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– Pues, sí, forma parte del grupo y debe de andar por ahí. Es tuyo.

Ah, pensó Richard rebosante de alegría. He hecho la transición sin dolor. Cuán grande debe de ser la amabilidad del comandante Ross para hablar con un convicto como si fuera un compañero. ¿Es por eso por lo que me ha mantenido en reserva aquí?

El viernes 19 de marzo, con buena mar y un día precioso, el Sirius se encontraba en la bahía de Sydney dispuesto a soltar su carga. Estaba a sotavento de la isla Nepean, a punto de bajar sus botes al agua, pero, al ver que se estaba desviando demasiado hacia las rocas de Point Hunter, sus comandantes decidieron apartarlo; no consiguió virar y se quedó inmóvil. El piloto Keltie decidió virarlo a sotavento con el viento alrededor de la popa justo en el preciso instante en que éste se transformaba de brisa en vendaval. Una vez más, no consiguió virar. En el momento en que sonaba la campana del mediodía, una ola lo arrancó del seno de dos olas y lo arrojó de costado contra el arrecife. Armados con hachas, los marineros cortaron los mástiles hasta el nivel de la cubierta, rompiendo a hachazos los botes y dejando el barco envuelto en toda una mezcla de palos y velas. Varias lanchas salieron disparadas desde la playa y desde el Supply que se encontraba en el fondeadero, pero sin la menor esperanza de poder llegar hasta él; el traidor oleaje se levantó de pronto por encima del llamado Chess-tree, una sujeción de madera de roble situada en el punto en que la curva de la popa se enderezaba para seguir la borda. Mientras los marineros trabajaban sin descanso para retirar de la cubierta los aparejos caídos, una guindaleza de siete pulgadas de circunferencia fue remolcada hasta la orilla y asegurada a uno de los pinos supervivientes; las personas que se habían salvado a bordo se aferraron a la guindaleza y ésta se fue enrollando alrededor del tronco para acercarlas a la orilla a través del oleaje de la marea vespertina. Mientras la guindaleza se combaba en el centro justo donde rompían las olas, el capitán John Hunter, el primer hombre que alcanzó la orilla, llegó lo bastante magullado, herido y lleno de cortes para asegurarle al comandante Ross que su maldición había dado resultado. Cosas peores le caerían encima a Hunter, pues había perdido su barco y tendría que comparecer en juicio en Inglaterra. Otros oficiales lo siguieron antes de que a alguien se le ocurriera colocar un llamado traveler, un trozo de emparrillado en el cual los hombres se podían situar para protegerse por lo menos las piernas y el trasero de la aspereza del coral. Sólo cuando bajara la marea podrían colocar un trípode bajo la proa en la guindaleza, pero, de momento, no había ninguna posibilidad de hacerlo.

Algunos miembros de la tripulación del Sirius que se encontraban de permiso en la playa, se pasaron un buen rato nadando arriba y abajo entre el barco y la orilla, y lo mismo hizo Stephen Donovan, muy molesto por el hecho de que nadie del Sirius le hubiera pedido información acerca de los vientos y las corrientes de la zona. ¡Santo cielo, con un barco tan grande, alguien habría tenido que comprender que la isla Nepean hacía cosas raras con el viento! ¿Por qué razón Hunter no había echado mano de los servicios de David Blackburn o Harry Ball si su arrogancia le impedía recurrir a un simple marino de la marina mercante?

La noticia llegó a los aserraderos con la misma rapidez con que siempre se transmiten las malas noticias; Richard los visitó todos y prohibió a sus equipos interrumpir el trabajo a no ser que se recibieran órdenes de que se les necesitaba. Había que proporcionar cobijo a varios centenares de personas, habida cuenta sobre todo de que la tripulación del Sirius había quedado ahora abandonada en la isla de Norfolk y estaba integrada por unos cien hombres más… Si el Sirius no pudiera zarpar rumbo a Catay, lo tendría que hacer el Supply, lo cual significaba que transcurrirían meses y meses sin que recibieran ayuda. O eso pensaba Richard, tal como efectivamente ocurrió. El amanecer del sábado permitió comprobar que el Sirius se encontraba todavía intacto; tenía el espinazo roto, pero la popa había quedado suspendida del arrecife, inclinada en ángulo. Las condiciones del desembarco fueron terribles. El viento se había convertido en un pequeño vendaval y las nubes amenazaban tormenta, pero los trabajos de descarga de las provisiones se prolongaron a lo largo de todo el día; a las cuatro de la tarde, los últimos hombres ya estaban en la orilla, tras haber vaciado las bodegas del Sirius y depositado la carga en la despejada cubierta para poder sacarla más fácilmente.

