Aprobó el examen, por supuesto, y a los seis meses le salió aquella sustitución en El Heraldo Gallego. En medio ocurrió algo de lo que nunca había hablado con nadie.
Un túnel negro. Dadas las circunstancias, Santiago de Compostela le pareció un lugar tan bueno como cualquier otro para desaparecer del mapa.
Afuera seguía lloviendo, la lluvia repiqueteaba en los cristales con insistencia y las gotas de agua descomponían en reflejos la débil luz exterior. En noches como aquélla, Wilby era su fantasma favorito. En el interior del apartamento, de pie, inmóvil bajo el arco de mampostería, Laura se detuvo un instante al acecho de sus recuerdos como si dudara en qué parte de la estancia prefería situarse en aquel momento. No lo pensó mucho. Se enfundó los guantes de esgrima, descolgó el florete y, echando el brazo atrás, se dejó caer tres veces consecutivas sobre la pierna derecha flexionada, como si lanzara tres estocadas a fondo contra las sombras. No podía decirse que tuviera el estilo del gran don Jaime Astarloa, [1] pero se sintió mucho mejor después de hacerlo. Luego fue a la cocina, se preparó un sándwich de jamón y queso, encendió el flexo de su mesa de trabajo y se puso manos a la obra. Desde que el teletipo de la Agencia EFE, con la noticia de la desaparición de un manuscrito del archivo diocesano había irrumpido en su vida, no había dejado de darle vueltas. Era obsesiva, sugestionable e intuitiva, y se agarró a aquel asunto como a un clavo ardiendo. Cuando la procesión va por dentro, no hay nada como un buen estímulo externo para salir del atolladero. Tomó carrerilla y se tiró de cabeza a la red. Lo primero que tecleó en el buscador de Google fue «Liber apologeticus». Rápidamente miles de documentos empezaron a llenar la pantalla. Era increíble la cantidad de archivos de diferentes autores de la Iglesia que respondían a ese epígrafe. Había libros apologéticos de un tal Tertuliano, de Idacio, de Flavio Clemente, de Eusebio, de Juan Crisóstomo, de san Agustín… Laura se sintió momentáneamente desorientada. Tratando de centrar mejor la búsqueda, añadió el dato cronológico del siglo IV al que también hacía referencia el teletipo. El número de documentos disminuyó considerablemente, pero todavía seguían siendo muchos. De todos modos, comprobó que los archivos más fiables en PDF remitían a un manuscrito atribuido a un tal Prisciliano que había sido condenado por hereje en el Concilio de Burdeos. Así que decidió buscar información sobre él en la página web del archivo diocesano.
Prisciliano, obispo de Ávila (Gallaecia, ¿352? – Civitas Treverorum, 385).
Lo que más llamó su atención fue la curiosa xilografía que daba inicio a la página. Se trataba de un óvalo que encerraba dentro un extraño animal con cabeza de rey o de gallo y cuerpo de gladiador. La composición seguía los principios de la perspectiva egipcia: torso de frente y rostro de perfil. Llevaba un escudo en la mano izquierda y un látigo enroscado con forma de serpiente en la derecha. Lo rodeaba un círculo con las letras del alfabeto griego y en cada una de las cuatro esquinas figuraban los doce signos del zodíaco. Aries, Leo y Sagitario en la parte superior izquierda; Tauro, Virgo y Capricornio en la derecha. Géminis, Acuario y Libra en la esquina inferior izquierda. Y en el otro extremo, Cáncer, Escorpio y Piscis. Debajo de la xilografía figuraba una inscripción críptica con símbolos geométricos, espirales, triángulos y cruces que a Laura le recordaron unas fotografías que había tomado recientemente para un reportaje sobre el arte rupestre gallego.
Tras una primera criba del material archivado, decidió centrarse sólo en los documentos en español y en inglés. Tras la segunda, más concienzuda y meticulosa, se quedó con lo que realmente le interesaba. Navegar por la red era una de las pocas cosas, además de la esgrima, que la reconciliaban con el mundo. Como explorar un continente ignoto. Todavía no sabía a ciencia cierta si aquellos ficheros guardaban alguna relación con lo que estaba buscando pero, por si acaso, creó una carpeta nueva para guardarlos. Cuando el cursor se detuvo en el espacio en blanco reservado para dar nombre al archivo, Laura se quedó un instante pensativa mirando la oscuridad, y al cabo de un segundo sonrió para sus adentros con un gesto evocador, recordando una de sus lecturas favoritas, y tecleó cinco letras con un solo dedo: «R-O-S-A-E.» Genitivo singular. Conociéndola, no hacía falta ser un gran adivino para deducir la asociación de ideas que le llevó a bautizar el documento con «El nombre de la rosa».
A los ocho años, leyendo un libro infantil sobre los griegos y los romanos, en Toulouse, en casa de su abuelo, Laura Márquez había descubierto un grabado de Eneas con su padre Anquises cargado a hombros, abandonando Troya por la Puerta Escea. Durante años ese grabado fue para ella la demostración palpable de que Homero no había mentido. Hay una edad en que las ilustraciones tienen tal poder de sugestión que pueden despertar la mente de una cría ensimismada y huraña hasta límites insospechados. La clarividencia de la imaginación. Fue en aquella época cuando Márquez empezó a manifestar la misma predilección por los libros y las láminas antiguas que un pirata por el mapa del tesoro. Desde entonces su única máxima en la vida había sido encontrar lo que buscaba. Aunque no siempre supiera exactamente qué era.
Debía de ser la una de la madrugada cuando se desconectó de Internet. Seguía lloviendo y la plaza de O Toural brillaba acharolada por los reflejos de las farolas. A esas alturas ya sabía que el manuscrito había estado custodiado por el archivo diocesano hasta el mes de febrero, en que había sido cedido temporalmente para su estudio a la biblioteca de la Universidad de Santiago, merced a un acuerdo con la Dirección de Patrimonio Histórico.
De momento, desde el punto de vista periodístico el asunto revestía dos vertientes de interés. Una, el posible valor del manuscrito en el mercado de arte, que, al tratarse de un ejemplar único, no debía de ser moco de pavo. Tal vez cincuenta o sesenta mil euros, calculó a ojo. Yotra, la posible guerra encubierta entre la Iglesia y la Xunta de Galicia; a fin de cuentas, la cuestión del patrimonio artístico y su conservación dependían directamente de la Consellería de Cultura. Pero, más que eso, lo que a Laura le encandilaba del asunto a efectos estrictamente personales era que el tema tal vez tuviera que ver con los grandes misterios de los libros raros. O peligrosos. Ejemplares cuya lectura había sido considerada actividad sospechosa por todos cuantos a lo largo de la historia habían recelado de la libertad de los demás, empezando por la Iglesia, con su Index librorum prohibitorum et expurgatorum. Afuera remaba el silencio y Márquez no pudo sustraerse a la inevitable asociación de ideas. Miró las fachadas de piedra con los escudos arzobispales y pensó que probablemente en otro tiempo la ciudad habría visto arder allí mismo piras con los ejemplares prohibidos. Aquél era un capítulo que Laura tenía bien aprendido. Al fin y al cabo había crecido entre libros. Desde que se quedó huérfana a los cinco años, se había criado en Toulouse en una casa con cerca de diez mil volúmenes. Su abuelo materno, Isaac Montaner, había sido un conocido bibliófilo que la enseñó a amar desde niña las letras capitulares, el olor del pergamino y los floretes antiguos. Además, el primer hombre del que Laura Márquez había estado seriamente enamorada había sido fray Guillermo de Baskerville. [2] Con tales antecedentes, no era difícil comprender su fascinación.