De pie detrás del baldaquino barroco, el juez instructor dictaba las diligencias a su secretario, que escribía con el ordenador portátil sobre las rodillas, sentado en un peldaño de la escalera que subía al camarín del apóstol y que por el otro lado descendía hasta la cripta donde, según la tradición, reposaban las reliquias del santo en una urna de plata. El tecleo punteaba su voz monocorde haciendo una relación de todos los detalles, hasta los más insignificantes. Sin embargo ninguno se percató de la rareza que emanaba de los pies de la muerta hasta que Arias cayó en la cuenta de que llevaba las zapatillas Converse calzadas del revés, la del pie derecho en el izquierdo y la del izquierdo en el derecho. Un pormenor sin importancia aparente, pero que al juez instructor le hizo torcer el bigote. Había un libro de filosofía en el suelo y un bloc de anillas con las tapas azules y una pegatina del grupo de hip-hop Violadores del Verso. Castro le echó un vistazo al interior.
Una chica aplicada, pensó para sí al ver los apuntes perfectamente fechados por día con una caligrafía primorosa. Ordenó incluir el cuaderno en el sumario y fue a reunirse con el forense que acababa de asomarse a la puerta para encender un cigarrillo. Era una entrada de servicio que daba a la tienda de souvenirs, en la plaza de la Quintana, donde se vendían conchas de vieira, postales, medallitas, botafumeiros en miniatura y otros objetos por el estilo. La verdadera Puerta Santa se encontraba unos metros más allá, cerrada siempre a cal y canto, salvo en año santo. Allí era donde antiguamente se concedían las cédulas que acreditaban a los peregrinos y les permitían alojarse gratis en el Hospital Real.
– ¿Qué te parece? -le preguntó al llegar a su lado.
Arias tardó en responder el tiempo necesario para cerrarse la cremallera del anorak hasta el cuello. La curva de la girola aumentaba el efecto de las corrientes de aire en aquella esquina.
– Nada -contestó con un carraspeo.
La prudencia de juicio era un rasgo de profesionalidad que el forense solía llevar hasta sus últimas consecuencias; eso, unido a su condición de gallego, significaba que de allí no lo movía ni Cristo.
– ¿Cómo que nada? -se revolvió Castro, inquieto-. Algo te parecerá. No encontramos chicas muertas en la catedral todos los días.
– ¿Qué quieres que te diga? -le respondió Arias. Se colocó un pitillo entre los labios y buscó el mechero-. Ni siquiera sabemos cómo se llamaba…
– Patricia Pálmer -contestó Castro de inmediato-, estudiante de tercer curso de filosofía; acabo de verlo en su cuaderno de apuntes. Al parecer, la última clase a la que asistió trató sobre la teoría de los mitos y los símbolos.
El forense esbozó un gesto con las cejas que podía interpretarse como interés o curiosidad, pero no se mostró muy dispuesto a hacer cábalas.
– Con la autopsia sabremos más -farfulló mientras se rascaba una ceja.
El comisario se volvió hacia él resoplando como un toro de lidia.
– Ya sé que con la autopsia sabremos más -le soltó, destemplado. A veces Arias lo sacaba de quicio-. Lo que quiero es que me des una primera impresión. Alguna tendrás… -Castro golpeó varias veces los pies contra el suelo para sacudirse el frío, resignado a sacar sus propias conclusiones mientras blasfemaba en silencio con los ojos clavados en la trama de rombos que formaban los baldosines.
Cuando ya daba por descontado que no iba a obtener ninguna respuesta, el forense miró de nuevo hacia el interior, donde se hallaba el cadáver de la chica, tendido ahora sobre un hule de plástico, y expulsó todo el humo de golpe.
– No me gusta -dijo-, si quieres saberlo.
Había dejado de llover, pero el aire todavía era denso, con restos de humedad y jirones de niebla. Castro miró intranquilo hacia las ventanas enrejadas y grises del convento de San Pelayo con su clausura de siglos. Tanto la plaza de la Quintana como su escalinata se hallaban desiertas a aquella hora de la mañana, iluminadas sólo a ráfagas por el azul de una sirena policial que destellaba intermitente desde la esquina de los soportales.
