O sea -continuó ella con su informe particular-, que entre los obispos y el emperador consiguen hacerle al gallego una cama de cuatro por cuatro. Nada más llegar a Tréveris lo detienen y lo acusan de maleficium, práctica de rituales mágicos, uso de hierbas abortivas y dominio de la astrología y la cabalística, delitos todos ellos expresamente tipificados y condenados por las leyes romanas.
Total, que el hippy es decapitado junto a algunos de sus seguidores, convirtiéndose así en el primer hereje ajusticiado por la Iglesia católica a través del brazo de hierro del Estado. Un precedente temprano de la Santa Inquisición.
Laura sintió una ligera corriente de simpatía hacia un tipo que tenía enemigos tan peligrosos. También tuvo la impresión de haber colocado su ficha en la primera casilla de un tablero cuyas reglas del juego no conocía. Lo que Márquez no sopesó fue que, una vez empezada la partida, quizá no pudiera echarse atrás.
V
Castro tenía aspecto de haber dormido poco. Iba vestido con una camisa gris sin corbata y americana de mezclilla. Miró el reloj de reojo. Eran las nueve y diez y las cosas no iban al ritmo que le habría gustado. Se echó hacia atrás en la silla y dirigió la mirada a los dos policías que tenía sentados frente a él en su despacho. Ambos iban vestidos con el uniforme de faena, jersey azul marino y pantalón de lona metido por dentro de las botas. Romaní y Zárate. El primero, flaco, de gafas, con dientes de conejo y algunas canas en las sienes; el otro, más joven, veintitrés o veinticuatro años, leonés, de La Bañeza, con el pelo rubio rapado casi al cero como un soldado y complexión musculosa que le daba cierto aire al personaje de Russell Crowe en L. A. Confidential. De hecho, ése era su mote entre los compañeros, Raselcrau, aunque maldita la gracia que le hacía que le llamaran así.
– ¿Y bien? -preguntó el comisario.
Fue el subinspector Romaní quien depositó encima de la mesa un dossier mecanografiado en cuya cabecera se podía leer en letras mayúsculas el nombre de PATRICIA PÁLMER BARREIRO.
Castro hojeó el informe mecanografiado que contenía más de diez folios DIN A-4 y algunas fotografías. Se fijó especialmente en una de tamaño carné en la que la chica aparecía con el pelo recogido en una coleta y el gesto serio y concentrado. Su mente tardó unos segundos en asociarla con la muerta que había visto en la catedral, el rostro lívido a la luz de las linternas, la postura forzada, con la cabeza como descoyuntada con respecto al cuerpo. Nunca le habían impresionado los cadáveres. Estaba habituado. Para él eran simples piezas de un puzle que había que resolver. Sin embargo, cada detalle nuevo que iba conociendo de la víctima le hacía perder distancia. La visión del cuerpo sin vida de la chica no le había supuesto ningún problema, pero la contemplación de aquellas fotos le obligó a tragar saliva. Había una de 15 x 10 en la que estaba sentada en la escalera de la plaza de la Quintana tocando la guitarra, rodeada de un grupo de amigos de su misma edad. Llevaba la melena pelirroja suelta sobre los hombros y un fular de color violeta. Se la veía sonriente y relajada. No parecía la misma. Guapa -pensó Castro para sí-, pero de una belleza rara, como de medallón antiguo. Había también otras fotos familiares: una junto al árbol de Navidad con un gorro de Papá Noel, otra en la que iba disfrazada del rey Melchor y repartía caramelos a los críos en una cabalgata de Reyes, otra jugando con un perro labrador…
– ¡Vaya putada! -la exclamación le salió a Castro de dentro. No le dolía la muerte, le dolía la vida que tarde o temprano acababa emergiendo tras la investigación de un asesinato. Volvió a guardar cuidadosamente las copias en la carpeta-. Ya lo estudiaré después con calma -dijo-. Ahora me gustaría que me hicieseis un resumen de vuestras conclusiones -el comisario miraba directamente al poli flaco.
