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“-Me han dicho que repudiaste públicamente a tu mujer -dijo.

»Yo contesté que sí y él soltó un gruñido. Después añadió:

“-No esperaba eso de ti, Morgan, pero supongo que tendrás tus motivos, los sueles tener.

Stephen soltó una risita.

– ¡La verdad es que habla de una manera muy especial!

– Después me preguntó si yo pensaba que mi mujer podría ser una esposa adecuada para un oficial. Le contesté que era limpia y hacendosa, que cosía y remendaba muy bien la ropa, que era una excelente cocinera y -que yo supiera- se mantenía virgen. Entonces él se dio unas palmadas en las rodillas y se levantó.

“-¿Le gustan los niños? -me preguntó.

»Le contesté que me parecía que sí, a juzgar por su comportamiento con los niños en la cárcel de Gloucester.

“-¿Y estás seguro de que no es una tentadora?

»Le contesté que estaba absolutamente seguro de que no.

“-En tal caso, me vendrá muy bien -dijo, y se retiró más contento que unas pascuas.

Stephen se tronchó de risa.

– Te juro, Richard -dijo, cuando estuvo en condiciones de hablar-, que el comandante Ross te ve todas las gracias. Por alguna razón que yo no alcanzo a entender, le gustas enormemente.

– Le gusto -dijo Richard- porque no le tengo el menor miedo y le digo la verdad, no lo que yo creo que él quiere escuchar. Y es por eso por lo que él jamás apreciará a Tommy Crowder tal como lo apreciaba King. La vez que me enfrenté a King, poco faltó para que éste mandara azotarme mientras que yo jamás he tenido necesidad de enfrentarme con el comandante Ross.

– King es un rey inglés -dijo Stephen un poco de pasada-, no un rey irlandés. El celta que hay en él es puramente de Cornualles, mucho más cercano a Gales. Lo cual significa que es muy susceptible y muy dado a los arranques de cólera. Y un clásico representante de la Armada Real hasta la médula. En cambio, Ross es el típico escocés con una característica en concreto: la terquedad. Sus raíces se hunden en una tierra fría y desolada que no admite las medias tintas, las cosas son o blancas o negras. -Se levantó y alargó la mano para ayudar a Richard a levantarse-. Me alegro de que haya resuelto el problema de lo que iba a ocurrir con tu esposa repudiada.

– Bueno, tú ya me dijiste que no me casara -dijo Richard, lanzando un suspiro-. De haber sabido que estaba aquí, me habría preparado, pero todo me cayó encima de golpe. Yo mantenía los ojos fijos en Will Connelly cuando, de pronto, ella se me colgó del cuello y empezó a llenarme de húmedos besos. La… la olí y la sentí, Stephen. La tenía tan cerca que ni siquiera podía verla. Desde que la conozco, ha habido en mi vida otros olores, y ninguno de ellos agradable. Port Jackson apestaba y el viejo castillo también apestaba. Pero el rancio olor de mujer… Llevo demasiado tiempo solo y las cosas me huelen bien lejos de los aserraderos y de Sydney Town. Con eso no quiero decir que ella huela mal, que no huele, simplemente que no podía soportar su olor. Mis razones no son muy razonables, ni siquiera ante mí mismo, y bien sabe Dios que no me enorgullezco de lo que hice. Lo único que yo experimentaba en aquel momento era una sensación de repugnancia… algo así como si saliera de noche y me tropezara directamente con una telaraña. Mis entrañas reaccionaron y empecé a soltar puñetazos a ciegas. Y después ya fue demasiado tarde para mejorar lo ocurrido y preferí echarlo todo a rodar.

– Lo comprendo -dijo amablemente Stephen-. Pero lo que no me cabe en la cabeza es que tú no tuvieras en cuenta la posibilidad de que ella viniera aquí con los demás.

– A mí tampoco me cabe, pensándolo bien.

– Yo tengo parte de culpa. Te habría tenido que decir algo.

– Estabas demasiado ocupado con el Sirius y las consecuencias. Pero hay otra cosa que me atormenta: ella llevaba varios días en tierra y sabía que yo estaba aquí, ¿por qué esperó?

Habían llegado a la casa de Stephen; éste entró sin responder a la pregunta y después contempló a través de la ventana cómo la antorcha de Richard se alejaba valle arriba y se perdía de vista, parpadeando. ¿Por qué esperó, Richard? Porque, en el fondo de su corazón, ella sabía que, si te hubiera abordado en privado, tú harías lo que acabaste por hacer de todos modos…: rechazarla. O tal vez, siendo mujer, ansiaba que tú fueras en su busca y la llevaras contigo. Pobre Lizzie Lock… Richard ha pasado seis meses enteramente solo allí arriba en su solitaria casa con la única compañía de su perro, y está encantado. No sé lo que estará pensando, pero, hasta hace muy poco tiempo, había puesto sus sentimientos a dormir tal como hace un oso en invierno. Su boda con Lizzie fue algo que hizo, sumido en un sueño del que yo no creo que esperara despertar. Pero, de repente, despertó y yo fui testigo de ello.

