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Las patatas se repartían cuando se recogían a razón de unas cuantas por cada docena de personas y las verduras que se cosechaban se compartían de la misma manera.

Quizá debido a la poca sustancia que tenían las verduras -y, sobre todo, debido a que el escorbuto era inexistente- siempre las había en abundancia; la gente prefería comer cualquier cosa (menos pescado) antes que un enorme cuenco de espinacas o de judías.

La puesta en práctica del proyecto iba a ser muy larga y agotadora. El comandante sabía que el Supply no regresaría. La gabarra de treinta y cuatro años del Canal tendría que zarpar rumbo a las Indias Orientales en busca de comida. De lo contrario, los de Port Jackson se morirían de hambre; los de la isla de Norfolk probablemente no, pero vivirían en la más primitiva subsistencia. Y el gran experimento fracasaría.

Robert Ross creía con la misma vehemencia que Arthur Phillip que, cualesquiera que fueran los peligros y las privaciones que el futuro les tuviera reservados, no se podía permitir que las personas que tenía a su cargo cayeran por debajo de los niveles cristianos habituales en cualquier comunidad británica. De la manera que fuera, la moralidad, la decencia, la alfabetización, la tecnocracia y todas las demás virtudes de una civilización europea se tenían que preservar. De lo contrario, los que sobrevivieran no serían nada. Ross discrepaba de Phillip en cuestiones relacionadas con el optimismo y la fe. Phillip tenía el firme propósito de conseguir que el gran experimento diera resultado. Ross sabía simplemente que todo aquello -el tiempo, el dinero, el decoro y el dolor- acabaría engullido por las fauces de la ignominia representada por la voluntad de no dejar ninguna huella. Este convencimiento, por muy enraizado que estuviera, no le impedía en modo alguno tratar por todos los medios de resolver las cuestiones que aquellos remilgados necios de Londres ni siquiera habían tenido en cuenta mientras escuchaban a sir Joseph Banks y al señor James Maria Matra y elaboraban su precioso plan. Qué fácil resultaba mover las piezas humanas de un tablero mundial de ajedrez cuando el asiento era cómodo, el estómago estaba lleno, el fuego crepitaba en la chimenea y la jarra de oporto parecía no tener fin.

La dieta a base de pájaro de Mt. Pitt no dio lugar a ninguna protesta. Su carne era oscura y sabía ligera pero no desagradablemente a pescado, tenía muy poca grasa cuando se asaba o estofaba y, puesto que estaban a principios del período de cría de aquel invierno, cada hembra llevaba dentro un huevo. En cuanto se desplumaban las aves, -tarea, por cierto muy fácil-, el cuerpo no era muy grande, por lo que un pájaro bastaba para alimentar a un niño, dos a una mujer, tres a un hombre y cuatro a un glotón. Los cazadores oficiales tenían orden de atrapar también suficientes aves para ahumar.

Al principio, Ross trató de limitar tanto el número de aves como el de la gente autorizada a subir al monte para cazarlas. Al ver que ni la ley marcial ni la contemplación del estado de Dring y de Branagan tras la recepción de los quinientos azotes (administrados con fuerza creciente) no disuadían a la gente de intentar cazar aquel fabuloso pájaro que les permitía variar de la habitual comida a base de cecina, pescado y verduras, Ross se encogió de hombros y dejó de impedir la caza.

El teniente Ralph Clark, jefe de los almacenes del Gobierno, empezó a anotar en un registro las cantidades lo mejor que pudo: las capturas subieron de las ciento cuarenta y siete aves cobradas en la primera jornada de caza a principios de abril a mil ochocientas noventa al día un mes después.

Algunos pájaros se ahumaban, pero casi todos se desperdiciaban sin que nadie se los comiera. Lo único que les apetecía comer a los cazadores eran única y exclusivamente los huevos no puestos. El propio Clark era un desvergonzado entusiasta de los huevos y un gran cazador de pájaros.