– Jefe, permítame que le diga que es un informe pormenorizado pero generalista -respondió Romaní-. Usted dijo que quería saberlo todo sobre la muchacha, pero no especificó nada en particular. Así que nos ceñimos a los datos. Quiero decir que, a lo mejor, si supiéramos exactamente lo que buscamos, podríamos enfocar el estudio de una manera más eficiente.
– De momento no sabemos nada, subinspector. La liebre puede saltar donde uno menos se lo espera, y los que salen de caza nunca la ven dormir en el erial.
El policía joven arrugó el ceño preguntándose qué demonios habría querido decir Castro. Zárate se sentía a menudo desconcertado con la labia del comisario. Lo consideraba un intelectual, y no estaba seguro de que eso fuera una buena cualidad tratándose de un policía, pero se fiaba de él. Se pasó la mano por el pelo con ademán reflexivo. Lo llevaba tan corto que apenas se le apreciaban algunos brillos dorados en la nuca.
Su compañero, sin embargo, encajó la metáfora con una sonrisa de conejo al cabo de la calle.
– Bien, jefe. -Carraspeó un par de veces para aclararse la voz, se ajustó las gafas con un dedo en el puente de la nariz y empezó por el principio-. Patricia Pálmer nació en la localidad de Caldas de Reis el 12 de marzo de 1988. O sea, que aún no había cumplido los veinte años. El padre era técnico reparador de instalaciones eléctricas, está jubilado, y la madre se dedica a las labores domésticas y a cultivar un pequeño huerto que tienen en las afueras del pueblo, en un lugar llamado Sietecoros. Son gente trabajadora. Tienen otro hijo, diez años mayor que Patricia, que es informático y trabaja en una empresa de comunicación en Edimburgo. Parece que se llevaba bien con su hermana. Le pagaba cursos de inglés, algún capricho, viajes y cosas así. Solía venir dos veces al año, en Navidad y en verano. Creo que ya lo han avisado y, si no está aquí, estará a punto de llegar.
– Ya debe de haber llegado -apuntó el leonés-. El entierro será mañana a las cinco en la parroquia de Caldas… Bueno, eso es lo que nos dijeron. La familia no quiere esperar más, creo que…, ya sabe, para acabar cuanto antes, por el revuelo de la prensa, supongo.
Castro levantó las cejas, compresivo, al tiempo que se acercaba a la cafetera exprés situada sobre una repisa, junto a la ventana. Todo el despacho tenía un aire austero y funcional. Una amplia mesa de trabajo, estanterías de oficina, varios armarios metálicos con llave y, como concesión particular, un cómodo sillón giratorio de cuero negro donde el comisario acostumbraba a leer los informes policiales cuando estaba a solas, con los pies sobre la mesa, bajo un flexo articulado. Al otro lado de la ventana la calle ofrecía su imagen habitual, con los taxis parados y la gente caminando de prisa, de un lado para otro. Castro sacó las tazas del armario. Pulsó el interruptor del agua, esperó dos minutos hasta que la máquina empezó a emitir un ligero silbido mientras soltaba el vapor y a continuación el aroma del café inundó toda la estancia.
– ¿Azúcar? -preguntó.
– No, gracias -respondieron los dos policías al unísono.
Después de depositar la bandeja en la mesa, el comisario le hizo un gesto con la mano a Zárate invitándolo a continuar.
– Pues, como le iba diciendo, se trata de una familia normal y corriente. La chica estudió el bachillerato en el instituto Rosalía de Castro. No se le daban muy bien las matemáticas, pero aprobaba todo en junio y en el último curso incluso sacó un par de matrículas en Filosofía e Historia. No sé si le interesa esa etapa de su vida. Era una cría.
– Me interesa todo lo que os haya llamado la atención. ¿Hay algo que os haya parecido importante o distinto de cualquier adolescente de su edad?
– Bueno… -respondió dubitativo el policía rubio-, iba a misa. Eso no es muy habitual que digamos. O sea…, entre las chicas de su edad.