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Cierto que en los últimos tiempos había vivido bastante alejada de esas preocupaciones. En realidad podría decirse que había estado fuera del mundo, encerrada en una especie de burbuja defensiva y silenciosa semejante a la de esos animales que duermen durante el invierno. Su limbo particular. Cuando llegó a Santiago no conocía a nadie, tampoco mostraba mucho interés por hacer amigos. Sólo aspiraba a que el mundo la incordiara lo menos posible, manteniéndose al margen de todo lo que le molestaba o le importaba literalmente un comino, que eran unas cuantas cosas. Callada y hosca. De su corazón a sus asuntos, como cuando antiguamente los duelistas se ponían de perfil para ofrecer el menor flanco posible al adversario. Una de las enseñanzas que le había aportado la esgrima. Aparte de Villamil, apenas se relacionaba con sus compañeros. Tampoco ayudaba mucho a sus relaciones sociales la manera insolente que tenía de mirar a los demás y no dar explicaciones. Era su jodido carácter.

Fuera del cono azul de luz que proyectaba el flexo y la pantalla del ordenador, la habitación se hallaba completamente envuelta en sombras. Miró hacia la ventana como si esperara descubrir algo en la plaza, pero todo continuaba en silencio, la fuente con su cántaro de piedra, el pazo de Bendaña rematado en un atlante que sostenía sobre sus espaldas el peso del mundo, las torres lejanas de la catedral. Afuera seguía lloviendo y, de no ser por la tenue cruz verde de una farmacia parpadeando en la oscuridad, la plaza podía pasar perfectamente por un escenario medieval.

Se inclinó hacia atrás en el respaldo de la silla, bostezó y estiró los músculos entumecidos de los brazos. El silencio nocturno era denso y el frío exterior dejaba un cerco helado en los cristales. Pensó en irse a la cama pero estaba segura de que no podría dormir, así que volvió a sentarse frente al ordenador. Mejor sería hacer un repaso mental de sus conclusiones para plantear bien el tema en la reunión de redacción del periódico a la mañana siguiente. Ya estaba viendo el titular: «Desaparece un manuscrito del gran hereje gallego.» Sólo siete palabras. No estaba mal. Villamil le daría el visto bueno.

Lo que había sacado en claro de la información consultada era que el mártir había empezado a ejercer su labor pastoral en una época en que las revueltas campesinas eran moneda corriente en las tierras gallegas. Al parecer, su doctrina estaba inspirada en una tradición de carácter libertario y comunal basada en el principio de la pobreza que condenaba expresamente la esclavitud y la corrupción de los funcionarios de Roma. Tal vez por eso su mensaje caló tan hondo en las clases populares gallegas, poco admiradoras del Imperio. Acostumbraba a celebrar las reuniones en los bosques y el baile formaba parte importante de la liturgia como en los ritos paganos anteriores a la llegada de los romanos. Sus adversarios le acusaban de abogar por la libre interpretación de las Escrituras y de permitir que las mujeres participaran en los oficios en pie de igualdad con los hombres, concediéndoles un destacado papel intelectual en el grupo. También le recriminaban su negación del dogma de la Trinidad, sustituir las especies eucarísticas del pan y el vino por leche y uvas; o una acusación que todavía sorprendió más a Laura: la de llevar el pelo largo o andar descalzo, «nudis pedibus incedere».

Una especie de hippy que repartía flores, pensó para sí mientras echaba un vistazo hacia la noche que acechaba fuera. Y en cierto sentido no se equivocaba.

De pronto le vino a la memoria una noticia que había publicado el periódico en la sección de sucesos hacía algunos meses: un acto de vandalismo en una pequeña iglesia rural en las afueras de Santiago. No recordaba exactamente el nombre de la parroquia. Cristales rotos, pintadas con aerosol, destrozos en los bancos, un trapo con gasolina lanzado por la ventana que no llegó a arder gracias a la rápida actuación del párroco y los vecinos. La cosa no había pasado de ser una gamberrada sin mayores consecuencias, pero a Laura le había parecido raro.

Cierto que los curas no se estaban ganando precisamente la simpatía de la gente, pero de ahí a quemar iglesias había un trecho. O eso pensaba Márquez.

