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– Los de la científica han tomado huellas dactilares de toda la capilla -replicó el forense-. Han rastreado el lugar en el que apareció el cuerpo palmo a palmo. Hay cabellos y rastros de ADN por todas partes…

– Claro -respondió el comisario con sorna-. Aunque no te lo parezca, las capillas suelen ser lugares muy frecuentados. Lo malo es que las personas que los frecuentan no acostumbran a tener antecedentes penales. Vamos, que me juego la cabeza a que las muestras de ADN que nos envíen del laboratorio pertenecerán a encantadoras viejecitas de comunión diaria.

– No te fíes de las viejecitas -ironizó el forense-. Nunca se sabe.

Después se quedó callado y Castro leyó en sus ojos que deseaba decirle algo más. Siempre que se acariciaba la barbilla dubitativo con los dedos índice y pulgar significaba que iba a anunciarle o consultarle algo y no sabía muy bien cómo hacerlo. Arias miró fugazmente por la ventana como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Y, cuando por fin dio con ellas, dijo:

– Además, es posible que contemos con un dato nuevo.

El comisario lo enfiló con la mirada. Su rostro en aquel momento se parecía mucho al de un perro de caza con una oreja al acecho y la pata delantera en alto.

– Soy todo oídos -dijo.

– Puede que no signifique nada, pero…

– No me jodas, Arias. Vete al grano.

– Bueno, parece que poco antes de morir la chica mantuvo relaciones sexuales.

– ¿Quieres decir que fue violada?

– No. No hay indicios de violencia. Ni desgarros, ni sangre, ni señal alguna de resistencia. Debió de ser un contacto consentido.

– Eres la hostia, y ¿cuándo pensabas decírmelo? -el tono no era precisamente el de felicitarle las Pascuas.

– ¿Para qué crees que he venido a verte? -se defendió Arias-. Pensé que de momento preferirías no airear el asunto.

Castro tomó aire y lo dejó salir despacio de los pulmones, como un silbido largo y grave.

– Genial, era lo que nos faltaba para este caso -sentenció con sarcasmo-. ¿Tenemos el ADN del esperma?

– Me temo que la identificación genética no va a ser pan comido -respondió el forense arrastrando las palabras-. La muestra es insuficiente y de baja calidad. Es probable que en el último momento recurrieran al preservativo.

Castro chasqueó los labios, un gesto de contrariedad que hacía a menudo. Sus ojos brillaban ahora como ascuas, pero no de enfado, sino de pura adrenalina. Le ocurría lo mismo que al perro de Pavlov. Al fin y al cabo, también él se había pasado media vida husmeando, rastreando y estableciendo asociaciones. Aquello abría la hipótesis de un posible crimen pasional, aunque Arias tenía razón: de momento lo más sensato sería mantener el dato en secreto.

– ¿Crees que lo hicieron en la catedral?

– A tanto no llego. Puede que sí, pero también es posible que no…

– Vale… -resopló Castro, sabiendo que no iba a obtener una respuesta más concisa del forense ni sometiéndolo al tercer grado.

– ¿Qué quieres que te diga? Hay lugares más idóneos para una cita romántica.

– También para cometer un crimen -le cortó Castro-. Lo que intento saber es si existe alguna relación entre los dos hechos.

Arias venció la tentación de continuar el diálogo por aquel camino que no llevaba a ninguna parte, y se aventuró a hacer una reflexión en voz alta.

– En el noventa por ciento de los casos el lugar de los hechos aporta alguna información esencial para la investigación.

– No me digas -Castro profirió una risita sobrada-. Tengo la impresión de que en esta ocasión no vamos a encontrar muchas pistas en el lugar de los hechos -el comisario hizo una pequeña pausa para aspirar una bocanada de humo entre enigmático y evasivo-, a no ser, claro… -añadió como saliendo de uno de sus trances-, la del lugar mismo.

– ¿Qué quieres decir?

– Hasta ahora el único dato importante que tenemos y lo que convierte esta muerte en un suceso realmente extraño es que no se produce en una casa particular, ni en una discoteca, ni en un parque, ni en el extrarradio, sino dentro de la catedral. Sólo nos queda encontrar el vínculo entre la persona y el lugar y sabremos por dónde empezar a tirar del hilo. ¿Qué demonios hacías allí, Patricia Pálmer? -dijo como si hablara solo.

