A la mañana siguiente, los funcionarios y alguaciles del puerto descubrieron que el Fame y el Hibernia, uno de ellos al norte y el otro al sur del Savannah La Mar, también habían sido rociados con sustancias inflamables y les habían pegado fuego. Por motivos que nadie acertaba a imaginar, ninguno de los dos barcos se había tan siquiera chamuscado.
– ¡Baratería en Bristol! Todo el muelle se habría podido incendiar; después el fuego se habría propagado a las rebalsas del río y, a continuación, a la ciudad -le dijo Dick a Richard en cuanto regresó del escenario de aquel incendio a bordo de un barco-. ¡Y nada menos que en la bajamar! Nada habría podido impedir que una llamarada saltara de barco en barco… ¡Jesús, Richard, habría podido ser tan grave como el gran incendio de Londres! -añadió, estremeciéndose.
Nada atemorizaba tan profundamente a la gente como el fuego. Ni lo peor que pudieran hacer los mineros del carbón de Kingswood se podía comparar con un incendio. Las turbas de alborotadores estaban formadas por hombres y por las mujeres con niños que los seguían, mientras que el fuego era la monstruosa mano de Dios, la apertura de las puertas del infierno.
El 18 de enero el primo James el farmacéutico, con el rostro ceniciento, cruzó con su llorosa mujer y los hijos que todavía vivían en casa la puerta de Dick Morgan.
– ¿Querrás cuidar de Ann y de las niñas? -preguntó, temblando-. No hay forma de que las convenza de que nuestra casa es segura.
– Dios bendito, Jim, ¿qué es lo que ocurre?
– El fuego -contestó Jim, agarrándose al mostrador para no perder el equilibrio.
– Toma -le dijo Richard, ofreciéndole una jarra del mejor ron mientras Mag y Peg atendían solícitas a la quejumbrosa Ann.
– Dale una a ella también -dijo Dick mientras el señor James Thistlethwaite soltaba la pluma de ave con la que tan febrilmente estaba escribiendo para unirse a ellos-. Y ahora cuéntanos, Jim.
El primo Jim el farmacéutico necesitó todo un cuarto de pinta de ron para poder hablar.
– En mitad de la noche alguien forzó la puerta de mi principal almacén… ¡tú ya sabes lo recia que es, Dick, y la cantidad de cadenas y candados que tiene! Se acercó a la cuba de aguarrás, empapó una caja de gran tamaño con él y llenó la caja con estopa impregnada de aguarrás. Después acercó la caja a unos toneles de aceite de linaza y le prendió fuego. Nadie le vio acercarse, nadie le vio alejarse.
– ¡No lo entiendo! -exclamó Dick, tan pálido como su primo hermano-. Estamos justo a la vuelta de la esquina de Bell Lane y juro que no hemos oído ni visto nada… ¡y tampoco hemos olido nada!
– Pero no ardió -dijo el primo James el farmacéutico con un tono de voz muy extraño-. ¡Te digo, Dick, que no ardió! ¡Y habría tenido que arder! Encontré la caja cuando fui al trabajo. Lo primero que pensé al ver la puerta destrozada fue que era obra de alguien que necesitaba opiáceos o alguna medicina, pero, en cuanto entré, aspiré el olor del aguarrás. -Sus ojos gris azulados característicos de los Morgan se iluminaron como los de un visionario-. ¡Es un milagro! Dios ha tenido misericordia y yo pienso entregar mil libras para el cepillo de los pobres de St. James.
Hasta el señor Thistlethwaite se impresionó.
– Sería suficiente para que yo escribiera panegíricos, primo James, e incluso os podría imprimir unos himnos de alabanza -dijo-. Pero algo me huele a chamusquina en la ciudad de Bristol, os lo aseguro. El Savannah La Mar, el Hibernia y el Fame pertenecen todos a Lewsley, que es una empresa americana. Lewsley está justo en la puerta de al lado de la vuestra en Bell Lane. A lo mejor, el pirómano derribó la puerta que no debía. Yo que vos se lo diría a Lewsley… esto es una conspiración de los tories para expulsar el dinero americano de Bristol.
