– ¿Y el otro cura, el de Caldas? -se interesó el forense.
– Ah…, Antón Fraguas. Bueno, ése es otro cantar. La Conferencia Episcopal daría cualquier cosa por verlo expulsado de su parroquia. Hace años que el cura de Caldas es la pesadilla particular de monseñor Souto Gadea. Estoy seguro de que estaba al tanto del asunto del manuscrito, pero no soltó prenda. Se acogió al secreto de confesión. Es un priscilianista convencido, igual que la chica. Actúan como una logia. Juran la inviolabilidad de los secretos del grupo aun a costa de mentir. «Iura, periura, secretum prodere noli» -dijo recordando las clases de latín de los hermanos maristas-. Pero hay que reconocer que, desde un punto de vista doctrinal, algunas de sus tesis son fascinantes.
– No te hacía tan aficionado a las cuestiones teológicas.
– Digamos que en ciertas circunstancias me caen bien los perdedores. Ya lo dijo alguien: los santos son herejes que tienen éxito, y los herejes son santos fracasados. Prisciliano puso en cuestión demasiadas cosas y le tocó perder. Así es la vida -el comisario moduló una sonrisa de perro viejo-. Estoy seguro de que si la ciencia moderna probara que en la urna de plata no están los huesos del apóstol Santiago, la fe de los peregrinos no cambiaría ni un ápice. A la gente le trae sin cuidado quién demonios está enterrado en la catedral.
– En eso tienes razón.
Un grupo de turistas extranjeros con impermeables amarillos y mochilas atravesaba la plaza en ese momento en dirección a la catedral siguiendo un plano de viaje. Mujeres de edad intermedia, cuarenta o cincuenta años, y hombres rubios fornidos. Noruegos o suecos, sin duda. Algunos portaban el bastón con la concha del peregrino.
– Mira -dijo Castro entre dientes mientras encendía un cigarrillo-. Apuesto a que ésos no han oído hablar de Prisciliano en su puta vida.
El forense siguió al grupo con la mirada a través del cristal por toda la plaza, donde el sol acababa de encontrar un hueco entre las nubes.
25 de mayo de 2007
Estación de Santa Apolónia, Lisboa
Bullicio matinal de llegadas y salidas. Hebras de luz blanca filtrándose a través de la estructura metálica modernista, llenando el vestíbulo de un aire abierto y cosmopolita. Carros de equipaje, paneles informativos, rostros en fuga de viajeros saliendo a la mañana ajetreada y laboral.
El expreso procedente de Santiago hizo su entrada por la vía uno del andén principal en medio de una vaharada densa, profundamente ferroviaria. Márquez bajó del tren con una pequeña mochila a la espalda y las cicatrices todavía frescas. Estaba flaca como un silbido. Llevaba puestos unos tejanos muy gastados, una camiseta de algodón y un jersey de color crudo atado a la cintura. Aquellos arcos de hierro ejercían un poderoso magnetismo sobre ella. Villamil le había dicho en una ocasión que algunas personas llevan un hilo oscuro cosido en su interior. El periodista la seguía con una bolsa de cuero cruzada al hombro y esa especie de condescendencia escéptica que lo caracterizaba.
El sol relumbraba con brillos primaverales en todas las esquinas, una estampa de cierta felicidad al alcance de cualquiera, como ver a la gente leyendo en los parques cuando el sol calienta los bancos de madera. Mientras se dirigían a la parada de taxis, ella se puso unas gafas de sol de color tostado que parecían alargar insólitamente la perspectiva de las calles con el tono sepia de los recuerdos. Durante un tiempo había creído olvidar todos los rostros, todos los nombres… Pero, claro, es un decir. Nada se olvida.
Estaba de buen humor. Un par de veces pasó su brazo por el hombro del periodista con un gesto espontáneo y franco, como si buscara un punto de apoyo. Todavía cojeaba un poco. Lo hizo de un modo natural, igual que dos viejos camaradas de armas que regresan juntos al campo de batalla.
Se acomodaron en el asiento trasero del taxi, mirando el tráfico de alrededor a través de la ventanilla como un territorio sin conquistar pero no del todo desconocido. Lisboa. A Márquez le agradaba esa sensación de dejarse conducir por una ciudad extranjera. Era lo más parecido a una tregua con el mundo exterior. Durante el trayecto todo quedaba momentáneamente aplazado, en suspenso. A la espera.
Echó la cabeza hacia atrás contra el respaldo del asiento, hundió las manos en los bolsillos de los vaqueros y empezó a silbar una vieja canción caboverdiana. Sangue de Beirona.
Si había algo que no le gustaba era ir dejando cuentas pendientes por el camino.
NOTA DE LA AUTORA
Tanto la historia como los personajes de esta novela son pura ficción. Que nadie busque por tanto relación con nombres, noticias, hechos o situaciones que puedan resultarle vagamente familiares. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Algunos locales, calles, carreteras han existido pero ya no existen, como la vieja comisaría de la plaza Rodrigo de Padrón; otros han sido convenientemente alterados con la libertad que es privilegio del novelista. Me he tomado también algunas licencias con el Cuerpo Nacional de Policía de Galicia, pero la historia parecía requerir un jefe atípico como Lois Castro. Tampoco quedan ya periódicos como El Heraldo, ni reporteros como Villamil o Laura Márquez. Juntos forman un tándem del estilo Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist a la gallega, con todo lo que ello puede tener de homenaje y de parodia. No son piratas informáticos ni mucho menos, pero hacen lo que pueden. Ambos pertenecen a una especie en extinción. Sin embargo, a la hora de la verdad su instinto de supervivencia funciona. A personajes así no se les quita de en medio tan fácilmente. Quizá vuelvan. Que lo hagan o no es sólo cuestión de tiempo. Y ganas. Al fin y al cabo son personajes ficticios. Si hay algo real en la novela es el escenario en el que transcurren los hechos. Los lectores que conozcan Santiago estarán de acuerdo conmigo: ni Dios sería capaz de inventar una ciudad como Compostela.
Susana Fortes