Castro llevaba trabajando como policía casi la mitad de su vida. Había estado seis años haciendo radiopatrulla municipal en Vigo antes de realizar el curso de formación en La Coruña y aprobarlo con el número uno. Después había ascendido a inspector jefe de la Brigada de Investigación Criminal, la famosa BIC, y un par de años más tarde lo nombraron jefe de homicidios de la comandancia de Santiago de Compostela. Durante los últimos cinco años había participado en alrededor de una veintena de investigaciones de asesinatos. O sea, que no era ningún recién llegado. Sabía perfectamente que en cualquier crimen existe una cadena lógica y sólo hay que saber seguirla. Si un chaval de diecisiete años es hallado muerto por arma blanca en el polígono industrial de Elviña, se trata de hacer indagaciones entre los camellos que estuvieron vendiendo droga en la zona durante las últimas horas. Si el chico lleva una cazadora llena de cadenas y la cabeza rapada, entonces hay que dirigir la investigación hacia las pandillas de skinheads y punkies que rondan por los alrededores de la discoteca Nebraska. Sin embargo, si se trata de otro tipo de locales como Las Quintas o Cielito Lindo, conviene centrarse en las bandas de Latin Kings. Si en la barra de un bar de Cambados o de Vilagarcía de Arousa matan a un tipo descerrajándole dos tiros por la espalda, la investigación debe dirigirse a los clanes del narcotráfico gallego. Si un ama de casa normal y corriente aparece carbonizada en su propia vivienda, atada de pies y manos a la cama, lo primero que hay que averiguar es dónde se hallaba su marido la noche anterior. Había tenido tantos casos de ese tipo que podía decidir los trámites de la investigación con el piloto automático. Pero el asesinato de una estudiante de filosofía en plena catedral se salía de la pauta habitual, era algo a lo que hasta ahora nunca se había enfrentado. No tenía ni idea de por dónde empezar la investigación. Pero en el fondo le encantaba estar otra vez metido de lleno en un caso. La sensación se parecía mucho a saborear un buen whisky escocés, fuerte, seco y cálido en una vieja taberna de pescadores antes de salir a faenar.

Se dirigió de nuevo hacia la mesa y descolgó el auricular.

– Romaní, quiero que Zárate y tú os hagáis con alguna fotografía de la chica y se la enseñéis a los compañeros de clase. Quiero saberlo todo de Patricia Pálmer, desde su expediente académico hasta su talla de sujetador. Un informe completo. ¿Entendido?

A aquellas alturas ya estaba claro que el caso iba a requerir bastante trabajo de calle.

Después colgó el auricular y se volvió hacia Arias.

– Vamos -dijo mientras cogía al vuelo la gabardina del perchero-. Necesito un poco de aire.

No había mucha gente por la calle a aquella ahora, empleados que regresaban a casa tarde después de una jornada prolongada, una mujer con un carrito de niño forrado de plástico entrando en una farmacia, dos tipos con pinta de profesores universitarios saliendo de uno de esos bares de tapeo con banquetas de madera y fuentes de mejillones y empanada de berberechos, un jubilado paseando al perro, una señora de mediana edad cerrando la persiana metálica de una mercería, un barbudo muy alto con zamarra de cuadros y coleta cargando con un instrumento musical, estudiantes encapuchados de camino hacia algún pub donde matar el tiempo.

– Por ahí anda -dijo Castro-, mezclado entre la gente que va de un sitio a otro.

Pensaba en un rostro vacío al que habría que ponerle cara, aunque simplemente fueran las facciones rudimentarias de un retrato robot. El comisario sabía que la mayoría de los perfiles de asesinos se construyen a partir de patrones de comportamiento. Uno de los momentos más emocionantes en cualquier investigación era precisamente ése, el de ver surgir el rostro de un criminal en la pantalla del ordenador. Los cálculos numéricos podían resultar de gran utilidad a la hora de identificar a un sospechoso. Distancia entre los ojos, coordenadas de la nariz, ancho de la boca… Luego los ordenadores se encargaban de comparar la imagen digital con las fotografías de delincuentes que tenían en sus archivos. Eso siempre y cuando el tipo estuviera fichado, claro.