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En caso de emergencia, Richard actuaba con rapidez y precisión y conservaba la presencia de ánimo. Despertó a su padre a gritos mientras se vestía y se ponía los zapatos. Una vez listo, no esperó a Dick sino que bajó corriendo a la planta baja con la vela en la mano, tomó dos cubos, abrió la puerta de la taberna y echó a correr por la acera que estaba resbaladiza a causa de la lluvia. Otros ya estaban empezando a moverse cuando él dobló la esquina de Bell Lane y, una vez allí, se detuvo, horrorizado. El conjunto de los almacenes de Lewsley & Co. estaba ardiendo y las llamas asomaban a través de las grietas de los tejados de pizarra, mientras los rojos parpadeos del fuego llenaban los angostos y sucios confines de Bell Lane. Los gritos de indignación atronaban los oídos; la lana española, los cereales que había dentro y las tinajas de aceite de oliva estaban alimentando el fuego y el fuego se alimentaba con ellos mucho más que con la estopa y el aguarrás.

Hombres provistos de cubos se estaban acercando desde todas direcciones y muchos de ellos formaban hileras desde el Froom a la altura de Key Head hasta Lewsley & Co. A pesar de que la marea no había subido del todo, tampoco había bajado, por lo cual no era difícil introducir los cubos en el agua del río y enviarlos hasta su objetivo. Aquel frenesí de actividad limitó el fuego a Lewsley & Co. y a media docena de viejas casas de vecindad; el complejo de almacenes del primo James el farmacéutico de la puerta de al lado escapó indemne. Nadie murió: al parecer, el incendiario tenía más interés en destruir propiedades que en cobrarse vidas. De esta manera, los ocupantes de las casas de la vecindad afectadas tuvieron tiempo de huir, sujetando entre sus brazos las pocas pertenencias que tenían y a sus llorosos hijos.

Cubierto de hollín, Richard regresó al Cooper's Arms en cuanto el alguacil y sus hombres declararon Bell Lane fuera de peligro. Había perdido sus dos cubos, sólo Dios sabía adónde o a manos de quién habían ido a parar. Su padre y el primo James el farmacéutico estaban sentados juntos alrededor de una mesa, ambos con visibles muestras de agotamiento; pertenecían a la generación anterior, habían tratado de seguir el ritmo, pero, al final, les habían entregado los cubos a los más jóvenes que seguían acudiendo desde los barrios más alejados de la ciudad para echar una mano.

– Mañana habrá una gran demanda de cubos, Richard -dijo Dick, llenándole a su hijo una jarra de cerveza-, por consiguiente, quiero ir al tonelero en cuanto amanezca para comprarle otra docena-. ¡En qué mundo vivimos!

– Dick -dijo el primo James el farmacéutico, con el rostro iluminado por la misma exaltación-, ¡por segunda vez en un día, Dios nos ha salvado la vida a mí y a los míos! Me siento… me siento como se debió de sentir Saulo en el camino de Damasco.

– No veo el sentido de la comparación -dijo Richard, bebiéndose ansiosamente la cerveza-. Tú nunca has perseguido a los fieles, primo James.

– No, Richard, pero he tenido una revelación. Entregaré a cada preso de la Newgate de Bristol y de la Bridewell de Bristol un chelín en acción de gracias a Dios.

– ¡Pues vaya! -rezongó Dick-. Hazlo si quieres, faltaría más, Jim, pero ten en cuenta que se lo gastarán todo en bebida en la taberna de la prisión.

El eco de su conversación había llegado al piso de arriba; Mag y Peg bajaron por la escalera; Peg con un fulgor de alegría en los ojos, sosteniendo al pequeño William Henry en brazos.

– ¡Menos mal que todo ha terminado y estáis a salvo!

Richard posó la jarra de cerveza y cruzó el local para tomar en brazos a su hijo, el cual se aferró inmediatamente a él.

– Padre, fue William Henry el que me despertó. Dijo «fuego» como si supiera lo que significaba la palabra.

El primo James el farmacéutico miró a William Henry con expresión pensativa.

– Está embrujado. Las hadas se han apoderado de él.

