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– ¿Sí, señor? -preguntó mientras los hombres se apartaban.

– Encargaré al soldado Stanfield que busque a Edmunds. ¿Estarás en el tercer aserradero?

– Sí, señor.

– Te voy a enviar a John Lawrell para que viva contigo y haga lo que le mandes. Es un buen hombre, pero un poco duro de mollera.

Ordénale cuidar del huerto. Durante las primeras seis semanas, Tom Crowder recogerá lo que vaya madurando, tras lo cual sólo recogerá dos tercios.

– Sí, señor -dijo Richard, cuadrándose y retirándose a toda prisa. John Lawrell. Llevaba un año en la isla de Norfolk y Richard sólo lo conocía de pasada. Un afable y un tanto descuidado sujeto nativo de Cornualles, procedente de los pontones Dunkirk y Scarborough que formaba parte del grupo de obreros supervisados por Stephen. ¿Qué estaba tramando el comandante Ross? De hecho, le acababa de asignar un criado para que cuidara oficiosamente de su cabaña.

Cuando llegó al tercer aserradero, donde Sam Hussey y Henry Humphrey estaban aserrando, ya había comprendido los motivos del comandante: habiendo tanta gente nueva en la isla, los antiguos residentes que disponían de unos magníficos huertos de verduras corrían el riesgo de perder su producción a manos de los ladrones, con ley marcial o sin ella. Ross le había otorgado un guardia para evitar que le birlaran los productos, y pensaba hacer lo mismo con todos los que tuvieran huertos aceptables. Y nadie como Ross para elegir a los guardias de entre las filas de los pobres lerdos. Reprimiendo un suspiro, Richard juró que, en sus ratos libres, se dedicaría a aserrar para construirle a Lawrell su propia cabaña. La idea de compartir una vivienda le resultaba todavía más repugnante que la de disponer de poca comida.

– Voy a echar un vistazo a los nuevos aserraderos, Billy -le dijo al soldado Wigfall, a quien tenía por un buen amigo. Le guiñó el ojo y soltó una carcajada-. Y a asegurarme de que no nos asignen como aserradores a más malditos Williams. -De pronto, pensó en otra cosa-. Si apareciera un galés llamado Taffy Edmunds, siéntale a la sombra, ¡pero no con las mujeres!, y dile que me espere. Será nuestro maestro afilador. Lástima que no le gusten las mujeres, pero tendrá que aprender.

Tres de los nuevos aserraderos se encontraban más allá de los límites orientales de Sydney Town, en un lugar donde las laderas de las colinas aún estaban cubiertas de bosques. En cierto modo, Ross ya había conseguido encontrar tiempo para pensar en lo que quería y había ordenado que se talaran árboles en una franja de veinte pies de anchura desde Turtle Bay a Ball Bay con el fin de construir un camino propiamente dicho. Los caminos de las laderas de las colinas que bajaran a Turtle Bay se construirían en diagonal y bajarían por la pendiente; en cuanto pasaran a Ball Bay, se construiría otro aserradero para hacerse cargo de toda la madera de allí. Sería imposible que un solo hombre controlara unos aserraderos tan distantes entre sí, por lo cual éste tendría que poner al frente de cada aserradero a un jefe que no redujera el ritmo del trabajo aprovechando la ausencia del supervisor. Pero aquél no iba a ser el único camino que se construyera: se tendría que abrir una franja de veinte pies de anchura hasta Cascade y una tercera, la más larga, hasta Anson Bay, hacia el oeste. Aserraderos y más aserraderos, éstas eran las órdenes del comandante.

A la vuelta, bordeó la anónima playa que actuaba a modo de red atrapando los pinos que caían desde los acantilados al agua, donde el mar los empujaba hacia la orilla en la que formaban una especie de balsa de troncos tan antigua que ya se había convertido en una especie de piedra. Y allí, flotando hacia delante y hacia atrás en el agua -el viento soplaba demasiado hacia el oeste para provocar una fuerte marejada-, vio un retorcido montón de velas del Sirius. Muy útil, comprendió inmediatamente, apurando el paso. La marea estaba empezando a subir, por lo que no era probable que la vela regresara al mar, pero, aun así, el hallazgo le pareció demasiado importante para correr el riesgo de perderlo por desidia.

