Y vaya si cargó. James Aiten, alias Jack el Pintor, fue juzgado en una de las sesiones periódicas de los jueces de las audiencias superiores en Hampshire por el incendio del almacén de cordajes de la Armada Real y declarado culpable. Después fue trasladado a Portsmouth, donde se había levantado un cadalso especial para la concurrida ocasión. La altura era nada menos que de sesenta y siete pies, lo cual significa que, cuando Jack el Pintor fue arrojado de un taburete de un puntapié y enviado a la eternidad cayendo hasta el final de la cuerda, su cabeza fue cercenada con más limpieza que si la hubieran cortado con un hacha. La cabeza fue posteriormente expuesta en las almenas de Portsmouth a la vista de todo el mundo, e Inglaterra respiró tranquila.
Jack el Pintor aseguró a sus interrogadores que él era el único responsable de los incendios.
– Pero estas declaraciones no me satisfacen -dijo el primo James el farmacéutico-. Sin embargo, Pascua vino y se fue, y no ha habido más incendios, por consiguiente, ¿quién sabe?, tal como diría un cuáquero. Yo sólo sé que Dios me salvó la vida.
Dos días después el senhor Tomas Habitas el armero entró en el Cooper's Arms.
– ¡Señor! -exclamó Richard, saludándolo con una sonrisa y un cordial apretón de manos-. ¡Sentaos, os lo ruego! ¿Un vaso de leche de Bristol?
– Gracias, Richard.
La taberna estaba desierta, exceptuando al señor Thistlethwaite; la prosperidad estaba declinando rápidamente. Por consiguiente, el inesperado visitante se vio convertido en el centro de todas las atenciones, lo cual fue aparentemente muy de su agrado.
El senhor Tomas Habitas, un judío portugués que había emigrado a Inglaterra treinta años atrás, era un menudo y delgado sujeto de piel aceitunada, ojos oscuros, rostro alargado, nariz prominente y boca carnosa. Lo rodeaba un aura de arrogancia muy parecida a la de los cuáqueros, tal vez porque se sentía demasiado distinto para encajar en el vulgar molde de Bristol. La ciudad había sido benigna con él, como con todos los judíos, los cuales, a diferencia de los papistas, estaban autorizados a adorar a Dios a su manera y tenían su propio cementerio en Jacob Street y dos sinagogas en la otra orilla del Avon, en la parroquia de Temple. El hecho de ser judío no constituía un impedimento para alcanzar el éxito social y económico; a diferencia de lo que les ocurría a los católicos, debido sobre todo al hecho de que no había ningún pretendiente judío (o cuáquero) al trono de su británica y, sin embargo, germánica majestad. El recuerdo de Bonnie Price Charlie y del año 1745, aún estaba muy vivo en la memoria de todos, e Irlanda no quedaba muy lejos.
– ¿Qué os trae desde tan lejos a mi casa, señor? -preguntó Dick Morgan, ofreciendo al huésped un gran vaso (fabricado por la empresa judía de Jacobs) de un jerez muy dulce de color ámbar oscuro.
Los oblicuos ojos negros contemplaron rápidamente la sala vacía y se posaron de nuevo en Richard y no en Dick.
– Los negocios van muy mal -contestó con un timbre de voz sorprendentemente profundo y sin apenas acento.
– Es cierto, señor -dijo Richard, sentándose delante de él.
– Lamento mucho verlo. -El senhor Habitas hizo una pausa-. Es posible que yo pueda echar una mano. -Apoyó sus largas y sensibles manos sobre la mesa y las dobló-. Sé que la culpa la tiene esta guerra con las colonias americanas. Sin embargo, la guerra ha supuesto un aumento del negocio para algunos. Y para mí sin la menor duda. Te necesito, Richard. ¿Quieres volver a trabajar conmigo?
Mientras Richard abría la boca para contestar, intervino Dick.
– ¿Con qué condiciones, senhor Habitas? -preguntó yendo directamente al grano.
Conocía muy bien a su Richard… demasiado blando para insistir en las condiciones antes de decir que sí.
La expresión de los enigmáticos ojos del terso rostro no cambió.
– Con unas condiciones muy buenas, señor Morgan -contestó Habitas-. Cuatro chelines por mosquete.
– ¡Trato hecho! -dijo inmediatamente Dick.
Sólo el señor Thistlethwaite estaba mirando a Richard, y con cierta lástima. ¿Acaso jamás tendría ocasión de decidir su propio destino? Los ojos gris azulados del bello rostro de Richard Morgan no revelaban ni enojo ni desagrado. ¡Pero qué paciente era, por Dios! Paciente con su padre, con su mujer, con su madre, con los clientes, con el primo James el farmacéutico… la lista era interminable. Al parecer, la única persona por quien Richard estaría dispuesto a ir a la guerra era su hijo William Henry; por otra parte, se trataba de un trabajo tranquilo y sin sobresaltos. ¿Qué hay dentro de ti, Richard Morgan? ¿Te conoces a ti mismo? Si Dick fuera mi padre, le ganaría una mano en las cartas que lo dejaría pasmado. Mientras que tú soportas sus caprichos y rachas de mal humor, sus críticas e incluso su mal disimulado desprecio. ¿Qué filosofía es la tuya? ¿De dónde sacas la fuerza? Porque me consta que eres fuerte. Pero está aliada con la resignación, ¿verdad? No, no exactamente. Eres un misterio para mí y, sin embargo, eres el hombre a quien más aprecio. Y, al mismo tiempo, te temo. ¿Por qué? Porque temo que tanta paciencia y tolerancia induzcan a Dios a someterte a prueba.
