Выбрать главу

– Una criatura muy boba -explicó King- que se pierde y no consigue encontrar el camino de su casa. ¡Juá, juá! Cuando está aquí, se pasa toda la noche aullando como un fantasma y les pega un susto de muerte a los que acaban de llegar. Basta con tomar una antorcha para atraparlos sin la menor dificultad. Soltamos a los cerdos en Mount George y se dan un atracón. Probamos a comerlos aprovechando que los tenemos tan a mano, pero están muy gordos y saben a pescado… ¡qué asco!

Lo cual significa, pensó Ross mientras caminaba, que los cerdos entrarán a formar una considerable parte de mis cálculos.

El trigo, a pesar de ser muy abundante, no podría alimentar a cuatrocientas veinticuatro personas hasta que llegara la nueva cosecha; la siembra tenía lugar en mayo o junio y la cosecha en noviembre o diciembre. Según King, el maíz crecía durante todo el año. Su técnica para afrontar el problema de las ratas y los gusanos, explicó King, consistía en plantar trigo al término de una invasión de gusanos, y maíz todo el año. Las espigas de trigo eran demasiado frágiles para que las ratas treparan por ellas mientras que el maíz era para ellas como una escalera. Sin embargo, las espigas maduras de ambos cereales eran devastadas por los loros verdes que bajaban del cielo en grandes bandadas. La domesticación de la naturaleza, pensó el comandante, era una guerra constante.

Recorrió el saliente rocoso que se proyectaba a nivel del mar de extremo a extremo y de delante hacia atrás, sin dejar de pensar. Basta de llevar gente a Arthur's Vale; estaba claro que aquél era el lugar más próspero y, por consiguiente, se tenía que reservar para el cultivo. Lo cual significaba que, de momento, Sydney Town tendría que acoger a todo el mundo…, pero sólo de momento. Tendría que visitar a Robert Webb y a su mujer y al convicto Robert Jones al que tanto tiempo llevaba sin ver, los cuales tenían unas tierras a medio camino entre Sydney Town y Cascade. Oh, Cascade… ¡En menudo lugar se habían visto obligados a desembarcar! ¡Y cómo se debía de haber reído Hunter al ver al nuevo teniente gobernador sin equipaje a bordo de una lancha llena de pollos! Ross se enfureció y concentró todas sus energías en desearle las mayores desgracias al capitán del Sirius John Hunter; a pesar de ser un escocés muy práctico y realista, el comandante creía que una maldición ejercía un gran poder. Hunter no prosperaría. Hunter sufriría. Hunter caería. Maldito fuera, maldito fuera, maldito fuera una y mil veces…

Sintiéndose mucho mejor, se detuvo al llegar al extremo más alejado del arrecife y se volvió para contemplar hacia el este la tierra desbrozada, pero todavía no ocupada, que confinaba con el mar a lo largo de la playa situada más allá de Turtle Bay. Aquel extremo, junto con el camino que bajaba al desembarcadero, pensó, acogería a los infantes de marina y a sus oficiales, impidiendo de este modo a los convictos acceder a Arthur's Vale y a la comida que en aquellos momentos estaba almacenada en el espacioso establo de King y en el entrepiso del granero. Alojaría a los convictos al este de las tropas, diez por cabaña, y que se fueran al carajo las restricciones impuestas por el reverendo Johnson para evitar que los delincuentes de ambos sexos fornicaran entre sí. En opinión de Ross, la libertad de fornicar constituía un cierto motivo de satisfacción. Que Dios los perdonara, pues Dios les había enviado otras muchas pruebas.