El primer hombre revestido de autoridad que encontró fue Stephen, que aquellos días se encargaba de supervisar la cantera de piedra.

Deshaciéndose en sonrisas, Stephen abandonó inmediatamente a sus obreros.

– ¡Dichosos los ojos! Llevo una semana sin apenas verte. -La expresión de su rostro cambió-. ¡Qué lástima, Richard! -exclamó-. Mira que haber perdido el Sirius… ¿Qué fuerzas del mal se están confabulando contra nosotros?

– No lo sé. Y creo que no quiero saberlo.

– ¿Qué te trae por aquí abajo?

– Nuevos aserraderos, ¿qué otra cosa si no? Teniendo a Ross por comandante, tendremos que pasar del idealismo de Marco Aurelio al pragmatismo de Augusto. No digo que el comandante deje la isla de Norfolk revestida de mármol, de la misma manera que no la encontró hecha de ladrillo, pero seguro que le dejará caminos, señal, creo yo, de que tiene intención de enviar a la gente a otros lugares, aparte de Sydney Town. -Richard parecía tener prisa-. ¿Puedes dedicarme un poco de tiempo y de hombres?

– Siempre y cuando el motivo lo merezca. ¿Qué ocurre?

– Nada, para variar -contestó Richard, sonriendo-. De hecho soy portador de una buena noticia. Hay una enorme masa de velas del Sirius en la playa más alejada y puede que haya más cuando suba la marea. Servirá de toldo para la gente que carece de tiendas. En cuanto la gente esté debidamente alojada, se podrá cortar para hacer hamacas, sábanas para las camas de los oficiales… y millares de otras cosas. Temo que muchas pertenencias de los oficiales acaben en poder de tipos como Francis y Peck.

– ¡Dios te bendiga, Richard!

Stephen echó a correr, gritando y saludando con la mano a sus hombres.

Aquella noche, armado con una antorcha de leña de pino para encontrar el camino del valle en medio de la oscuridad (el toque de queda empezaba a las ocho) Richard se adentró en Sydney Town en busca de los rostros que había visto en medio de la asamblea. Las tiendas se habían levantado detrás de la hilera de cabañas de la playa, pero muchos de los convictos no tendrían más remedio que dormir al raso, pues la tripulación del Sirius había gozado de preferencia en la cuestión de las tiendas. Confiaba en que, al día siguiente, las velas del Sirius ofrecieran cobijo a todos.

Una gran hoguera de restos de madera de pino ardía en el lugar donde apoyarían la cabeza los que no tenían donde descansar. A pesar de los dieciséis meses que llevaba en la isla, Richard aún no se había acostumbrado a la rapidez con la cual se enfriaba el aire en cuanto se ponía el sol, por muy caluroso que hubiera sido el día; aquel enfriamiento no se producía cuando había humedad y, hasta aquellas alturas de 1790, no se había registrado demasiado bochorno. Señal, pensó, de que aquel año el tiempo sería más seco, aunque no sabía muy bien cómo había llegado a aquella conclusión. ¿Un instinto heredado de algún antepasado suyo druida?

Unas cien personas permanecían acurrucadas en torno a la enorme hoguera, con sus pertenencias esparcidas a su alrededor. A diferencia de los infantes de marina y de sus oficiales, los convictos habían desembarcado junto con sus efectos personales, incluyendo sus valiosas mantas y sus cubos. Todos iban descalzos; los zapatos se les habían gastado meses atrás, y en la isla de Norfolk no había. Rezó para que no lloviera aquella noche; buena parte de la lluvia de la isla caía de noche y desde un cielo que justo unos momentos atrás estaba claro y despejado. Todos los convictos habían desembarcado bajo un fuerte aguacero y aún no habían disfrutado de suficiente buen tiempo para secarse por completo. Se produciría una epidemia de temblores y fiebre y puede que se rompiera el récord de la isla: ni una sola persona había muerto en ella por causas naturales o por enfermedad desde que el teniente King y sus veintitrés compañeros iniciales llegaran a la orilla más de dos años atrás. Cualquier otra cosa que pudiera o no pudiera ser la isla de Norfolk, estaba claro que su clima favorecía la salud.