Pero a las nueve de la mañana de aquel sábado, King, sometiéndose a la opinión del comandante Ross, convocó una reunión de todos los oficiales del Sirius y del cuerpo de la marina. Ross llevó la voz cantante.

– El teniente King, tal como corresponde en un caso de emergencia como éste, me ha cedido oficialmente el mando de teniente gobernador -dijo Ross, cuyos pálidos ojos azules mostraban el mismo brillo acerado que un lago de las Tierras Altas de Escocia-. Es necesario adoptar decisiones que aseguren la paz, el orden y el buen gobierno en este lugar. Me informan de que el Supply podrá acoger a bordo a unos treinta miembros de la tripulación del Sirius así como a la señora King, su esposa, y a su hijo, y es de todo punto imprescindible que el Supply zarpe cuanto antes rumbo a Port Jackson. Su excelencia tiene que ser informado de inmediato de este desastre.

– ¡Yo no he tenido la culpa! -jadeó Hunter, tan pálido como si estuviera a punto de desmayarse-. ¡No pudimos efectuar la virada, no pudimos! En cuanto el viento cambió de dirección, ¡las velas se vinieron abajo!… Todo ocurrió muy rápido… ¡muy rápido!

– Yo no he convocado esta reunión para echar la culpa a nadie, capitán Hunter -dijo secamente Ross; dominaba la situación y, por una vez, la Armada Real tendría que inclinarse ante un miembro de un cuerpo que no tenía ningún derecho a llamarse «Real»-. Lo que hemos venido a discutir aquí es el hecho de que una colonia que hace seis días contaba con ciento cuarenta y nueve personas tendrá ahora más de quinientos habitantes, incluidos más de trescientos convictos y unos ochenta y tantos hombres del Sirius. Estos últimos, en su calidad de marinos, no serán muy útiles ni en el gobierno de los convictos ni en las labores del campo. Señor King, ¿esperáis que el gobernador Phillip envíe de nuevo aquí al Supply desde Port Jackson?

La expresión del rostro de King fue una mezcla de sobresalto y perplejidad, pero, aun así, el teniente meneó enérgicamente la cabeza.

– No, comandante Ross, no podéis contar con el regreso del Supply. Según tengo entendido, Port Jackson se muere de hambre y su excelencia teme que Inglaterra, por alguna razón que nadie sabe, se haya olvidado de nosotros. Con la desaparición del Sirius, el Supply es el único nexo que le queda con otros lugares. El Supply tendrá que dirigirse a la Ciudad del Cabo o a Batavia en busca de provisiones y yo apuesto a que su excelencia elegirá Batavia porque será una travesía más fácil para un barco tan viejo y maltratado por las inclemencias meteorológicas. Su principal preocupación es que alguien regrese a casa y le recuerde a la corona que la situación en ambas colonias es desesperada. A no ser, claro, que llegue un barco almacén. Pero eso, caballeros, es cada vez menos probable.

– No podemos contar más que con lo peor, señor King. Por consiguiente, no abrigaremos la esperanza de la llegada de un barco almacén. Tenemos trigo y maíz en el granero, pero aún faltan por lo menos dos meses para la siembra y ocho para la cosecha. Si conseguimos sacar todas las provisiones del Sirius antes de que se hunda -hizo caso omiso de la expresión de Hunter-, calculo que podremos alimentar a todo el mundo durante tres meses como mucho. Tendremos que pescar constantemente e intentaremos consumir todas las aves comestibles que encontremos.