– Vos veis tories por todas partes, Jem -dijo Richard, sonriendo.
– En cualquier caso, los tories están en todo lo que es ruin. -El señor Thistlethwaite volvió a sentarse a su mesa, poniendo los ojos en blanco al ver al grupo de histéricas mujeres-. Preferiría que las llevarais a casa, Dick. Dejad a Richard aquí con una de mis pistolas de arzón… ¡toma, Richard! Yo puedo defenderme con una sola. Pero insisto en que se restablezca el silencio. La musa llama a mi puerta y se me acaba de ocurrir un nuevo tema sobre el que escribir.
Nadie reparó en ello, pero, mientras los parroquianos habituales empezaban a abandonar el local para irse a comer a casa y disminuía la afluencia de curiosos que preguntaban qué había ocurrido en el almacén de Morgan, Richard decidió hacer lo que el señor Thistlethwaite había sugerido. Con una de las pistolas de arzón en el bolsillo de su gabán y una docena de cartuchos de perdigones en el otro bolsillo, acompañó a Ann Morgan y a sus dos hijas tan poco agraciadas a su preciosa casa de St. James's Barton. Allí se acomodó en una silla del zaguán, dispuesto a repeler la invasión de los incendiarios.
En cuestión de dos días, de jueves a sábado, todo Bristol se vio sumido en una irremediable sensación de terror. Los vigilantes y los policías, especialmente nombrados para aquella tarea, pusieron un poco más de empeño en el desarrollo de sus funciones, las farolas se encendían a las cinco de la tarde en los pocos lugares que tenían la suerte de disponer de iluminación callejera, y los faroleros encaramados a sus escaleras de mano se afanaban en volver a llenar los depósitos de petróleo, cosa que raras veces hacían. La gente regresaba presurosamente a casa lo más temprano que podía y pensaba que ojalá no estuvieran en invierno y, por consiguiente, no se aspirara en el aire el olor del humo de leña. Casi nadie pegó el ojo aquel sábado por la noche.
El domingo día 19, todo Bristol menos los judíos fue a la iglesia para pedir a Dios que tuviera clemencia y llevara a aquella fiera infernal ante la justicia. El primo James el clérigo, un espléndido predicador incluso cuando no estaba muy inspirado, dio lo mejor de sí mismo utilizando un estilo que algunos de los sorprendidos miembros de la feligresía de St. James calificaron de decididamente jesuítico y otros de alarmantemente metodista.
– A mí me importa un bledo que el reverendo haya hablado como un jesuita o como un metodista -le contestó Dick a alguien que le había hecho este comentario-. Para que podamos dormir tranquilos en nuestras camas, el incendiario tiene que agitar los pies colgado del extremo de una cuerda. Además, el padre del reverendo era un predicador muy exaltado, ¿acaso no lo recordáis? Pronunciaba sermones al aire libre para los mineros del carbón de Crew's Hole.
– La Steadfast Society echa la culpa a los colonos americanos.
– ¡No lo creo probable! Los colonos americanos parecen más bien las víctimas -dijo Dick, dando por zanjado el asunto.
En la madrugada del domingo al lunes, Richard despertó sobresaltado de un agitado sueño.
– ¡Pa-pa, pa-pa! -estaba gritando William Henry desde su cuna.
Levantándose de la cama de un salto, Richard encendió una vela que sacó del yesquero y se inclinó sobre su hijo mientras el corazón palpitaba desorbitado en su pecho y el niño se incorporaba de golpe.
– ¿Qué te ocurre, William Henry? -le preguntó en un susurro.
– Fuego -contestó William Henry con toda claridad.
Sólo su obsesión por la salud de su hijo le hubiera podido tapar la nariz… la habitación estaba llena de humo.