– Está loco -dijo Dick-. Loco como un cencerro.
La guerra contra las trece colonias americanas seguía adelante y los perplejos ciudadanos de Bristol suponían que, con tantas victorias inglesas, el día menos pensado se recibiría la noticia de la rendición americana. Pero la noticia jamás se recibió. Cierto que los colonos habían conseguido invadir Boston y se la habían arrebatado a sir William Howe, pero sir William se había trasladado rápidamente a Nueva York, con la aparente intención de dividir y vencer, empujando a George Washington hacia Nueva Jersey para que se interpusiera entre las colonias del norte y las del sur. Su hermano el almirante Howe había vencido a la inexperta armada americana en Nassau y en Narragansett Bay, por lo que Britania imperaba en los mares.
Hasta entonces, el gobierno colonial había intentado seguir un camino intermedio y reconciliar a los dos bandos en guerra, el de los leales a la corona y el de los rebeldes, pero ahora, justo cuando -a los ojos de Bristol por lo menos- la derrota americana parecía inevitable, Pensilvania repudiaba su alianza con la Corona y se unía con entusiasmo a los rebeldes. No tenía sentido, sobre todo para los cuáqueros de Bristol, que eran sus parientes consanguíneos.
En agosto de 1776, las gacetas de noticias informaron de que el Congreso Continental había aceptado el borrador de Thomas Jefferson de la discutida Declaración de Independencia y lo había firmado sin el consentimiento de Nueva York. John Hancock, el presidente del Congreso, había sido el primero en firmar con una rúbrica que su efigie, cuyo pellejo vacío todavía colgaba del poste de la American Coffee House, le habría podido envidiar. En cuanto las andrajosas tropas del general Washington aclamaron la declaración, Nueva York la ratificó. La voluntad de independencia era ahora unánime, si bien Nueva York, sobre todo por la parte de Manhattan, seguía siendo lealista. Ahora la bandera del Congreso Continental presentaba trece barras alternas rojas y blancas.
Las negociaciones de paz en Staten Island quedaron interrumpidas cuando los colonos se negaron a anular la Declaración de Independencia, lo cual dio a lugar a que sir William Howe invadiera Nueva Jersey con sus soldados ingleses y diez mil mercenarios de Hesse que el rey había contratado para reforzar su ejército. Todos cayeron ante el avance inglés: Washington cruzó el río Delaware para entrar en Pensilvania y después lo volvió a cruzar a pesar del crudo invierno para infligir una abrumadora derrota a los alemanes de Hesse que estaban de juerga en Trenton. Tras una segunda y menos importante victoria en Princeton, el ejército rebelde se retiró a las colinas de Morristown y el estupefacto general Howe regresó a Manhattan con su no menos sorprendido segundo en el mando lord Cornwallis. Cuya familia era propietaria de Cornwallis House en Clifton Hill y muy querida por ello por todos los habitantes de Bristol.
Para Richard, 1776 había sido un año de mosquetes y dinero; tenía quinientas libras en el Banco de Bristol y los doce chelines diarios que entregaba a su padre habían permitido que el Cooper's Arms mantuviera las puertas abiertas mientras otros taberneros se veían obligados a cerrar las suyas para siempre. Los apuros eran muchos, tanto para los de en medio como para los de abajo. Tiempos horribles.
El índice de delincuencia había aumentado de una forma increíble y llevaba consigo un curioso síntoma de aquella amarga y desesperante guerra americana: los reos y los pobres-sin-parroquia ya no eran enviados por barco a las trece colonias y vendidos allí como mano de obra con contrato. Aquella antigua y provechosa costumbre había permitido al Gobierno poner en práctica las medidas punitivas más duras de Europa, con lo que había reducido al mismo tiempo la población reclusa. Por cada ahorcado francés, había diez ingleses; por cada ahorcado alemán, había quince ingleses. De vez en cuando se ahorcaba a alguna mujer. Pero casi todos los condenados por delitos de menor cuantía que los salteamientos de caminos, asesinatos o incendios provocados eran vendidos por lotes según sus oficios a contratistas que los apretujaban a bordo de sus barcos y los transportaban a alguna de las trece colonias, donde los revendían provechosamente como esclavos blancos. Una de las diferencias entre ellos y los esclavos negros estribaba en el hecho de que, teóricamente por lo menos, su esclavitud era de carácter temporal. Pero a menudo no era así, especialmente si la persona esclava pertenecía al sexo femenino. Bien lo supo Moll Flanders.
