Márquez soltó un alarido cuando notó un puñetazo seco y profesional en los riñones. El golpe sonó como un crujido de silla astillada. Estaba segura de que aquel bestia le había roto algo. A partir de ese momento la noche se volvió turbia, y las sensaciones exteriores se fueron distanciando, como si estuviera contemplándolas a cámara lenta entre la humedad de la laguna y la niebla de su cerebro: el cielo estrellado, los árboles, el tejado de uralita de la nave, los camiones, el río…, como si todo formara parte de un mal sueño del que, de un momento a otro, fuera a despertarse. Pero cuando volvió a abrir los ojos la situación no había hecho más que empeorar. Tenía una mano enorme alrededor del cuello, apretada como un grillete, y una pistola apuntándole a bocajarro.
– ¡Arriba! -le ordenó él con voz cortante.
Intentó incorporarse, pero las piernas no la sostenían. De un solo movimiento el tipo la levantó por el aire como una marioneta de trapo y la sostuvo así unos segundos, pataleando en el vacío. Después, sin soltarla, empujó con la cadera el portón de la nave y la lanzó al interior como quien tira un fardo ligero. Los sacos de plástico de color butano amortiguaron el golpe. Luego atrancó la puerta.
– ¿Ves lo que trae andar metiendo las narices donde no te llaman? -la miraba con expresión apenada, como si realmente lamentara tener que castigarla.
Márquez trató de hacerse una idea de sus posibilidades mirando alrededor. Vio las herramientas apoyadas en un rincón a pocos pasos. Si solamente fuera capaz de mantenerse en pie. Se apoyó en un saco e hizo amago de levantarse.
– ¡Quieta! -gritó él con severidad, volviendo a sacarse el arma de la cinturilla del pantalón-. No se te ocurra hacer ninguna tontería si no quieres que te arranque la cabeza. ¡Joder!, pero ¿con quién cojones os creéis que estáis tratando?
– Otra muerte no haría más que empeorar las cosas -le soltó ella, desafiante. Su única posibilidad era ganar tiempo. Tenía que hablar, decir lo que fuera…-. No creerá que la policía va a dejar esto así como así, ¿verdad?
– Francamente, chica, creí que eras más lista.
– Un cadáver siempre es un problema -continuó Márquez-. Fue lo que les ocurrió con Patricia Pálmer, ¿no es cierto? Tal vez no habían pensado matarla, sólo asustarla un poco, pero estas cosas nunca se sabe cómo terminan. No es muy difícil hacerse una idea de lo que sucedió. -Márquez no podía parar de hablar-. Planearon deshacerse del cuerpo tirándolo a la laguna, pero algo salió mal en el último momento, ¿verdad? Dígame, ¿qué fue lo que ocurrió? ¿Se les olvidó algo? ¿No contaron con que podía haber otro testigo? ¿Cómo les sentó saber que habían dejado un cabo suelto?
El tipo se llevó un índice a la sien y lo hizo girar como si Márquez no estuviera en sus cabales.
– Dígame, por curiosidad -siguió ella como si tal cosa-, ¿por qué motivo eligieron la catedral? ¿Querían que pareciera un asesinato ritual o es que buscaban la bendición del apóstol?
– Estás como un auténtico cencerro… -dijo él.
Una chica de rasgos medio orientales metida en un chubasquero de talla XL con capucha de franciscano que hablaba por los codos no era exactamente lo que esperaba encontrar. Estaba acostumbrado a otra clase de encargos.
– Lo que más me intriga, sin embargo, es el asunto del manuscrito -siguió Márquez-. ¿Por qué les interesaba el Liber apologéticas? Es difícil entender cómo un simple libro puede causar tantos problemas…
– ¡Qué libro ni qué cojones! -exclamó el tipo con cara de haber agotado hasta la última gota de su paciencia-. Mira, guapa, no tengo la más remota idea de qué me estás hablando, pero me importa una mierda. Así que mejor cállate la boca de una puta vez, ¿de acuerdo? Tengo cosas en las que pensar.
