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La presencia del Sirius meciéndose sobre el arrecife constituía un doloroso espectáculo. Los rumores ya le habían dicho a Richard que Willy Dring y Charles Branagan -a este último no lo conocía- se habían ofrecido voluntarios para acercarse a nado al velero naufragado, arrojar por la borda a los pollos, los perros y los gatos y empujar todos los barriletes y toneles que pudieran flotar. Dring no era el hombre más indicado para eso; el tipo de Yorkshire y su compinche Joe Robinson, antaño uña y carne, parecían haberse distanciado.

Vio a Will Connelly y a Neddy Perrott sentados con unas mujeres que debían de ser suyas -¡buena señal!- y empezó a abrirse paso entre la gente.

– ¡Richard! ¡Oh, Richard mi amor, Richard mi amor!

Lizzie Lock se le echó encima, le rodeó el cuello con sus brazos y le cubrió el rostro de besos entre murmullos y lloriqueos.

Su reacción fue totalmente instintiva; lo hizo antes de que tuviera tiempo de pensarlo o de esperar a que se le presentara una ocasión más privada para decirle que no podía compartir con ella ninguna parte de su persona, por muy esposa suya que fuera. Nadie le había dicho que Lizzie estaba allí y él no había vuelto a pensar en ella desde aquel mágico día en que William Henry, la pequeña Mary y Peg habían vuelto a habitar en su alma. Antes de que pudiera dominarlas, sus manos sujetaron los brazos de Lizzie y la apartaron.

Con la piel de gallina y el cabello de punta, la miró como si fuera un espectro infernal.

– ¡No me toques! -gritó, con el rostro inmensamente pálido-. ¡No me toques!

Y ella, pobrecita, se tambaleó, pasando del éxtasis más grande al horror, el desconcierto y un dolor tan inmenso que se acercó las manos al escuálido pecho y miró a Richard con unos ojos ciegos a cualquier otra cosa que no fuera la repugnancia que su presencia le inspiraba. Casi sin respiración, abriendo y cerrando la boca sin emitir el menor sonido, cayó impotente de rodillas.

Al oírla pronunciar el nombre de Richard, todos los componentes del grupo se habían vuelto a mirar, y aquellos que lo conocían y que con tanta ansia esperaban aquella reunión, emitieron unos entrecortados jadeos de asombro.

– ¡Soy tu mujer! -le gritó ella con un hilillo de voz, todavía de rodillas-. ¡Richard, soy tu mujer!

Mientras se le despejaba la vista, la vio a ella a sus pies, vio la creciente cólera e indignación que reflejaban los rostros de sus amigos, vio la avidez de los que nada tenían que ver con el asunto, ansiosos de absorber toda la parte de aquel espectáculo que sus protagonistas estuvieran dispuestos a ofrecerles. ¿Qué hacer? ¿Qué decir? Mientras una parte de sí mismo se formulaba aquellas preguntas sin respuesta, la otra reparaba en la presencia de los mirones y una tercera se encogía de horror… ¡Ella estaba a punto de tocarlo! Ganó su parte más visceraclass="underline" retrocedió, lejos de su alcance.

El dado ya estaba echado. Mejor terminar tal como había empezado, junto al resplandor de una hoguera común en medio de toda una serie de personas que lo condenarían, en justicia, como un despiadado miserable, merecedor de una buena tanda de azotes.

– Lo siento muchísimo, Lizzie -consiguió decir-, pero no puedo volver a vivir contigo. Es que… no puedo. -Levantó las manos y las dejó caer de nuevo-. No quiero esposa, no…

No supo qué otra cosa decir y, puesto que no tenía nada más que decir, dio media vuelta y se fue.

Al día siguiente, martes, se reunió como de costumbre con Stephen en Point Hunter para contemplar la puesta de sol. Era uno de aquellos atardeceres sin nubes en que el impresionante disco rojo se había deslizado hacia el mar en medio de lo que Richard siempre imaginaba que debía de ser un hirviente chisporroteo y, mientras la luz abandonaba el cielo y la bóveda celeste se teñía de añil, el sol ya escondido parecía torcer sus rayos para que éstos regresaran a través de la inmensidad del agua y le confirieran un pálido fulgor azul lechoso mucho más resplandeciente que los cielos.

