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No había nada que Richard no supiera acerca del Brown Bess. Sabía que éste no servía de nada a un alcance superior a las cien yardas y que la distancia más favorable eran cuarenta yardas o menos. Lo cual significaba que los bandos enfrentados tenían que estar muy cerca para que se pudiera disparar el Brown Bess y que un buen soldado tenía que efectuar dos disparos como máximo antes de utilizar la bayoneta o bien emprender la retirada. Sabía que rara era la batalla en que un hombre disparaba su Brown Bess más de diez veces. También sabía que la carga de pólvora era de tan sólo setenta granos -menos de una quinta parte de onza- y conocía muy bien todos los aspectos de la fabricación de la pólvora, pues, como parte de su aprendizaje, había pasado algún tiempo en las fábricas de pólvora de Tower Harratz del Avon en Temple Meads. Sabía que lo más probable era que sólo uno sobre cuatro de los Brown Besses que él hacía se utilizara en combate. Sabía que su calibre era tan parecido (la bala era dos veces más pequeña que la suave parte interior del cañón) a los calibres franceses, portugueses y españoles, que con él se habrían podido disparar proyectiles de aquellos tres países. Y sabía que, si una de sus balas alcanzaba un objetivo humano, las posibilidades de supervivencia eran muy escasas. Si un hombre recibía el disparo en el pecho o el vientre, sus entrañas quedaban convertidas en una carnicería; si el disparo lo recibía en las extremidades, los huesos quedaban tan fragmentados que el único tratamiento posible era la amputación.

Tardó dos horas en fabricar su primer Brown Bess, pero después recuperó el ritmo y, al término de la jornada, ya estaba en condiciones de terminar un mosquete en una hora. Para él, cuatro chelines por mosquete eran mucho dinero, pero, para el senhor Habitas, todavía más. Una vez deducidos los gastos de las piezas y del salario de Richard, el senhor Habitas obtenía unos beneficios de diez chelines por arma. Había otras armerías más baratas, pero un producto Habitas siempre disparaba. En manos de un buen fusilero, nunca se encasquillaba y el esfuerzo jamás resultaba infructuoso. El senhor Habitas siempre procuraba estar presente cuando sus armeros comprobaban la capacidad de disparo de las armas que fabricaban.

– No soy partidario de utilizar los servicios de cualquier aprendiz -le dijo a Richard mientras ambos se dirigían al campo de tiro aprovechando que aún había luz-. Sólo armeros cualificados y, a ser posible, aquellos a los que yo mismo he enseñado. -De repente, se puso muy serio-. Todo terminará, mi querido Richard, no vayas a pensar otra cosa. Le doy a esta guerra otros tres o cuatro años y no creo que los franceses la abandonen en cualquier estado para volver a combatir contra nosotros. Por consiguiente, ahora tenemos mucho trabajo, pero todo terminará y tendré que prescindir de ti por segunda vez. Es uno de los motivos por los que estoy dispuesto a pagarte cuatro chelines por arma. Pues nunca he visto un trabajo tan bueno como el tuyo y, por si fuera poco, eres muy rápido.

Richard no contestó, lo cual era tan habitual en él que Tomas Habitas no esperaba una respuesta. Richard prefería escuchar. Captaba lo que le decía con su aguda inteligencia, pero no hacía ningún comentario simplemente por hablar. La información subía a bordo y pasaba inmediatamente a las bodegas de carga de su mente y allí se quedaba hasta que los acontecimientos lo obligaban a descargarla. Tal vez, pensó Habitas, es por eso por lo que, aparte de su trabajo, le tengo tanto aprecio. Es un hombre auténticamente pacífico que sólo se ocupa de sus asuntos.

Los diez Brown Besses que Richard había fabricado se encontraban en el estante donde los había colocado el muchacho de diez años que Habitas utilizaba como criado. Richard tomó el primero, retiró el atacador de los tubos de debajo de la parte de la culata que sujetaba el cañón y después alargó la mano hacia un contenedor para tomar un cartucho: la bala y la pólvora se encontraban en el interior de una bolsita de papel. Richard reunió toda la saliva que pudo, hundió los dientes en la base del papel para romperla y humedecerla, echó la pólvora al interior del cañón, arrugó el papel y lo introdujo detrás de la pólvora, y después colocó la bala. Con un hábil movimiento del atascador lo empujó todo hacia la recámara del fondo del cañón. Mientras se acercaba con el mosquete al hombro, dio un golpecito por encima de la recámara para eliminar los restos de pólvora del oído del arma y apretó el gatillo. El martillo, con un pedazo de pedernal en sus fauces, descendió y golpeó el eslabón. Las chispas, la explosión y una enorme nube de humo parecieron producirse simultáneamente; una botella situada a cuarenta yardas de distancia en un anaquel de la pared de tiro se desintegró de inmediato.

– No has perdido tu habilidad -dijo el senhor Habitas con un ronroneo de satisfacción mientras el mozo descalzo barría los trozos de vidrio con una escoba y colocaba en el anaquel otra botella de color oscuro fabricada en Bristol.

– Eso decidlo cuando los haya probado todos -dijo Richard sonriendo.

Nueve se comportaron a la perfección. El décimo necesitaba que se limara un poco más el muelle del eslabón… No sería difícil, pues éste se encontraba situado en el exterior del mecanismo del cerrojo.

Al entrar en el Cooper's Arms, Richard levantó a William Henry de su alta silla y lo abrazó con fuerza, reprimiendo el impulso de estrecharlo fuertemente contra su pecho hasta casi dejarlo sin respiración. ¡William Henry, William Henry, cuánto te quiero! ¡Como la vida, como el aire, como el sol, como a Dios en su Cielo! Después, apoyando la mejilla contra los bucles de su hijo, cerró los ojos y percibió un leve y convulso temblor a través del cuerpecito. Era tan invisible como el ronroneo de un gato; sólo lo notaba con las yemas de los dedos. Una trémula angustia. ¿Angustia? ¿Por qué aquella palabra?

Abrió repentinamente los ojos, apartó a William Henry a la distancia de su brazo y contempló su rostro. Distante y cerrado.

– Parece que no te echa de menos -dijo tranquilamente Dick.

– Se ha comido todo lo que había en el plato -dijo Mag con orgullo.