Ambos se midieron la mirada en silencio. Luego el individuo encendió un cigarrillo con la izquierda sin soltar la pistola.
– ¿Estamos esperando algo? -preguntó Márquez.
– Una llamada -contestó él con calma, sacando un teléfono móvil del bolsillo delantero del mono-. Pero, tranquila, no serán más que unos minutos -añadió con sorna.
Márquez sintió que una arcada le subía a la boca. Había poco futuro en todo aquello. El cuerpo le pesaba como plomo. Miró de soslayo las herramientas junto al portón. Tenía que intentarlo. Estaba apoyada con una mano y una rodilla en el suelo, como esos boxeadores noqueados que no son capaces de ponerse en pie mientras el árbitro cuenta hasta diez. El tipo la observaba lleno de curiosidad, como si se preguntara qué sería lo próximo que se le iba a ocurrir hacer.
– Hay que reconocer que arrestos no te faltan -dijo.
En ese momento Márquez intuyó un movimiento al fondo, cerca del canal de desagüe, y se quedó parada. No distinguía muy bien la silueta, pero le pareció que era Robín quien se acercaba por detrás con una barra de hierro. Se movía con el sigilo del último guerrero salvaje de la última tribu perdida. Márquez parpadeó con asombro al verlo levantar la barra por el aire como un lanzador de jabalina y estrellarla contra la cabeza del matón. Fue un golpe brutal, y ella aprovechó la situación para arrastrarse a gatas hasta donde estaban las herramientas. Cogió la guadaña, tomó impulso y se dispuso a embestir al tipo por el costado derecho, bajo el brazo con el que sostenía la pistola. A continuación sonó el impacto de un disparo.
– ¡Corre! -oyó que gritaba el chico mientras se desplomaba con una mancha oscura de sangre borrándole el rostro.
Márquez intentó ponerse en pie con dificultad. El tipo se volvió hacia ella. Ahora o nunca, pensó. Obstinada, cogió la guadaña en un último esfuerzo y se abalanzó sobre él. Le pareció que el individuo levantaba las manos para protegerse la cabeza, pero no estaba segura de haberle dado. Volvió a intentarlo de nuevo, giró el cuerpo en semicírculo y describió una curva de abajo hacia arriba recordando las enseñanzas de su profesor de esgrima respecto a la distancia y al juego de pies. Esta vez, el filo de la hoja penetró en el cuerpo en diagonal.
Lo oyó blasfemar entre dientes sangrando como un carnero por el cuello, pero todavía sostenía la pistola. El primer disparo le rozó en la parte exterior de la cadera. El tipo estaba tocado, ya no era capaz de apuntar con precisión. Márquez pensó que si conseguía guarecerse detrás de los sacos tal vez tuviera alguna posibilidad. Pero la segunda bala la alcanzó de lleno bajo el hombro izquierdo.
El tiempo se detuvo. Ya no se movió. Cayó de rodillas. Se quedó quieta, sorprendida de no sentir dolor, instalada en el interior de una burbuja sin aire, esperando a que el tipo se acercara más para rematarla. La tercera bala ya no la oiré, pensó como si no fuera con ella, con una clarividencia parecida a esos momentos fugaces de racionalidad que surgen a veces en medio de un sueño. Sintió el contacto del acero en la sien y cerró los ojos.
Después oyó muy cerca un ruido metálico y seco que al principio no supo identificar, pero al pasar los segundos se dio cuenta de que no podía ser otra cosa que el gatillo de una pistola encasquillada.
Con la cara contra el suelo todos los sonidos se oyen amplificados, los latidos fuertes y desacompasados de la sangre en la sien, las pisadas de un topo escarbando la tierra, el golpe de un cuerpo derribado a plomo encima de ella, la señal musical de un móvil que no para de sonar. La sintonía era conocida, una de esas canciones que se oyen en las romerías gallegas y las fiestas populares. Luego sólo silencio.
Oscuridad.
XXI