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Castro aún no lo sabía, pero aquélla iba a ser una noche muy larga. Se estiró la americana, se atusó el pelo y se preparó para el desenlace como el actor veterano que se dirige al último acto. Por más errores que pudiera haber cometido en el transcurso de la investigación, el último combate debía librarse limpiamente. El interrogatorio es un arte de temple. Nada debe interferir en él. Ni el cansancio ni la piedad. Un último baile sin máscara ejecutado con precisión, de un modo implacable.

– Vamos allá -se dijo encaminándose por el pasillo hacia la sala de interrogatorios mientras se colocaba la camisa por dentro del pantalón y ponía el reloj en hora. Pasaban unos minutos de las siete de la tarde.

El padre Barcia estaba encogido en su silla con los hombros hundidos, sin probar el vaso de agua que un agente le había puesto encima de la mesa. Sobre la pared del fondo seguían las fotografías de Patricia Pálmer, que también habían servido de escenografía para el interrogatorio improvisado de Ginés de Santa Olalla.

El aspecto del deán había empeorado considerablemente en los últimos días, llevaba el alzacuello medio caído, como si su cuerpo hubiera perdido peso y consistencia, y la sotana llena de manchas. Contestó al saludo del comisario con un imperceptible movimiento de cabeza.

– En su declaración original -comenzó Castro- aseguró usted que nunca había visto a Patricia Pálmer antes de que apareciera su cuerpo en la catedral, ¿no es cierto, padre?

– Así es -asintió el sacerdote con un carraspeo.

– ¿Está seguro? Piénselo bien -dijo el comisario despegando algunas de las imágenes de la pared del fondo-. Mire la foto. ¿Seguro que no recuerda haberla visto alguna vez en misa, en la sacristía o por algún lugar?… No era una chica que pasara desapercibida. Alta, pelirroja…

El sacerdote miraba hacia un punto indefinido del espacio por encima de los hombros del comisario.

– No la había visto nunca, ya se lo he dicho.

– De acuerdo.

Castro bebió un trago de agua fría. Era el comienzo que esperaba. Uno de los testigos, una mujer que asistía habitualmente al rosario de la tarde, había reconocido a la chica y aseguraba haberla visto hablando en la sacristía con el padre Barcia al menos en dos ocasiones. A partir del primer renuncio, obtener una confesión era sólo cuestión de tiempo. El comisario volvió a depositar el vaso sobre la mesa y desvió hábilmente la conversación hacia cuestiones cotidianas a las que el sacerdote pudiera responder cómodamente sin ponerse a la defensiva.

Un cuarto de hora después, conforme al plan previsto, un agente entró en la sala de interrogatorios y se acercó a Castro para comentarle algo al oído. Acto seguido el comisario abandonó la sala por unos minutos. Cuando volvió a entrar, su rostro tenía una expresión adusta.

– Padre Barcia -dijo inclinándose hacia él con voz solemne-, acaban de confirmarme del departamento técnico que uno de los objetos hallados en el registro de su domicilio podría corresponder al arma del crimen. Se trata de un mazo de entallador. -Castro pulsó un timbre y un policía de uniforme entró con la herramienta y la depositó encima de la mesa-. ¿Lo reconoce?

Los ojos opacos del sacerdote miraron al vacío con desamparo. Después de unos segundos interminables asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.

– Bien, vamos a ir al grano, si le parece. Usted sabe perfectamente por qué le hemos traído aquí, ¿verdad? Patricia Pálmer no forzó ninguna cerradura para entrar en la catedral porque alguien le dio una llave de la puerta de acceso. Santa Olalla conserva la suya; sin embargo, usted parece haberla extraviado. ¿Qué cree que puede significar eso?

– Usted sabrá…

– Vamos, padre… Esto no va a ser fácil para ninguno de los dos, pero de usted depende que acabemos lo antes posible. Su coartada para el día de autos, siento decírselo, es bastante endeble. La mujer de la limpieza que trabaja en su casa no pudo responder por usted, como le habría gustado, por la simple razón de que en el intervalo de tiempo que estamos investigando no se hallaba en la casa rectoral. Mire, padre, yo sé que usted es un hombre de fe -dijo Castro con mucha suavidad-. Ha dedicado su vida a Dios. Estoy seguro de que no quería hacerlo. Usted nunca mataría a nadie si no lo creyera necesario.

