Colleen McCullough
La huida de Morgan
Traducción de M.ª Antonia Menini
Título originaclass="underline" Morgan's Run
Para Ric, el hermano John, Wayde, Joe, Helen y todos los muchos centenares de personas vivas hoy en día cuyas raíces se remontan directamente a Richard Morgan.
Pero, por encima de todo, para mi querida Melinda, la quíntuple bisnieta de Richard Morgan.
Nacemos con muchas cualidades; algunas de ellas puede que jamás las lleguemos a conocer. Todo depende de la clase de vocación que nos dé Dios.
PRIMERA PARTE
De agosto de 1775 a octubre de 1784
– ¡Estamos en guerra! -gritó el señor James Thistlethwaite.
Todas las cabezas excepto la de Richard Morgan se levantaron y se volvieron hacia la puerta, donde una corpulenta figura permanecía de pie, blandiendo una hoja de papel de copia. Por un instante, se hubiera podido oír el ruido de un alfiler al caer al suelo, pero inmediatamente después se armó un confuso alboroto de exclamaciones en todas las mesas excepto en la de Richard Morgan. Richard había prestado muy poca atención al sensacional anuncio: ¿qué importaba la guerra con las trece colonias americanas, comparada con el destino del hijo que él sostenía sobre sus rodillas? Cuatro días atrás el primo James el farmacéutico había vacunado al chiquillo contra la viruela y ahora Richard Morgan esperaba con ansia que la vacuna le hiciera efecto.
– Vamos, Jem, leédnoslo -dijo Dick Morgan, el patrón y padre de Richard, desde detrás del mostrador.
A pesar de que en el exterior brillaba el sol del mediodía y la luz se difundía a través de los dorados paneles de aquella clase de cristal especial -llamado crown glass- que adornaba las ventanas del Cooper's Arms, la espaciosa sala estaba más bien oscura. Así pues, el señor James Thistlethwaite se acercó pausadamente al mostrador y a los rayos de luz de una lámpara de aceite mientras la culata de una pistola de arzón asomaba por la abertura de cada uno de los dos bolsillos de su gabán. Con las gafas apoyadas en la punta de la nariz, empezó a leer, subiendo y bajando la voz en teatrales cadencias.
Parte de lo que dijo penetró en la bruma de la inquietud de Richard Morgan, pero sólo retazos, frases sueltas: «en una clara y declarada rebelión… los máximos esfuerzos por sofocar semejante rebelión y llevar a los traidores ante la justicia…».
Adivinando el desprecio en la mirada de su padre, Richard trató sinceramente de concentrarse. Pero ¿de veras le estaba subiendo la fiebre? ¿Le estaba subiendo en serio? En caso de que así fuera, significaba que la vacuna le estaba haciendo efecto. Y, si se lo hiciera, ¿sería William Henry uno de los pocos que, a pesar de la vacuna, sufrían la enfermedad con todas sus consecuencias? ¿Y morían a pesar de todo? ¡No, Dios mío!
El señor Thistlethwaite estaba llegando al punto culminante de su perorata.
– ¡Ahora la suerte está echada! ¡Las colonias tendrán que rendirse o triunfar! -tronó.
– Qué curiosa manera de expresarlo tiene el rey -dijo el patrón.
– ¿Curiosa?
– Da la impresión de que el rey considera posible un triunfo colonial.
– Bueno pues, yo lo dudo mucho, Dick. El que le escribe los discursos -algún despreciable subsecretario de su amado lord Bute, supongo- es un entusiasta de los equilibrios de la retórica…¡oh!
La última exclamación fue acompañada por el gesto de acercarse el dedo índice a la boca.
El patrón sonrió y escanció unos dedos de ron en una pequeña jarra de peltre y después se volvió para marcar con tiza una barra oblicua en la pizarra fijada en la pared.
– ¡Dick! ¡Dick! ¡Mi noticia bien se merece un trago a cuenta de la casa!
– Ni hablar. Nos habríamos enterado de todos modos más tarde o más temprano. -El patrón apoyó los codos en el lugar del mostrador donde éstos habían producido dos ligeras depresiones y miró al armado señor Thistlethwaite que, enfundado en su gabán, estaba más loco que una cabra. El día estival era sofocante-. En serio, Jem, no es que sea exactamente algo inesperado, pero es una noticia sorprendente a pesar de todo.