– Es un lugar prodigioso -dijo Stephen, que ya debía de haberse enterado de lo que toda la colonia estaba comentando, pero prefirió no decir nada-. Aquí debía de estar el Jardín del Edén, estoy completamente seguro. Me encanta, me llama como una sirena. Y no sé por qué, sólo sé que es algo sobrenatural. No se puede comparar con nada de ningún sitio. Pero ahora que los hombres han llegado, lo van a estropear. Fue el hombre el que estropeó el Edén.

– No, tratarán simplemente de estropearlo, confundiéndolo con otras tierras que ya han estropeado. Este lugar cuida de sí mismo porque es amado por Dios.

– Aquí hay fantasmas, ¿sabes? -comentó Stephen con aire indiferente-. Vi uno con tanta claridad como el día… En realidad, era de día. Un gigante de musculosas pantorrillas y piel dorada, enteramente desnudo a excepción de una especie de lienzo fino como el papel que le marcaba en tono oscuro la zona lumbar. Su rostro era de una serena y aristocrática belleza y sus muslos estaban tatuados con un dibujo de franjas y volutas. Una clase de hombre que jamás he visto ni jamás he imaginado en mis sueños. Bajó a la playa y se acercó a mí y después, cuando ya casi lo hubiera podido tocar, se volvió y atravesó la pared de la casa de Nat Lucas. Olivia se puso a gritar como una loca.

– Pues entonces, me alegro de vivir allá en el valle. Aunque Billy Wigfall me contó hace poco que había visto a John Bryant en la ladera de la colina donde el árbol lo mató. Lo vio un momento allí y, al siguiente, ya no estaba. Fue como si se hubiera sobresaltado al ser descubierto, dijo Billy.

El oleaje golpeaba con fuerza; el Supply ya había levado el ancla y estaba rodeando Cascade. El embarque no sería fácil para la embarazada señora de King, obligada a saltar desde aquella roca a una lancha en movimiento.

– ¿Es cierto que anoche Dring y Branagan le dieron a la botella de ron a bordo del Sirius y le prendieron fuego? -preguntó Richard.

– Pues sí. El soldado John Escott -es el criado de Ross- vio las llamas después de anochecido desde la altura de la casa del Gobierno y se ofreció voluntario para acercarse a nado allí. Escott encontró a Dring y Branagan casi inconscientes a causa del ron, calentándose a la vera del fuego. Los arrojó al mar, apagó el incendio que había alcanzado la cubierta de batería y se quedó en el Sirius hasta esta mañana en que fueron a recogerlo junto con el ron. Dring y Branagan han sido encadenados y ahora se encuentran en el nuevo cuartel de la guardia del teniente King. El comandante está que echa chispas, pues dejó el ron a bordo del Sirius pensando que allí estaría más seguro que en tierra. Sospecho que, ahora que el antiguo comandante ya ha zarpado en el Supply, el nuevo comandante los condenará o bien a la pena de muerte o a quinientos azotes. No puede permitirse el lujo de ignorar este primer quebrantamiento de su ley marcial.

Los ojos de Stephen, muy oscuros bajo la escasa luz, se volvieron hacia Richard sentado tan tenso como un muelle de acero.

– Tengo entendido que hoy a primera hora te ha visitado el comandante, ¿verdad?

Richard esbozó una sonrisa.

– El comandante Ross tiene un oído más fino que el de un murciélago. Cómo o a través de quién no puedo ni siquiera atreverme a imaginarlo, pero el caso es que se enteró de lo que ocurrió anoche en torno a la hoguera del campamento. Bueno, tú ya lo conoces. Esperó a que yo regresara a casa para desayunar, entró sin llamar, se sentó y me miró como si estuviera examinando una nueva variedad de gusano.