La deportación de mano de obra blanca con contrato de aprendizaje se limitaba en buena parte a algunas de las trece colonias, pues los propietarios de las plantaciones de las Indias Occidentales preferían la mano de obra negra. Creían que los negros estaban más acostumbrados al calor, trabajaban mejor en tales condiciones climáticas… y su aspecto físico no se parecía para nada a los del amo y el ama. A pesar de que ahora había motivos para que el sistema de las deportaciones tocara a su fin, los tribunales ingleses que se reunían semestralmente para juzgar delitos de menor cuantía y los que se reunían periódicamente para juzgar las causas de los distintos condados no dejaron por ello de castigar con la máxima dureza incluso a los acusados de delitos de muy poca monta. El derecho penal inglés no estaba destinado a proteger los derechos de unos pocos aristócratas, sino que su propósito era proteger los de todas las personas que hubieran adquirido una cierta riqueza, por pequeña que ésta fuera. De ahí que la población reclusa estuviera aumentando a un ritmo alarmante y se echara mano de castillos y viejas mansiones para utilizarlos como centros auxiliares de detención, a través de cuyas puertas tanto antiguas como nuevas seguía pasando una incesante corriente de reos encadenados.
En determinado momento, a un tal Duncan Campbell, un contratista de obras y especulador londinense de origen escocés, se le ocurrió la idea de utilizar como cárceles viejos navios de guerra ingleses retirados del servicio. Compró uno de dichos barcos, el Censor, lo amarró al Royal Arsenal del Támesis y lo llenó con doscientos reclusos. Una nueva ley permitía utilizar a los reclusos en obras públicas, por lo que los reclusos del Censor se vieron obligados a dragar la parte del río que discurría a lo largo de aquella importante vía marítima y a construir nuevos muelles, un trabajo que ningún hombre libre hubiera querido hacer a no ser que le pagaran muy bien. La mano de obra reclusa sólo costaba lo que la comida y el alojamiento, cosa que el señor Duncan Campbell ofrecía a bordo del Censor. Al principio, se cometieron algunos errores; Campbell descubrió que las hamacas no eran unas camas apropiadas para los reclusos cuyas cadenas se enganchaban con los soportes. Entonces las sustituyó por literas superpuestas, con lo cual ahorró espacio y pudo aumentar el número de los reclusos a trescientos. El gobierno de su majestad británica se mostró encantado y muy dispuesto a pagarle a Campbell todas las molestias. El excedente de reclusos se podía almacenar en barcos hasta que la guerra terminara y se pudieran reanudar las deportaciones en gran escala. ¡Qué alivio!
Un tabernero tenía muy claro a qué obedecía el incremento de los delitos de menor cuantía; casi todos ellos se producían cuando los delincuentes estaban bebidos. A falta de trabajo, el ron y la ginebra eran cada vez más necesarios para aquellos que no veían ningún rayo de esperanza que iluminara su dolorosa situación. Las prendas de seda, los pañuelos y los perifollos eran el sello distintivo de las clases más pudientes. Los hombres y las mujeres -e incluso los niños-, obligados a pedir limosna a las parroquias, desahogaban su rabia y su frustración en la bebida en cuanto recibían una moneda y entonces, borrachos como cubas, se dedicaban a hurtar prendas de seda, pañuelos y perifollos. Las cosas que no se podían tener, no se podían tener. Mejor venderlas a bajo precio. Cosas que -en Londres y Bristol por lo menos- se podían vender a los que comerciaban con objetos robados a cambio del precio de un trago o de unas cuantas horas de embriagado bienestar. Y, cuando los atrapaban, los enviaban a los tribunales que los condenaban a muerte o a catorce años de cárcel o, con más frecuencia, a siete años. Con la etiqueta de «deportación». Deportación, ¿adónde? Una pregunta sin respuesta y que, por consiguiente, jamás se formulaba.