Fue entonces cuando se acordó de la canción del peregrino:
Todos los caminos del mundo acaban en ti.
En tus piedras llevas sangre de siglos que mueren aquí.
– Joder -dijo-. Menuda manera de empezar el día.
II
Febrero es un mes tranquilo en la redacción de un periódico local, aunque lo cierto es que el resto de los meses tampoco pasa nada especial. Ésta es una ciudad apacible, con su catedral, su casco histórico y sus placitas de piedra donde a media tarde, si no llueve, las madres sacan a sus niños a pasear y se sientan en los bancos a hablar de pañales y de papillas infantiles. Las campanas le dan un toque medieval que tiene su punto, pero para una aspirante a periodista que forjó su vocación leyendo El americano impasible digamos que Santiago de Compostela no era precisamente el corazón del mundo. El primer día que Laura Márquez empezó a trabajar como becaria en El Heraldo Gallego supo que no era la clase de destino con el que habría soñado Graham Greene. Llamó con los nudillos al despacho del director, asomó la cabeza y recibió la primera lección importante de periodismo.
– ¿Y ésta quién es? -preguntó el director dirigiéndose al tipo que tenía al lado con un fax en la mano y una corbata de color mostaza con la efigie de Bugs Bunny.
– La nueva -le contestó el de la corbata.
– Soy Laura Márquez -se presentó ella adelantándose unos pasos y alargando la mano, esforzándose por saludar con cortesía-. Acabo de incorporarme.
– Muy bien, Laura Márquez. Para empezar, ¿por qué no nos subes un par de cortados? -le soltó el jefe, y continuó hablando con el otro como si ella se hubiera vuelto invisible.
Fue una bienvenida en toda regla. De eso hacía exactamente cinco meses, tres semanas y un día. Y en todo ese tiempo la chica había llegado a la conclusión de que se puede sobrevivir titulando teletipos en la sección de cultura.
¿Cómo había llegado hasta allí? Bueno, ésa es una historia más larga. Hay que decir que arrastraba la leyenda negra de haber publicado una novelita. Nada, apenas ciento cincuenta páginas. Una historia sobre un marinero al que no conocía nadie. Pero eso en el entorno del periodismo es fatal. Todo el mundo lo sabe. Al escritor que es periodista se le supone una terrible lucha interna, como si trabajara con partes distintas del cerebro al escribir un cuento o un reportaje. Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Se le considera un agente doble. Nadie se fía de él, y lo más fácil es que acabe redactando la sección de cine y espectáculos de una ciudad perdida con campanas y soportales. Vale, no era la clase de vida que ella había imaginado en la facultad: Hemingway y Martha Gellhorn en la guerra civil española, Woodward y Bernstein, los héroes del Washington Post, Kapuscinski, Manu Leguineche y todos los demás. Con veinte años cualquiera cree en la inmortalidad. Luego viene la vida y sus rebajas. Y a fin de cuentas, ahí era adonde había ido a parar la juventud dorada del país: a la sección de cultura de los periódicos locales, que es como decir al limbo, un cajón de sastre donde se acaba destinando a los que nadie sabe muy bien adónde enviar. Jóvenes versátiles que lo mismo pueden cubrir una rueda de prensa que escribir un pregón de fiestas o la necrológica de una vieja gloria local si se tercia. Chicos listos, irónicos, con una ironía algo adolescente, tímidos, poco sociables, en ocasiones amorales y casi siempre solitarios. Tienen sus mitos dentro de la profesión como todo el mundo, conocen la máxima de Dylan Thomas según la cual un buen periodista debe procurar por encima de todo ser bien recibido en el depósito de cadáveres. Sienten debilidad por algunos poetas, como T. S. Eliot, al que pueden citar de corrido: «Agua caliente a las diez. Y si llueve, un coche cerrado a las cuatro.» Incluso llegan a escribir sus propios versos en los ratos libres, que por supuesto firman con seudónimo y a veces se quedan absortos mirando el remolino que forma la espuma en el fregadero sin pensar en nada, como solía pasarle cada vez con más frecuencia a Laura Márquez. Una generación sin mucho futuro. Aunque no sé por qué demonios hay que meter a su generación en esto. Cada cual ya tiene bastante con sus propios asuntos.