Liberados de la necesidad de abastecer Port Jackson de cal, los depósitos de calcarenita se utilizaron en la construcción de cimientos y chimeneas. Una vez descubierta una excelente madera dura que el aserradero de ripias también podía cortar, los cuatro toneleros que había en la isla se pusieron a construir toneles. Ross había ordenado que las mujeres se dedicaran a moler la cosecha de King con molinillos de mano, pensando que los toneles de harina estarían más a salvo de las ratas que el grano. Aaron Davis, que había acabado por trabajar como panadero en Port Jackson, fue elegido panadero de la comunidad. Y no es que la comunidad viera el pan todos los días; los domingos y los miércoles había pan; los lunes y los jueves había arroz, los sábados había guisantes y los martes y los viernes unas gachas de maíz mezclado con avena.
Tras echar un vistazo a sus prolíficos cerdos, Ross construyó una pequeña chimenea y un horno, y empezó a producir sal. Las partes del animal que no eran adecuadas para salar, se picaban y convertían en salchichas envueltas en tripas.
– Lo mejor del cerdo -solía decir el comandante Ross-, es que la única parte no comestible que tiene es el gruñido.
Puesto que todo el mundo sabía que carecía por completo de sentido del humor, la creencia general fue que hablaba totalmente en serio.
El Sirius, que seguía con la popa alternativamente dentro y fuera del arrecife, fue despojado poco a poco de todo lo que se podía aprovechar, desde algunos de sus cañones de seis libras hasta el último de los muchos barriletes de clavos que su excelencia había enviado desde su colonia, tras haber pasado del ladrillo a la piedra, a aquella colonia de madera perpetua. La pérdida más lamentable fue la chatarra que el Sirius transportaba con destino a la herrería de la isla de Norfolk y que se encontraba todavía en la bodega, desde la cual habría resultado muy peligroso sacarla. Casi todas las velas del barco habían llegado a la orilla, enredadas con cabos y vergas, mientras que el cúter había sobrevivido junto con sus correspondientes remos; el hecho de que todos los mástiles hubieran resultado dañados había provocado la destrucción de todas las lanchas que había en el velero.
Entre lo último que se sacó se contaban varias barricas de tabaco y algunas cajas de barato jabón de Bristol. Aunque el jabón fue a parar a los almacenes del Gobierno para su distribución general, el tabaco jamás llegó a ver el interior de la cazoleta de una pipa… Los marinos, para los cuales una calada era sólo ligeramente menos deseable que un trago de ron, tuvieron un gran disgusto. George Guest y Henry Hatheway, ambos originarios del campo, fueron a ver al comandante Ross y le comunicaron que en los huertos de Gloucester, las mujeres eliminaban las babosas, las orugas y los gusanos con el tabaco que les birlaban a sus maridos. Introducían las hojas en agua hirviendo, echaban jabonaduras en el líquido y rociaban las verduras con él. La primera lluvia se lo llevaba, pero, hasta que ello no ocurría, los remilgados arrugaban la nariz y se negaban a comer aquellas verduras de sabor tan espantoso.
A partir de aquel momento, nadie fue autorizado a tirar una sola gota de agua jabonosa. Un grupito de mujeres se encargaba de cocer el tabaco, el cual, según demostró la experiencia, conservaba su fuerza a través de varias infusiones. En cuanto al jabón, éste se hacía como en todas las pobres alquerías y casitas de campo de uno a otro extremo de las islas Británicas: con grasa y lejía. La manteca era la grasa del cerdo y en la colonia la había en abundancia. La obtención de la lejía era muy fácil. Se remojaban las cenizas totalmente quemadas de las patatas, zanahorias, nabos y hojas de remolacha desechadas, se hervía todo un poco y se colaba. La parte líquida era la lejía. Las regaderas eran muy escasas, pero una mujer provista de un cubo de solución de tabaco jabonoso y un cazo de peltre con agujeritos en el fondo podía regar muy bien las verduras, ¡e incluso las cosechas! El veneno destinado a los gusanos se guardaba en barriles vacíos de ron en espera de la nueva plaga.
En estas cuestiones de carácter práctico el comandante brillaba con luz propia. Su mente había pasado de la fabricación de sal, salchichas y veneno contra los gusanos a la posible utilización de parte del serrín en los ahumaderos, en lugar de mezclarlo todo con la tierra. Lo que no fuera apto para la salazón, quizá se pudiera ahumar, incluyendo el pescado. Con la gran cantidad de mano de obra de que disponía, Ross no pensaba permitir que nadie permaneciera ocioso. El primer paso sería producir la mayor cantidad de alimentos posible; el segundo, conseguir que la mayor cantidad de individuos posible se mantuviera con sus propios productos sin consumir alimentos del Gobierno. Este último paso era, con toda evidencia, la única justificación de todo el experimento de Botany Bay. ¿Qué sentido habría tenido arrojar a millares de convictos y de guardias a los confines de la tierra si el Gobierno hubiera tenido que seguir alimentándolos eternamente?
Cuando ya habían transcurrido dos semanas desde que el Supply zarpara para comunicar a su excelencia la terrible noticia acerca del Sirius, llegaron los pájaros a Mt. Pitt, una superficie de mil pies situada en el extremo noroccidental de la isla. Unos pocos días bastaron para comprobar la veracidad de las afirmaciones de King acerca de aquellos grandes petreles; al anochecer, regresaban a sus nidos tras pasarse el día pescando, y eran tan tontos y tan ingenuos que permitían que los hombres los capturaran sin ofrecer la menor resistencia.
Se abrieron senderos a través de las enredaderas (bautizadas con el nombre de «tendones de Sansón» debido a su grosor) en las laderas de la montaña desde el nuevo camino de Cascade, y las obras se terminaron a tiempo para que los cazadores de pájaros salieran a pleno día, armados con sacos. Las raciones de cecina se redujeron a tres libras por semana y las cantidades de pan, arroz, guisantes y gachas se redujeron a la mitad. Los pájaros de Mt. Pitt tendrían que completar las raciones. El ron se redujo a media pinta de grog muy aguado por día, incluso para los oficiales, lo cual no preocupó lo más mínimo al teniente Ralph Clark; aún estaba en condiciones de cambiar su ración por camisas, calzoncillos, medias y cosas por el estilo; no había conseguido recuperar apenas ninguna parte de las pertenencias que habían dejado en el Sirius, aunque a veces las veía fugazmente en la espalda de algún convicto. El comandante Ross tampoco había podido recuperar los efectos personales que tenía en el Sirius, pero éste soportaba la pérdida con menos gimoteos que Clark, un quejica por naturaleza.