Las manos del sacerdote empezaron a temblar incontroladamente y trató de ocultarlas bajo la mesa. El comisario se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa, tomándose su tiempo.

– ¿Qué fue lo que le hizo esa chica, padre? -dijo inclinándose sobre su silla.

El sacerdote estaba conteniendo la respiración. Su rostro había adquirido la rigidez del cuero viejo y sus labios empezaban a amoratarse.

– Era un demonio -dijo al fin soltando todo el aire de golpe.

– ¿Qué quiere decir?

– Tenía la marca de Satanás -exclamó el cura con aprensión. Una rápida asociación de ideas le hizo recordar a Castro que la chica llevaba las zapatillas calzadas del revés-. Soy un hombre mayor, comisario -continuó el anciano-, he visto muchas cosas a lo largo de mi vida. Y créame -dijo aferrándose al brazo de Castro-, estoy acostumbrado a reconocer las argucias del Maligno cuando se presenta bajo cualquier apariencia. Fíjese si sería el diablo que al principio casi consiguió engañarme. Parecía un ángel… -El sacerdote se llevó la mano a la frente con un ademán evocador y permaneció así unos segundos, como si se hubiera abstraído, pero enseguida retomó el hilo-. Fingió interesarse por nuestra orden. La dejamos asistir a las ceremonias reservadas exclusivamente a nuestros fieles, como una más de nosotros. -Castro se preguntó qué clase de ceremonias serían ésas, y si se celebrarían en el convento de la calle Jerusalén, pero prefirió no interrumpir al anciano-. Debería haberme dado cuenta de su verdadera naturaleza la primera vez que mencionó el libro del hereje -continuó el sacerdote-. Los lobos tienen sus madrigueras, y el buen pastor nunca puede bajar la guardia. Pero hasta que se presentó en la catedral y la oí hablar por boca de su maestro no supe que estaba poseída.

– ¿Su maestro? -se interesó el comisario, siguiéndole la corriente.

– Sí. Uno de esos filósofos de pericia diabólica que adiestran a sus alumnos en los principios del mal. Cuando la universidad pidió el manuscrito para su estudio, hice cuanto pude para impedir que cayera en sus manos, pero a pesar de ello obtuvieron el permiso del arzobispado. El enemigo es poderoso y tiene aliados hasta en el Vaticano.

– Así que fue usted quien redactó el oficio de denegación…

– Era mi deber. Bien sabe Dios que el priscilianismo fue el origen de todos nuestros males… -El anciano miró hacia arriba, como quien pone a Dios por testigo-. No pude evitar que el libro saliera de nuestro archivo, pero al menos conseguí ocultarles el opúsculo, que es la parte más venenosa, donde el hereje esparce a los cuatro vientos la semilla del diablo; donde acerca el sacerdocio a la mujer, que es la esencia del pecado, la causa de la expulsión del Paraíso, el comienzo del cautiverio, un ser vil, pérfido, fallido. El rostro del sacerdote se iba amoratando. Conforme aumentaba su ira, se iba envalentonando. Ya no parecía un anciano desamparado, sino un sumo sacerdote imbuido de la cólera divina-. Razón tenía san Agustín: «Femina est mas occasionatus» -citó como un profeta-. Cada palabra escrita por el hereje ha destruido una parte de la fe que la Iglesia ha necesitado siglos para construir, pero en ese opúsculo su lengua bífida adquiere la fuerza destructiva de mil serpientes. Si su mensaje llegase a oídos de la gente, sería como entregarle en mano a Satán el arma con la que aniquilarnos. Sería el triunfo del averno. ¿Qué quería que hiciese? Usted no puede entenderlo, pero a veces el pastor se ve obligado a sacrificar alguna oveja para salvar el rebaño…