Ajeno a las inquietudes del señor Thistlethwaite acerca de su persona, Richard regresó al taller de Habitas, dispuesto a fabricar la Brown Bess para los soldados que combatían en la guerra americana.
Un armero fabricaba armas, pero no sus piezas. Éstas procedían de distintos lugares: los cañones de acero, forjados a martillo, procedían de Birmingham, al igual que las piezas de acero del pedreñal; la culata de nogal, de cualesquiera de las docenas de localidades de toda Inglaterra; y las guarniciones de latón o de cobre, de Bristol o sus alrededores.
– Te alegrará saber -le dijo Habitas a Richard el primer día en que éste se presentó al trabajo- que nos han encargado la fabricación del mosquete Short Land, un poco más ligero y fácil de manejar.
Con sus cuarenta y dos pulgadas, medía cuatro pulgadas menos que el viejo Long Land todavía en uso en tiempos de la guerra de los Siete Años, y constituía un visible adelanto por lo que a la infantería respectaba. A pesar de su gran precisión, pesaba media libra menos y resultaba mucho más cómodo.
Cuando Richard se sentó junto a su banco en un alto taburete, todo lo que necesitaba ya estaba distribuido a su alrededor. Las lustrosas culatas con las alargadas sujeciones en forma de media luna del cañón se convertían en una sola pieza y se dejaban en una bandeja a su izquierda. A su derecha se encontraban los cañones provistos de almillas horadadas en la parte inferior. En los receptáculos del banco descansaban las distintas piezas del pedreñal propiamente dicho -muelles, martillos, cerrojos, eslabones, gatillos, seguros, tornillos, pedernales- y las bandas de latón, los tubos, las pestañas y las sujeciones que servían para ensamblar el arma. Entre todos aquellos receptáculos repartía las herramientas, que eran de su propiedad y llevaba diariamente arriba y abajo en el interior de una pesada caja de madera de nogal que ostentaba una placa de latón con su nombre. Había docenas de limas y destornilladores; pinzas, tijeras de metal, tenacillas, pequeños martillos, un berbiquí y toda una variada serie de piezas, más una colección de herramientas para el trabajo de la madera. Tras haber sido debidamente adiestrado, él mismo se hacía su propio papel de esmeril a partir de la lona, espolvoreando las corrosivas partículas negras sobre una base de cola de pez muy fuerte, y utilizaba la misma técnica para crear distintos tamaños de palillos de esmeril, algunos puntiagudos, otros redondeados y otros romos y achaparrados. La lima de las distintas piezas constituía por lo menos el cincuenta por ciento del arte de la armería y Richard era tan experto que su hermano William el aserrador no permitía que nadie más triscara los dientes de sus sierras cuando llegaba el momento de hacerlo.
En lo que Richard no había reparado hasta que tomó el primer cañón para eliminar la herrumbre y untarlo con manteca de antimonio para conferirle un color dorado era en lo mucho que había echado de menos su oficio. ¡Seis años! Mucho tiempo. Y, sin embargo, sus manos se mostraban seguras y su mente encantada ante la perspectiva de reunir las piezas de un rompecabezas destinado a matar hombres. No obstante, los procesos mentales de un armero no solían prolongarse hasta el extremo de llegar a aquella definitiva conclusión; un armero amaba simplemente lo que hacía y no pensaba en absoluto en su destructor resultado. Pero la parte principal del trabajo giraba en torno a la llave de pedernal. La culata se tenía que labrar con sumo cuidado para que encajara; después, cada muelle y pieza móvil se tenía que limar, ajustar, ajustar y volver a limar, ajustar, hasta que, al final, se alcanzaba la armonía mecánica y llegaba el momento de colocar el pedernal. Los de Norfolk y Suffolk que labraban los pedernales eran también unos artesanos que picaban la piedra sin cesar hasta conseguir que sus facetas se ajustaran exactamente a los requerimientos necesarios para el fin al que estaban destinados. La misión de Richard consistía en formar el ángulo en el cual el pedernal golpeaba el eslabón, una pieza de acero en forma de hoja de una pulgada de longitud cuya base cubría la cazoleta de la pólvora. Cuando el martillo se inclinaba hacia delante y el pedernal se encendía, ambos obligaban al eslabón a levantarse de la cazoleta de la pólvora, produciendo al mismo tiempo una lluvia de chispas. Cuando el pedernal estaba debidamente colocado en las fauces del martillo, la lluvia de chispas era suficiente para hacer estallar la pólvora de la cazoleta; ésta penetraba a través del pequeño oído en la recámara del cañón y allí encendía a su vez la pólvora alojada detrás del proyectil. En el caso del Brown Bess, el proyectil era una bala de plomo de setecientas cincuenta y tres pulgadas de diámetro.