El tiempo estaba pasando. Stephen consultó su reloj, apretó los labios y se preguntó si tenía suficiente apetito para calentarse un poco de caldo que completara su cena a base de pan. El capitán John Hunter se alojaba en la casa del Gobierno, y Johnny…, bueno. Caliéntate la sopa, Stephen, hace tanto frío que convendría encender la chimenea.

– ¡Lo único que yo quiero -dijo Richard, irrumpiendo en la estancia mientras Stephen avivaba las desganadas llamas- es que me dejen en paz con mis libros y mi perro! ¡Disfrutar de un mínimo de intimidad!

– Pues entonces, ¿qué estás haciendo aquí? -preguntó Stephen, sentándose sobre los talones-. El mínimo de intimidad lo tienes allá arriba en el valle.

– Sí, pero es que… -dijo Richard, confuso.

– ¿Por qué no te limitas a reconocer, Richard -dijo Stephen que no estaba para historias- que te consume el remordimiento por lo que le has hecho -¡vamos, dilo de una vez!- a Lizzie Lock? No eres un hombre capaz de reconocer que no has estado a la altura de las circunstancias. De hecho, jamás he visto a nadie que fuera tan exigente con la propia conducta. ¡Lo que ocurre es que eres un condenado mártir protestante!

– ¡Vamos, hombre, no me vengas ahora con sermones! -replicó Richard-. ¡Lo malo que tienes es que nunca estás seguro de si quieres ser un católico o un protestante, y tanto menos de si ser o no ser un mártir! Y tú, ¿por qué no reconoces que te mueres de amor por Johnny, pero le quieres pegar un vapuleo a Hunter?

Unos ojos azules se clavaron en unos ojos que, por espacio de un minuto largo, se volvieron de color absolutamente gris. Ambas bocas empezaron a temblar en el mismo instante; después, ambos estallaron en sonoras carcajadas.

– Eso despeja un poco la atmósfera -dijo Stephen, secándose el rostro con un trapo.

– Pues sí -dijo Richard, tomando también el trapo.

– Será mejor que te comas la ración de sopa de Johnny, aprovechando que estás aquí… Por cierto, ¿por qué has vuelto?

– Creo que porque no has contestado a mi pregunta, a la cual ya no necesito respuesta. Tienes razón, Stephen. No tendré más remedio que resistir el dolor que me causa mi mal comportamiento con Lizzie, aunque ello me induzca a despreciarme.

El pobre John Lawrell entró y salió de la casa con tal rapidez que la cabeza le daba vueltas; en cuestión de un mes, Richard le construyó una cómoda choza al fondo de su pequeño acre de terreno, con la puerta y las ventanas abiertas en la pared que no miraba a su casa. De esta manera, si Lawrell roncara, él no lo oiría. Lawrell cumplía a la perfección sus deberes, pero tenía un defecto: le encantaba jugar a las cartas y había que contenerlo para que no perdiera sus magras raciones en el juego.

Sydney Town se estaba convirtiendo rápidamente en una ciudad de auténticas calles bordeadas por cabañas de madera, construidas por Nat Lucas y sus carpinteros a toda la velocidad con que recibían las tablas y las vigas de los aserraderos de Richard. Puesto que no disponían ni de tiempo ni del equipo necesario para instalar un rebajo o una cola de milano en las tablas de tal manera que éstas ofrecieran un aspecto más pulido y terminado, clavaban en los huecos unos finos listones, lo cual no era en modo alguno desagradable siempre y cuando, como en el interior de la casa de Richard, la madera se alisara con arena para conferirle un apagado brillo. Las ventanas de la casa del Gobierno, ampliada por King para poder acoger a una docena de invitados en sus mejores tiempos, ya habían sido dotadas de paneles de cristal por cortesía del gobernador Phillip. Todas las demás residencias, incluidas las que ofrecían las comodidades exigidas por los oficiales navales o de la marina, se tenían que conformar con persianas o aberturas sin la menor protección. Uno de los aserraderos se dedicaba exclusivamente a aserrar bases de ripias; al final, todos los tejados serían de ripias, aunque la madera se tendría que dejar primero seis semanas en remojo en agua de mar antes de poder cortarla. Lo cual significaba que se tendrían que utilizar techumbres provisionales de lino; la tarea de penetrar tierra adentro para ir en busca de lino les fue encomendada a los marineros del Sirius, a quienes Ross se negaba rotundamente a permitirles hacer nada.