Peg emitió un jadeo.

– Primo James, ¡no digáis estas cosas!

Si se le quita la rústica y fantasiosa envoltura, pensó el primo James el farmacéutico levantándose lenta y dolorosamente de su asiento, significa que la madre de William Henry reconoce que el niño es un poco extraño. Pues la verdad es que jamás habría tenido que sobrevivir a la inoculación.

El pirómano no se dio por satisfecho con la destrucción de Lewsley & Co. Durante el domingo posterior al incendio, otras antorchas similares a las que habían prendido fuego a la empresa americana se descubrieron en una docena de almacenes y fábricas de propiedad americana o filiales americanas. El martes ardió la refinería de azúcar del concejal Barnes. Pero, para entonces, todo Bristol ya estaba preparado para el fuego y, por consiguiente, el incendio se extinguió sin causar demasiados daños. Tres días más tarde, la refinería del concejal Barnes sufrió un nuevo incendio del que se volvió a salvar.

Políticamente, ambos bandos trataban de sacar provecho de la situación; los tories acusaban a los whigs y los whigs acusaban a los tories. Edmund Burke ofreció cincuenta libras a cambio de cualquier información, el Gremio de Mercaderes aportó quinientas libras y el rey otras mil. Puesto que mil quinientas cincuenta libras eran mucho más de lo que la mayoría de la gente hubiera podido ganar en toda su vida, Bristol se convirtió en una ciudad-detective y muy pronto apareció un sospechoso… aunque, como era de esperar, nadie cobró la recompensa. Un escocés conocido como Jack el Pintor, que se había alojado en varias casas distintas del Pithay, una mísera calle que cruzaba el Froom, bordeando las rebalsas de St. James; tras el segundo conato de incendio en el ingenio azucarero del concejal Barnes, Jack desapareció de forma inesperada. Aunque ninguna prueba lo relacionaba materialmente con los incendios, todo Bristol tenía la certeza de que él era el pirómano. Se produjo un gran clamor, alimentado por las gacetas de noticias de Londres y las provincias de todo el país. Desde el Tyne hasta el Canal, nadie quería que un pirómano anduviera suelto por las calles. El fugitivo fue capturado in fraganti, robando en la casa de un acaudalado ciudadano de Liverpool y, previo pago de ciento veintiocho libras en concepto de gastos por parte del Ayuntamiento y el Gremio de Mercaderes, fue enviado encadenado a Bristol para ser sometido a interrogatorio. Allí surgió un obstáculo inesperado: nadie entendía ni una sola palabra de lo que decía el escocés, aparte de su nombre, James Aiten. Así pues, lo enviaron a Londres, en la creencia de que en una metrópoli tan grande no tendría más remedio que haber alguien que comprendiera el dialecto escocés. Tal como efectivamente fue. James Aiten, alias Jack el Pintor, se confesó autor de todos los incendios de Bristol… y de uno en Portsmouth que había arrasado el almacén de cordajes de la Armada Real. Este último delito era extremadamente aborrecible, pues los barcos no podían funcionar sin kilómetros y más kilómetros de cuerdas.

– Lo que yo no entiendo -le dijo Dick Morgan a James Thistlethwaite- es cómo pudo Jack el Pintor hacer lo de Bristol y lo de Portsmouth. El incendio del almacén de cordajes ocurrió en diciembre, cuando él vivía en el Pithay a la vista de todo el mundo.

El señor Thistlethwaite se encogió de hombros.

– Es un chivo expiatorio, Dick, ni más ni menos. Es necesario para que Inglaterra se tranquilice, ¿y qué mejor medio para conseguirlo que el hecho de tener a un culpable? Un escocés resulta ideal. Yo no sé nada acerca del incendio de Portsmouth, pero los de Bristol fueron obra de los tories, me apuesto la vida.

– ¿O sea que vos creéis que habrá más incendios?

– ¡No! La estratagema ha dado resultado. El dinero americano se ha largado, Bristol está limpio. Ahora los tories pueden dormirse tranquilamente sobre sus laureles y dejar que el pobre Jack el Pintor cargue con toda la culpa.