El dolor vuelve a martillearle. Cada vez que toma aire siente una contracción en el pecho. Abre los ojos. La habitación ha cambiado. Ahora las paredes no son de azulejo, sino de un tono crema. A su lado hay una cama vacía. A su izquierda, una ventana con persianas Gradulux y encima un reloj grande. Ve cómo tiembla la aguja del minutero cada vez que da el salto hacia la siguiente línea. Son las 8.20 de la mañana, pero no sabe de qué día. Mira alrededor con los ojos entreabiertos. Hay un jarrón con flores encima de la mesita. Hortensias azules. También un oso de peluche grande de color miel que lleva puestos los auriculares de su mp3. Está envuelto en papel de celofán con un lazo rojo junto a otros regalos. Tiene el vago recuerdo de haber visto pasar una procesión de caras conocidas del periódico: Piñeiro, el redactor de cultura, Luis Airoso, Curra Miralles, Elenita de Tomás y hasta el cabrón del director. Recuerda su nariz delgada y huesuda como un dedo cuando se inclinó sobre la cama, murmurando: «Como no te pongas bien, me vas a oír, Márquez.» Estar a punto de morir tiene sus ventajas. Los compañeros te miran de otra forma, incluso los jefes se vuelven algo más comprensivos, aunque sin exagerar.
Pero al tipo de la gabardina con el pelo cortado a navaja que permanece de pie junto a la ventana no lo reconoce. Desde luego no es del periódico. Juega con la varilla de la persiana. Abre y cierra. Cierra y abre. Aunque va vestido de paisano, tiene un aire inconfundible de policía.
Una enfermera con pantalones blancos y zuecos le cambia la cánula del brazo y le remete las sabanas por debajo del colchón. Pregunta si han localizado ya a algún pariente.
– No. Ni padres, ni hermanos, ni familia. -La voz que responde es la de Villamil, y su tono suena seco y reconcentrado. Lleva varios días al pie de su cama como un leal centinela-. No tiene a nadie.
– Pues necesitará que alguien se ocupe de ella cuando le den el alta -apunta la enfermera-. Tardará en recuperarse del todo.
– Yo me hago cargo -responde el periodista sin vacilar.
– Espero que no sea peligrosa -insinúa la enfermera.
– ¿Por qué lo dice?
– He oído que ha matado a un hombre, y como han mandado ponerle vigilancia en la puerta…
– Tranquilícese, no está detenida -responde el policía, dejando de jugar con la varilla del Gradulux-. Sólo es una medida preventiva. Necesitamos tomarle declaración en cuanto los médicos nos den permiso para hacerlo. Es nuestra única baza -añade mirando a Villamil-. El chico ha muerto.
Márquez traga saliva. Ha oído perfectamente. Sabe que se refiere a Robin. ¿Será una maldición? ¿Estará condenada a perder a aquellos a quienes intenta ayudar durante toda su puta vida? Dos muertos son demasiados muertos. Intenta decir algo pero no le salen las palabras. Quiere comunicarse de alguna manera. Mueve la cabeza hacia los lados en señal de negación y levanta violentamente sus brazos huesudos con los dedos abiertos, como si quisiera romper algo. El vaso de cristal que había en la mesilla se deshace en añicos contra el suelo.
– ¿Quieren hacer el favor de hablar más bajo? -protesta la enfermera mientras le administra un tranquilizante por vía intravenosa.
Ahora Márquez se siente mucho mejor. Puede respirar sin que le duela pero sigue teniendo las manos frías. La inyección la va sumiendo en un remanso de paz. Tengo que cerrar los ojos un momento -piensa-. Luego los volveré a abrir. Sólo necesito dormir un poco. Arrebujada entre las sábanas, intenta conciliar el sueño hasta que poco a poco su subconsciente va llevándola a un paisaje de novela gótica poblado de campesinos descalzos, obispos taimados y demonios con cabeza de gallo. Ante ella se abre la página de un cuaderno infantil lleno de inscripciones petroglíficas. No es más que una cría de ocho años que juega a adivinar acertijos. Una cosa que cuanto más grande es menos se ve. La oscuridad. Alto, alto como un pino y pesa menos que un comino. El humo. Hay dos ilustraciones casi idénticas en el cuaderno, pero por más que se esfuerza no es capaz de encontrar las diferencias entre una y otra. Se trata de dos xilografías antiguas con forma de óvalo que representan el mismo animal con cabeza de gallo, portando un látigo y un escudo. Márquez levanta la cabeza y se ve reflejada en un espejo con las ojeras muy marcadas. Dentro del azogue Robin sonríe un poco mientras se encoge de hombros. Ella desliza las manos por su espalda hasta revolverle el pelo. Ricitos. Luego se mira las manos y ve que las tiene llenas de sangre. Al chico le han reventado la cabeza de un disparo. Es entonces cuando se da cuenta de la realidad, como si todo encajara. La vida y los sueños, la verdad y su reflejo. Lo comprende de golpe al ver invertida la posición que ocupan ambos en el espejo. El corazón le golpea dentro del pecho como un puño.