A los convictos que poseían cabañas en la playa y habían sido desalojados de las mismas en favor de los oficiales, se les tendrían que devolver las viviendas; Ross era duro, pero justo. A los que habían trabajado con esfuerzo en aquel lugar -muy pocos, la verdad fuera dicha- se les debería agradecer el esfuerzo. Regresarían a sus cabañas en cuanto los oficiales dispusieran de alojamiento apropiado, y también serían los primeros convictos en recibir tierras. Pues ésta sería la única respuesta, a su juicio: abrir el interior de aquella partícula situada en medio de la infinidad del océano y poblarla. Que a los que estuvieran dispuestos a trabajar se les ofreciera el incentivo de hacerlo a cambio de tierra…, a algunos alrededor de Sydney Town, a unos pocos en Arthur's Vale y a la gran mayoría en la región virgen de la isla. Ya basta de senderos: un camino propiamente dicho a Ball Bay, a Cascade, a Anson Bay. En cuanto hubiera caminos, la gente se podría desplazar a otros lugares. Si alguna ventaja tenía en sus manos, era la gran cantidad de mano de obra.

Guardándose todas aquellas decisiones, se volvió hacia el oeste en dirección a Arthur's Vale, reconociendo a regañadientes que, a la vista de la escasa mano de obra de que había dispuesto hasta la fecha, el teniente King no había permanecido ocioso durante sus dos años de estancia en la isla de Norfolk. Los cimientos de madera del granero y el establo estaban siendo sustituidos poco a poco por una piedra productora de cal (no era piedra caliza sino calcarenita) que King había descubierto en los alrededores del cementerio, el patio del ganado contiguo al establo era muy espacioso y la presa había sido todo un hallazgo. Encontró el segundo aserradero, protegido del sol mediante un cobertizo y vio a los hombres trabajando sin desmayo; contempló con cierta tristeza al grupo de mujeres que, sentadas bajo un tejado, afilaban las sierras y siguió adelante cuesta arriba hasta más allá de la presa, donde las laderas de las colinas se estaban desmontando con vistas al cultivo de más trigo y maíz. Allí localizó el tercer aserradero y a Richard Morgan encaramado a un gigantesco tronco. Comprendiendo la imprudencia de llamar la atención del aserrador mientras el letal instrumento cortaba varias pulgadas de aquella circunferencia de seis pies -ya había llegado al duramen y a las grandes vigas-, el comandante Ross permaneció en silencio, contemplando su actuación.

El aire era húmedo, el tiempo era mejor que en cualquier otro momento desde su llegada a la isla cuatro días atrás y los hombres del aserradero trabajaban vestidos tan sólo con unos raídos y manchados pantalones de lona. Eso no está bien, pensó Ross. Ni uno solo de ellos goza del privilegio de unos calzoncillos, eso lo sé desde Port Jackson donde los últimos calzoncillos de un convicto se rompieron hace nada menos que doce meses. O sea que llevan a cabo este trabajo mientras las ásperas costuras de los pantalones les rozan la entrepierna. Aunque aborrezco a los convictos, tengo que reconocer que una buena parte de ellos no son malos y algunos son extremadamente buenos. Por mucho que King ensalce las virtudes de la gente como Tom Crowder -un pelotillero de no te menees- yo prefiero a los que son como Richard Morgan, el cual sólo abre la boca para decir cosas de sentido común. Y Nat Lucas, el pequeño carpintero. Crowder trabaja infatigablemente en su propio provecho; en cambio, Morgan y Lucas lo hacen simplemente por el placer del trabajo bien hecho. Qué extraños son los designios de Dios que hacen que algunos hombres y mujeres sean auténticamente laboriosos y otros sean unos holgazanes…

Una vez terminado de cortar el tronco, Ross decidió hablar.

– Veo que estás trabajando muy duro, Morgan.

Sin molestarse en disimular su alegría, Richard se dio la vuelta en el tronco, saltó de éste al suelo y se acercó. Alargó automáticamente la mano, pero se detuvo a tiempo para convertir el gesto en un simple saludo.

– Bienvenido, comandante Ross -dijo sonriendo.

– ¿Te han expulsado de tu cabaña?

– Todavía no, señor, pero supongo que lo harán.

– ¿Dónde vives para que eso no haya ocurrido?

– Más arriba, justo donde termina el valle.