Ninguna otra voz intentó intervenir en la conversación. Dick Morgan gozaba del respeto de sus parroquianos y Jem Thistlethwaite tenía desde hacía mucho tiempo la fama de ser uno de los intelectuales más excéntricos de Bristol. Los parroquianos estaban encantados de escucharles mientras se empapaban de su bebida preferida… ron, ginebra, cerveza o leche de Bristol.
Las dos esposas Morgan estaban allí para atender a los clientes, recoger los vasos vacíos y entregárselos a Dick para que los volviera a llenar… y lo marcara en la pizarra. Ya era casi la hora de comer; el aroma del pan recién hecho que Peg Morgan acababa de traer de la tahona de Jenkins se mezclaba con todos los restantes olores propios de una taberna cercana a los muelles de Bristol cuando baja la marea. Buena parte de la mezcla de hombres, mujeres y niños presentes en el local se quedarían allí para saborear aquel mismo pan recién hecho, con un poco de mantequilla, un trozo de queso de Somerset y una humeante bandeja de peltre de carne de buey con patatas, nadando en una espesa salsa.
Su padre lo estaba mirando, enfurecido. Dolorosamente consciente de que Dick lo despreciaba y lo tenía por un blandengue, Richard trató de encontrar algo que decir.
– Supongo que nosotros esperábamos que ninguna de las demás colonias se pusiera de la parte de Massachusetts, tras haberle advertido de que estaba yendo demasiado lejos -dijo sin excesiva convicción-. ¿De veras creían que el rey se rebajaría a leer su carta? ¿O que, en caso de que lo hiciera, cedería a sus exigencias? ¡Son ingleses! ¡El rey es también su rey!
– ¡No digas sandeces, Richard! -replicó severamente el señor Thistlethwaite-. ¡Esta exagerada preocupación por tu hijo te está mermando las facultades! ¡El rey y sus serviles ministros están decididos a llevar nuestra regia isla a la ruina! ¡Ocho mil toneladas de carga de Bristol devueltas sin descargar desde las trece colonias en menos de un año! ¡Esta fábrica de sarga de Redcliff se ha quedado sin pedidos y las cuatrocientas almas a las que daba trabajo han tenido que recurrir a la caridad de la parroquia! ¡Por no hablar de esta empresa de las inmediaciones de Port Wall que fabricaba alfombras de lona pintada con destino a Carolina y Georgia! Los fabricantes de pipas, los fabricantes de botellas, las azucareras y las destilerías de ron… ¡por el amor de Dios, hombre! ¡Casi todo nuestro comercio está al otro lado del océano Occidental, y una considerable parte del mismo lo hacemos con las trece colonias! ¡Entrar en guerra con las trece colonias es un suicidio comercial!
– Comprendo -dijo el patrón, tomando la hoja de papel de copia para echarle un vistazo-, ese lord North ha emitido una… una «Proclama para la Represión de la Rebelión Armada».
– Es una guerra que no podemos ganar -dijo el señor Thistlethwaite, levantando su jarra vacía hacia Mag Morgan que estaba allí cerca, pendiente de los parroquianos.
Richard lo volvió a intentar.
– ¡Vamos, Jem! Hemos derrotado a Francia después de siete años de guerra… ¡somos el país más grande y más valiente del mundo! El rey de Inglaterra no pierde las guerras.
– Porque las combate muy cerca de Inglaterra o contra paganos o contra salvajes ignorantes cuyos dirigentes los venden. Pero los hombres de las trece colonias son ingleses, tal como tú justamente has dicho. Son civilizados y están familiarizados con nuestras costumbres. Son de nuestra sangre. -El señor Thistlethwaite se reclinó contra el respaldo de su asiento, lanzó un suspiro y arrugó los perfiles de su abultada nariz, noblemente ensanchados por el grog-. Se consideran maltratados, Richard. Explotados, escupidos, menospreciados. Son ingleses, sí, pero no de primera. Y están muy lejos de aquí, lo cual es algo que ni el rey ni sus ministros han conseguido afrontar en su gran ignorancia. Se podría decir que nuestra Armada gana las guerras… ¿cuánto tiempo hace que no nos enfrentamos o somos derrotados por un ejército de tierra más allá de nuestras islas? Y, sin embargo, ¿cómo podemos ganar una guerra naval contra un enemigo que no tiene barcos? Tendremos que combatir en tierra. Trece pedazos de tierra distintos que apenas mantienen relaciones entre sí. Y contra un enemigo que no está preparado para comportarse de acuerdo con las usanzas militares.