Para Richard, que efectuaba día sí y día no un camino de ida vuelta de cinco millas y era muy aficionado a comer carne de ave de Mt. Pitt, la llegada de los pájaros supuso la pérdida transitoria del vigilante de su huerto. La patrulla de la ley marcial sorprendió a John Lawrell arrastrando un saco tras el toque de queda; cuando le dieron el alto, trató de huir, le golpearon la cabeza con la culata de un mosquete y lo empujaron al cuartel de la guardia. Lo soltaron una semana después con la coronilla todavía dolorida y le propinaron una tanda de doce azotes con un «gato» de fuerza mediana.

– Pero ¿qué demonios te ocurrió, John? -preguntó Richard en Turtle Bay, adonde había acompañado al quejumbroso Lawrell al término de su jornada laboral en los aserraderos-. ¡Sesenta y ocho pájaros! -Arrojó un cuenco de agua salada a la espalda de Lawrell sin la menor compasión-. Pero ¿te quieres estar quieto, maldita sea tu estampa? No me vería obligado a hacer eso si tú hubieras tenido el valor de adentrarte un poco más en el agua y agacharte.

– ¡Las cartas! -dijo Lawrell entre jadeos y castañeteos de dientes.

El viento soplaba en dirección sur y era muy frío.

– Las cartas. -Richard lo ayudó a salir del agua y le secó las ronchas con un trapo-. Vivirás -añadió-. Jimmy Richardson no te ha pegado muy fuerte, no sangras demasiado. Si fueras una mujer, no te habría ido tan bien. ¿Y qué tienen que ver las cartas con eso?

– Perdí -se limitó a contestar Lawrell, siguiendo a Richard por el camino que pasaba por delante de la hilera exterior de casas-. De alguna manera tenía que pagar. Les podía ahorrar un viaje y cazarles los pájaros. Pero no sabía que el saco fuera a pesar tanto, tardé mucho y no conseguí regresar antes del toque de queda.

– Pues a ver si aprendes la lección, John. Si tienes que jugar a las cartas, hazlo con hombres honrados y no con estafadores y embusteros como ésos. Y ahora, sube al valle y vete a la cama.

Tras varias gestiones, Stephen Donovan había conseguido ahora una casa estupenda justo al este del camino de Cascade, y Nat Lucas otra tan estupenda como la suya en un acre de terreno llano situado algo más allá. El pantano no había invadido aquella zona, pero el comandante Ross pretendía desecarlo excavando una salida hacia Turtle Bay. La tierra llana era cultivable y todos los pequeños riachuelos que alimentaban la corriente de Arthur's Vale no aportaban agua suficiente para forzar una salida hacia el mar; el pantano era un impedimento que ocupaba un espacio que se hubiera podido destinar al cultivo.

– ¡Entra! -dijo Stephen desde dentro cuando Richard llamó a la puerta.

– Acabo de enviar a mi descarriado vigilante a la cama -dijo Richard, tomando asiento con un suspiro-. Peck y los demás le exigieron pagar las deudas de juego, obligándolo a cazar pájaros. ¡Es un insensato!

– Pero muy útil. Anda, toma un poco de mi pescado. Hoy salió la barca de pesca y Johnny está sirviendo al capitán Hunter, por eso cuento también con su ración. Da gusto variar un poco de los pájaros de Mt. Pitt.

– Yo preferiría comer pescado cada día -dijo Richard, sentándose a la mesa- y esta afición a las hembras que llevan un huevo dentro la verdad es que no la entiendo. Mañana te devolveré la gentileza arrancándote un puñado de patatas. Las mías están creciendo muy bien y uno de los motivos de que me alegre de la vuelta al trabajo de Lawrell es que ahora puedo conservar un tercio de mi producción.

– ¿Alguien te dirige ya la palabra? -preguntó Stephen tras haber terminado de cenar, cuando ya habían lavado los platos y tenían el tablero de ajedrez a punto.

– No entre los que se han puesto del lado de mi mujer… Connelly, Perrott y algunos otros de los tiempos del Ceres y el Alexander. Curiosamente, el grupo de los que la conocieron en la cárcel de Gloucester antes de mi ingreso allí -Guest, Risby y Hatheway- se han puesto de mi parte. -Su semblante adoptó una expresión de hastío-. Como si hubiera que tomar partido. Ridículo. Lizzie está encantada con su suerte, allá arriba en la loma de la casa del Gobierno, mimando y cuidando de Little John, pero sin echarle los tejos al comandante.