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En cuestión de cuatro días la población de la isla de Norfolk pasó de ciento cuarenta y nueve personas a cuatrocientas veinticuatro; a bordo del Sirius y del Supply había llegado más gente de la que jamás hubiera vivido allí antes del mes de marzo de 1790. Además, ambos veleros transportaban provisiones adicionales de toda suerte de cosas, desde harina a ron.

– ¡Pero eso no es suficiente ni con mucho! -le gritó desesperado el teniente King al comandante Ross-. ¿Cómo voy a poder alimentar a todo el mundo?

– Eso ya no será asunto vuestro -le replicó bruscamente el comandante-. Vos sólo seréis comandante hasta que zarpe el Supply, cosa que no tardará en ocurrir en cuanto mejore el estado de la mar y pueda desembarcar los suministros en este lado de la isla. Hasta vuestra partida, yo obedeceré vuestras órdenes. Pero la alimentación de esta gente me corresponde a mí. Al igual que su alojamiento. -Ross rodeó con su brazo a su hijo Alexander John de diez años de edad, nombrado subteniente del cuerpo de la marina a la muerte del capitán John Shea, lo cual había dado lugar al ascenso de varios oficiales y a una vacante justo en el último puesto. Little John, tal como todo el mundo lo llamaba, era un reposado chiquillo que se guardaba mucho de complicar la vida de su padre más de lo que ya estaba; soportaba su suerte con resignación, sabiendo muy bien que su heterodoxo ascenso no le granjearía el afecto de sus compañeros oficiales. Su padre, de pie en lo alto de la loma en la cual se había construido la humilde casa del Gobierno, contempló más allá del saliente que se proyectaba hacia fuera al nivel del mar, la misma clase de caos que se había producido después del desembarco en Port Jackson.

La gente vagaba sin rumbo de un lado para otro, incluidos los cincuenta y seis nuevos infantes de marina sin cuartel. Sus oficiales habían requisado a los antiguos convictos residentes sus cabañas y éstos contribuían a aumentar la confusión, incorporándose a las filas de los recién llegados sin hogar.

– Espero -dijo Ross con la cara muy seria- que tengáis a un buen número de hombres aserrando madera, ¿verdad, señor King?

– Sí, todo el que se ha podido. -La inquietud de King estaba aumentando por momentos al igual que su ansia de abandonar cuanto antes la isla de Norfolk-. Tenemos tres aserraderos, pero tendré que buscar más hombres para aserrar y eso, tal como vos sabéis, comandante Ross, no se puede hacer fácilmente.

– Entre los nuevos convictos, hay aserradores de Port Jackson.

– Y confío en que también haya más sierras.

– Su excelencia sólo ha enviado tres sierras de doble asa y cien sierras manuales. -Ross apartó el brazo de los hombros de su hijo-. ¿Se dedica Richard Morgan a aserrar?

El rostro de King se iluminó.

– Me es tan necesario -contestó- como Nat Lucas, mi jefe de carpinteros, o Tom Crowder, mi secretario.

– Ya os dije que Morgan era un hombre valioso. ¿Dónde está?

– Aserrando hasta que oscurezca.

– ¿No afilando sierras?

King esbozó una sonrisa.

– Ha puesto a mujeres a afilar y está dando muy buen resultado. Su compañero de sierra es el soldado Wigfall. Bueno, es que se nos acabaron los convictos apropiados. Es una tarea muy poco envidiable, pero, al parecer, a Wigfall se le da muy bien, al igual que a Morgan y otros pocos. Disfrutan de excelente salud, probablemente gracias al duro esfuerzo y a la buena alimentación.

– Conviene que se les mantenga bien alimentados, aunque otros pasen hambre. Lo primero -añadió Ross, olvidando momentáneamente que King aún ocupaba el cargo- es construir un cuartel para mis infantes de marina. Vivir en tiendas es un auténtico infierno…, siempre y cuando Hunter tenga a bien mover su regio trasero para descargar las tiendas. -A continuación, el comandante añadió, aunque no a modo de disculpa-: ¿Tenéis alguna idea de dónde se podría construir el cuartel?

