El sacerdote se calló. El silencio en el interior de la sala parecía una burbuja hermética. Después del arrebato místico, el padre Barcia arqueó por completo la espalda y dejó caer la cabeza hasta tocar el pecho con la barbilla, un síntoma de cansancio que Castro conocía perfectamente. No se trataba de algo físico, sino moral, una especie de decaimiento que había percibido muchas veces en los interrogatorios cuando el sospechoso estaba a punto de venirse abajo en el instante previo a la confesión. Por un segundo el silencio pareció solidificarse y la sala se volvió más fría, como si hubiera entrado una corriente de aire por la ventana. El comisario supo que había llegado el momento. Pero entonces, de pronto, el timbre de alarma de la centralita le estalló en los oídos como un trallazo.
A continuación se produjo un estrépito de pasos a la carrera, de voces alarmadas y puertas que se abrían y se cerraban. Varias cabezas se agolparon al mismo tiempo en la sala de transmisiones, una oficina pequeña con una mesa de sonido llena de mandos y luces intermitentes, igual que una emisora de radio.
– ¿Qué pasa?
– Son Romaní y Raselcrau, jefe -dijo un agente joven de gafas con los auriculares colgados al cuello.
– ¿Rasel qué? -preguntó Castro.
– Perdón, señor, el agente Zárate, quería decir. Parece que hay varios muertos.
La comisaría se convirtió en un enjambre de actividad febril. El padre Barcia, entretanto, permanecía sentado sin que nadie le hiciera mucho caso. Alguien le tomó las huellas digitales y luego le dio un paño sucio que olía a alcohol para que se limpiara. Otro agente le hizo bajar por una escalera y lo llevó a una habitación blanca donde le tomaron fotografías de frente y de perfil. Lo llevaban y lo traían de un lado a otro como un fardo con el que nadie sabe muy bien qué hacer. Su importancia había pasado a segundo plano.
La voz de Castro llamó por megafonía a todas las unidades. Cuatro coches patrulla esperaban con los motores en marcha en la plaza Rodrigo de Padrón. El comisario dio las órdenes pertinentes y subió al primer coche, conducido por un policía veterano de rostro sanguíneo. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y extrajo un paquete de Winston. Así no había Dios que dejara de fumar.
– Vamos -ordenó escuetamente.
Desde el asiento del acompañante iba dirigiendo por radio todo el operativo. El trayecto hasta Sietecoros se le hizo eterno. La carretera serpenteaba sinuosa y negra como una culebra en la noche ventosa. Castro tuvo tiempo de repasar mentalmente los elementos del sumario del caso: un manuscrito del siglo IV desaparecido en extrañas circunstancias, una estudiante pelirroja asesinada; un cura iluminado que manejaba las penas del infierno como un inquisidor; una empresa fraudulenta con más tentáculos que un pulpo; un diácono metido a tiburón de las finanzas o a algo peor, y, para acabar de completar el panorama, una periodista de El Heraldo que había desaparecido del mapa sin dejar rastro. La voz de alarma sobre la reportera la había dado Villamil a primera hora con cierta preocupación paternalista. En un primer momento Castro no le dio más importancia. Bastante tenían ya con lo suyo como para ocuparse encima de una becaria desmandada. Pero ahora pensaba en ello soliviantado por un presagio siniestro, con el cigarrillo casi consumido, la brasa quemándole entre los dedos. Aplastó la colilla contra la suela de su zapato y la tiró por la ventanilla. Después marcó el teléfono de Villamil.
El periodista se hallaba cenando en la cocina de su casa, con un sándwich de jamón y pepinillos entre dientes y una película de fondo cuando oyó el móvil que se estaba cargando en el enchufe de la tostadora eléctrica. No había tenido ni un minuto para comer. Lo que se dice un día de perros. Hay días así; todo el mundo los tiene. Días en que el tiempo se desliza por la pendiente como un patín de hielo, en que nadie encuentra la pieza que busca, en que la redacción de un periódico se convierte en un corral de gallos donde hasta los becarios en prácticas van a su puta bola, sin dignarse dar señales de vida. En días como ésos, un periodista no aspira en absoluto a arreglar el mundo, sino sólo a que éste le dé por saco lo menos posible. Para Villamil la mejor forma de conseguirlo era encerrarse en su cubículo como un perfecto ermitaño antisocial rodeado de comida basura y latas de cerveza y ponerse en el vídeo su western preferido. En ésas estaba cuando sonó el teléfono. El periodista se levantó de mala gana al oír la llamada y, sin apartar la vista de la pantalla, se colocó el móvil entre el hombro y la oreja.
– ¿Sí? -respondió mientras los malos le daban estopa a John Wayne en Río Bravo.
– Ha habido un tiroteo en Sietecoros -soltó Castro sin más preámbulos-. Parece que hay una chica entre los heridos.
Si se hubiera tratado de un bombardeo aéreo, Villamil no habría reaccionado más de prisa. Se enfundó la cazadora de cuero y salió disparado hacia el garaje. Conocía la carretera como la palma de su mano. Desde Escravitude tomó un atajo a través de la pista forestal y llegó al lugar apenas siete minutos después que la policía.
Había varios agentes con perros siguiendo un rastro alrededor de la laguna, a unos doscientos metros de la granja. Los destellos azules de las sirenas cruzando sus haces en diagonales de luz con un recuerdo de reflectores antiaéreos, el viento, las linternas moviéndose entre los troncos finos de los eucaliptos, las siluetas de los policías horadando apenas la noche, entrando y saliendo de la nave, etiquetando sus hallazgos en bolsas de plástico. Había tanta gente deambulando de un sitio a otro que Villamil no sabía hacia a dónde mirar. De pronto se fijó en dos enfermeros que transportaban una camilla con un cuerpo envuelto en una funda hermética y plateada, cerrada con cremallera. Por un momento se le paralizó el corazón.
– La chica está ahí -dijo Castro acompañándolo hasta otra ambulancia situada unos metros más atrás-. No sé exactamente qué ha pasado, pero parece que se ha cargado a un hombre de los Miñocas.
– ¡¿Márquez?! -preguntó Villamil sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo.
Junto a la camilla, un médico bajito y rubio le estaba colocando una vía en el brazo. Había un armazón para el gotero con una bolsa de plástico llena de un líquido transparente. Márquez tenía el chubasquero lleno de sangre y la cara completamente lívida, los labios sin pizca de color. Parecía muy joven y muy sola.
– No sabía que ahora contrataran ustedes a menores de edad -soltó Castro al verla de cerca.
– No me joda -gruñó el periodista mientras se acomodaba en un hueco al lado de la camilla con el corazón alojado en la boca.
Apenas sabía nada de Márquez aparte de que era singular y de que estaba sola en el mundo. Sin embargo, pocas personas lo habían conmovido tanto en su vida como aquella periodista flaca que vivía en su propio mundo. No se parecía en nada a su ideal de chica lánguida y femenina que deshojaba una flor a la orilla de un lago. Márquez pertenecía a otra estirpe ingobernable y testaruda. Pero había una desproporcionada osadía en su modo de funcionar. Hacía las cosas a su manera, impulsada por estímulos y pensamientos más complejos de lo que permitían suponer su edad y su apariencia. El pelo corto, los andares de muchacho, aquella manera suya de entrar en batalla, por su cuenta y riesgo, sin encomendarse a nadie, era algo que a Villamil lo desarmaba por dentro.