Se sobresaltó porque en medio de esas cavilaciones oyó gritar a alguien debajo de su ventana. Se incorporó de golpe y pudo ver a un tío con una gorra de tweed desgañitándose junto a la persiana metálica de la farmacia. Alguna urgencia nocturna, pensó. La inclinación de los balcones era demasiado pronunciada para descubrir a alguien que se ocultase debajo. Al poco rato volvió a oír el grito de nuevo. Alto. Espeluznante. Y esta vez mucho más cerca. La punzada de un presentimiento la hizo ponerse en guardia. Escudriñó el exterior con la frente pegada a la ventana. Sintió el tacto frío del cristal en la piel. Al cabo de unos segundos algo negro y grueso chocó contra el ventanal, aleteó desmañadamente, golpeándose la cabeza varias veces. Márquez retrocedió espantada. Luego el animal regresó de nuevo a las tinieblas batiendo las alas con torpeza. No había visto un bicho más feo en toda su vida.

Márquez no era supersticiosa, pero no lograba quitarse de encima la impresión de mal agüero que le había causado aquel pájaro moribundo. Estaba temblando, aturdida y desorientada como si hubiera tenido una pesadilla. De pronto sintió la necesidad imperiosa de tomar algo dulce que le templara el cuerpo. Se dirigió a la cocina, puso leche a calentar y llenó hasta arriba un tazón de Cola Cao con Kellogg's. Estuvo un buen rato removiendo la taza con una cuchara hasta que logró tranquilizarse.

Luego volvió al trabajo como quien hace un esfuerzo por sobreponerse, regresando a la normalidad de las cosas. Cogió un bolígrafo y se puso a apuntar datos y fechas en un bloc de hojas cuadriculadas. Empezó por el año 385, momento en el que Prisciliano, harto de que los obispos le hicieran la vida imposible, decidió acudir al emperador, Máximo, para que terciase a su favor en la persecución desatada dentro de la Iglesia contra él y sus seguidores.

Malos tiempos para pedir ayuda a Roma, pensó Laura. El emperador de Occidente tenía un panorama ciertamente complicado, con los bárbaros campando a su antojo por todas partes. Y, por si eso fuera poco, su colega de Oriente, temeroso de su poder, no le quitaba el ojo de encima, como si quisiera tomarle las medidas y no precisamente para hacerle una estatua ecuestre. Mantener semejante equilibrio de poderes no debía de ser moco de pavo. En tales condiciones, oponerse a los obispos no parecía lo más aconsejable. Todo el mundo conocía el rechazo de los priscilianistas a la unión de la Iglesia con el Estado imperial y sus mordaces críticas al enriquecimiento de la jerarquía. Por otro lado, a la Iglesia católica le interesaba más que nunca el respaldo del emperador para enfrentarse a los numerosos movimientos disidentes, que florecían hasta debajo de las piedras: arrianos, binionitas, maniqueos, ofitas, novacianos, nicolaítas, catafrigios y, para acabar de liarla -concluyó para sus adentros-, el Prisciliano de los cojones.

Además de hippy, ingenuo, pensó. En efecto, el gallego no se dio cuenta de que entre el poder terrenal y el espiritual estaban a punto de tenderle una trampa. Con público y picadores.

Tenía razón. El tal Prisciliano debería haberlas visto venir. Pero si los corderos estuvieran dotados del mismo olfato que los lobos, el mundo no sería lo que es. Un tipo algo menos santo pero más avispado se habría dado cuenta del peligro enseguida. El peligro se huele, es algo que sabe cualquiera. Por experiencia o por instinto. A Laura no le faltaba ninguna de las dos cosas, sin embargo carecía de suspicacia. Era demasiado joven. No tenía ni la más remota idea de dónde estaba a punto de meterse. Siempre es más fácil descubrir la trampa en el redil de un mártir muerto hace más de mil seiscientos años que ver la celada en el camino propio. El mundo de hoy vive de espaldas al peligro y sólo reacciona cuando ya es demasiado tarde, mientras que en el siglo IV las cosas en ese sentido estaban más claras. O conmigo o contra mí.