kermés: todo sin éxito. No obstante, al fin ella también habría de sucumbir.

»Tuvo que ocurrir…, los viajes son siempre cómplices del amor, en una ocasión en que su marido se ausentó unas semanas para visitar una estancia en el Uruguay donde pensaba comprar unos long horns.»

Loooong horns, repitió, para asegurarse del efecto que en mí tenía tal casualidad, pero al recibir como respuesta sólo un «ajá» bastante inexpresivo, continuó resignado:

– Entonces, con la ayuda de una amiga alcahueta, Sophie también conoció las delicias de la ópera de Verdi en función privada. Pero el caso es que ella no era mujer de aventuras esporádicas ni de amores pecaminosos. Pertenecía, ya se lo he dicho, a la categoría de mujeres con escrúpulos y, como las de su estilo, no concebía un adulterio que no fuera por amor.

»¡Ay, amor, cuántos crímenes se cometen en tu nombre! ¿Por qué la gente lo considera eximente y excusa de tantos egoísmos? En el amor todo vale, decimos, el amor lo excusa todo. ¿Todo? ¿Incluso el daño que esa pasión puede causar a terceros? ¿Es el amor, acaso, tanto más importante que la lealtad, la amistad o el respeto, para que se le permita siempre pasar por encima de todos ellos? En fin… -se encogió de hombros, como si aquella reflexión fuese habitual en sus cavilaciones, y añadió-: La cuestión es que esa misma noche Sophie decidió confesárselo todo a su marido: estaba enamorada de otro hombre, lo amaba y no podía vivir en paz. Su conciencia nunca estaría tranquila a menos que él lo supiera, puesto que pensaba que lo peor en una pareja era el engaño. Ella no deseaba una separación, pero si su marido la repudiaba, se marcharía lejos, con Alberto, a compartir su vida bohemia llena de altibajos; y si su amado la rechazaba, ella, fiel a su amor, se retiraría discretamente para vivir el resto de sus días acunando aquel sentimiento maravilloso que había nacido en el pecado, pero que ella sabría rehabilitar siéndole fiel en el recuerdo hasta el final. Así, en estos términos, escribió una carta que hubiera firmado el mismísimo Stendhal con todo gusto, y llenó, con su caligrafía del Sagrado Corazón, diez folios de papel satinado que había comprado en París. La confesión es el mejor bálsamo para la culpa y Sophie, después de haberse desprendido enteramente de su congoja, decidió entretener el tiempo haciendo solitarios hasta sentir el familiar, chasquido de la llave en la puerta. Entonces se levantó y, pálida como un espectro, salió al encuentro del marido.

»El adulterio, amigo mío -dijo el hombre, como a punto de hacer una revelación trascendental-, posee un cierto perfume que no está catalogado en ninguna parte y que, sin embargo, existe. Tal vez no sea exactamente un aroma sino una sensación, un sabor, quién sabe, pero la verdad es que se nota. ¿Cree usted, acaso, que hay en este mundo algún marido insensible a sus efluvios? ¿Supone que hay una sola esposa que ignore que su marido le es infiel incluso antes de encontrar la polvera comprometedora entre los asientos del coche o las cerillas de un hotel de medio pelo? No, señor. La gente prefiere ignorar la traición y por eso no la ve. Es sólo cuando la evidencia les golpea en la cara cuando se ven forzados a reconocerla. Mientras tanto, todos esconden la duda en el rincón más oscuro de sus mentes confiadas, y es mejor que así sea.

»Si tuviera vocación de escritor de folletín, diría que el marido de Sophie olió la infidelidad en cuanto atravesó la puerta. Quizá ello se debiera al aspecto virginal, siempre tan sospechoso, que ofrecía su mujer envuelta en su camisón más pudibundo, o al extraño temblor de aquella voz al pronunciar su nombre, o simple y llanamente, al olor a cuerno quemado que inundaba la estancia: la cuestión es que el hombre iba sobre aviso.

Y actuó en consecuencia, quiero decir, de acuerdo con esa actitud de no-me-quite-usted-la-venda-que-estoy-mejor-así de la que antes le hablaba, y avanzó cariñosísimo hacia su esposa: "¿Qué ha hecho mi niña estos días? Ha estado muy ocupada con sus clases de cocina, ¿verdad que sí?". Y ella, con la carta en la mano, y la culpa que la atragantaba y pujaba por salir, por confesárselo todo, quitarse aquel peso de encima, a sabiendas de que él la perdonaría porque ella era su niña, y la amaba, la quería para él y para siempre, hizo lo único sublime: mintió. No me interprete mal, amigo, no lo hizo por miedo ni por cobardía…, tales sentimientos no son propios de alguien a quien todo se le ha consentido, lo hizo por consideración y amor. Por amor, sí, hacia un hombre que la adoraba y que, obviamente, prefería no saber.»

Una vez terminada su historia, el hombre volvió a reclinarse en la butaca y tomó distancia como quien espera ver el efecto que han tenido sus palabras. Luego retiró con un dedo el puño de su camisa para que asomara apenas el reloj y miró la hora. Tuve la sensación de que a pesar de sus palabras iniciales no esperaba de mí comentario alguno. Tenía el aire satisfecho de quien confiesa a un desconocido una verdad que está obligado a silenciar siempre en su mundo habitual, igual que el asesino que, una vez cometido el crimen perfecto, se ve condenado a callar su astucia por el resto de su vida.

En ese momento se oyó una voz femenina a mi espalda:

– Llego tardísimo, como siempre, perdón, amor.

Y los ojos de mi amigo se ablandaron mientras se levantaba de su asiento movido por un resorte que no era precisamente el de la cortesía. No hacía falta volverse para saber quién hablaba así, y yo también me levanté para saludarla. Era ella, estaba claro.

Sophie era todavía una mujer muy guapa, pero tras las primeras arrugas, asomaba claramente ese aire vacuno que da la falta de inteligencia y que sólo se hace evidente cuando la primera belleza comienza a marchitarse; las mujeres tontas -ya se sabe- nunca envejecen bien.

Extendió hacia mí una mano enguantada y dijo, con un mohín que antaño debió de ser encantador:

– Espero que Rudy no le haya dado mucho la lata. No puedo dejarlo solo ni un ratito porque en seguida se aburre. Pero, ¡mira, se ha hecho tardísimo! Rudy, ¿tenés los pasajes? El tren para París sale dentro de una hora. No sé cómo me va a dar tiempo a terminar la valija. Detesto los trenes europeos: son tan exasperantemente puntuales…

La miré ir y venir recogiendo los paquetes de todo lo que acababa de comprar. Mi nuevo amigo Rudy la ayudaba protestando, no mucho, por su falta de puntualidad. Una escena doméstica habitual, pensé. ¿Qué marido no la ha vivido más de cien veces? Yo, desde luego, sí; pero ahora, vista desde fuera, tenía algo de deja vu revelador: un cierto aire de advertencia.

Es curioso cómo funciona la mente humana: una situación que nos resulta conocida, inmediatamente hace pensar en otras situaciones que pueden ser análogas; y yo soy un ser humano bastante estándar. Lo que quiero decir es que por una extraña y absurda asociación de ideas empecé a pensar en mi mujer, sola en Madrid, y a preguntarme por qué demonios no estaba ahora en casa. ¿Habría ido al cine con una amiga? Seguramente no: ella sabía que en circunstancias normales yo llegaba en el avión de las nueve. ¿Estaría en casa de su hermana? Imposible: apenas se ven una vez por año, y eso en Navidad.