Sus pulmones tratan de coger aire desesperadamente. Busca la mesilla de noche a tientas y enciende la lámpara. Son las cuatro y veinte de la madrugada. Villamil dormita a su lado echado en el sofá.
XXIII
Desde el pórtico de la Gloria, las esculturas miran al peregrino con cierta sorna. Las piedras están vivas. Respiran. Hablan por sí solas. Hay que saber escucharlas. Los veinticuatro ancianos del Apocalipsis abren los labios, cuchichean entre sí, se intercambian desde hace siglos los secretos de la catedral bajo las lámparas medievales con olor a sebo de ballena. La sonrisa del profeta Daniel lo dice todo. Todo empezó con una conjunción astral en la noche de los siglos. Después vino la conexión entre las luminarias y las piedras. Así se descubrió la tumba del mártir que creía en la naturaleza. Sobre ese misterio se construyó el mundo. La catedral.
Su creador fue un constructor de puentes, el maestro Mateo, que seguía a los profetas y a los músicos cuando volvían de las tabernas con sus instrumentos. Bajaban por el callejón de las trompas con los carrillos enrojecidos por el vino y saludaban por el camino a los cortejos medievales que recorrían las calles. Los pantalones peludos, las máscaras en el rostro y las sandalias del demonio. Después el escultor ascendió a toda la comitiva al pórtico de la Gloria.
Castro no era un tipo de fe, pero tenía sensibilidad para captar la poesía. De niño su madre lo había llevado a la catedral para que chocara su cabeza con la del maestro Mateo como cualquier crío gallego al tener uso de razón. El contacto con la piedra matriz. Nadie supo nunca si el maestro creía o no creía o en qué creía. La imagen del escultor está a ras del suelo en la parte posterior del parteluz, mirando hacia el altar. No es ningún santo que figure en el santoral, pero el pueblo lo ha canonizado por cuenta propia y sigue religiosamente ese ritual pagano desde hace siglos. A ver qué más milagro quieren los curas que semejante pórtico de piedra.
El comisario paseaba solo por la nave central del templo en dirección a la capilla mayor, donde hacía casi tres semanas había aparecido el cuerpo sin vida de Patricia Pálmer contra el respaldo de madera del coro. En aquel momento no había pensado ni por asomo que el caso pudiera complicarse tanto.
Cuando llegaba al final, le gustaba recapitular a solas. Buscó el frescor y el silencio de la catedral. Estaba convencido de que una investigación policial sólo servía para explicar las cosas en parte. Estaba claro que había llegado al fondo de la verdad en algunas cosas, pero desde luego no a toda la verdad.
La otra parte de la investigación se hallaba ahora en manos de Delitos Fiscales. El informe de la policía científica sobre el caso Ferticeltia no dejaba lugar a dudas. Empezaba por el Agromax. Historial del producto, residuos y efectos medioambientales. Continuaba con los sobornos a funcionarios de Sanidad con los que se había conseguido la validación del mismo, compra de registros y licencia de exportación. Lo de los vertidos era un asunto feo, pero había cosas peores. Entre otras lindezas había constancia documental probada de la costosa campaña de presentación del abono en una lujosa casa rural de Cambados a la que no faltó ninguno de los hombres fuertes de los Miñocas, principal clan familiar de las Rías Baixas. Ostras, percebes, whiskys selectísimos, compañía femenina y masajistas tailandesas contratadas especialmente para la ocasión. Sólo con aquello había munición suficiente para empapelar a la empresa por corrupción, colaboración con el narcotráfico y delito contra la salud pública, lo que de momento significaba echar el candado a la fábrica por una larga temporada.