– Allí, al otro lado del pantano -contestó King, tragándose noblemente su irritación-. La tierra que rodea la base de las colinas que se levantan detrás de Sydney Town carece de agua, si bien quiero añadir que el pino de Norfolk echa rápidamente raíces cuando se planta. Sería mejor utilizar piedra en los cimientos… ¿Ha venido algún albañil?

– Varios y también algunos cinceles de piedra. Port Jackson no necesita más edificios de momento, mientras que su excelencia sabe que la isla de Norfolk los va a necesitar con urgencia. Por cierto, se alegró mucho de recibir la cal… No hemos encontrado ni un solo guijarro de piedra caliza en nuestros recorridos por el condado de Cumberland.

– En tal caso, cuando lo vea le podré decir que por eso no se preocupe. Podemos producir cien bushels de cal al día en caso necesario -dijo King, ansiando tomarse una copa de oporto, pese a constarle que el comandante no aprobaba la ingestión de más de media pinta diaria de cualquier bebida capaz de provocar intoxicación. Vio a Ann en la puerta de la casa y decidió abandonar al comandante a sus propios recursos; a fin de cuentas, Ann estaba embarazada de su segundo hijo y puede que estuviera en algún apuro-. ¡Tengo que irme! -dijo, girando en redondo.

Inmediatamente apareció la menuda figura del subteniente Ralph Clark, a quien Ross despreciaba hasta el día en que observó que el empalagoso e inmaduro Clark tenía un toque especial con los niños e incluso parecía disfrutar cuidando de Little John. Una nulidad como marino, pero una niñera sensacional.

– Me encantaría poder ponerme una camisa limpia, señor -dijo cortésmente Clark mirando con una sonrisa a Little John-. Tal como estoy seguro de que vos también. Podrían habernos enviado por lo menos nuestro equipaje a la orilla.

– Dudo que el Sirius consiga descargar algo -contestó un malhumorado Ross-, aunque observo que el Supply se está dando muy buena maña en hacerlo.

– Es que el Supply tiene a Ball y Blackburn, señor. Conocen el lugar.

Mientras que Hunter, el del Sirius, pensó Ross, es una pura calamidad.

– Cuidad de Little John, teniente. Tengo que dar un paseo.

Las cicatrices del violento huracán aún resultaban visibles más de un año después, si bien los árboles aprovechables habían sido descortezados y reducidos a la longitud apropiada. Los que eran demasiado grandes para el aserradero y los que ya estaban podridos se habían destinado a la producción de antorchas y de astillas y los troncos se habían cortado en varias partes y colocado en canastas o bien amontonado para la quema. La colonia, explicó King, aún estaba ocupada aserrando los árboles arrancados por el viento, aunque el desmonte de las colinas que rodeaban el valle y Sydney Town aún no había terminado y la madera todavía se estaba almacenando. En invierno, pensó Ross, tendré leña para la hoguera todas las noches. Se está desperdiciando demasiado terreno con desechos de pino.

En opinión de Ross, la isla era mucho peor que Port Jackson; aún no sabía cómo podría acoger a más de cuatrocientas personas con unas mínimas condiciones de comodidad. Había verdura en abundancia a pesar de los ejércitos de gusanos, pero la gente no podía vivir sólo de verdura y tanto menos si tenía que trabajar duro; la gente también necesitaba carne y pan. El tamaño de la cosecha de trigo del granero lo había dejado asombrado, lo mismo que el de la cosecha de maíz. Sólo la presencia constante de algunos de los retoños de MacGregor y Delphinia mantenía a raya a las ratas alrededor del granero, explicó King, pero, con las nuevas remesas de convictos, habían llegado una docena más de perros y dos docenas de gatos que contribuirían a controlar las hordas de roedores. Los cerdos se desarrollaban allí mucho mejor que en Port Jackson. Se alimentaban a base de maíz, remolacha forrajera, sobras de pescado y cualquier otra cosa que les sentara bien, incluida la médula de palma y de helechos arbóreos. También comían a veces una especie de ave marina que anidaba en las laderas de Mount George entre los meses de noviembre y marzo.