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– Porque está enamorada de ti, Richard, y se siente humillada -dijo Stephen, pensando que ya era hora de sacar el tema a colación.

Richard lo miró con asombro.

– ¡Tonterías! Jamás hubo amor entre nosotros. Sé que tú esperabas que el hecho de casarme con ella nos llevara al amor, pero no fue así.

– Ella te quiere.

Turbado, Richard se pasó un rato sin decir nada, movió y perdió un peón y probó con un caballo. En caso de que Lizzie lo amara, su dolor debía de haber sido mucho más hondo de lo que él pensaba. Recordando lo que ella había dicho acerca del Lady Penrhyn y de cómo se despojaba a las mujeres de su orgullo, comprendió la magnitud del delito que había cometido contra ella y vio el peor aspecto de su comportamiento: como una imperdonable humillación pública. Ella jamás le había dicho que lo amaba, jamás se lo había dado a entender ni por medio de palabras ni por medio de miradas… Acababa de perder el caballo.

– ¿Qué tal van las cosas entre el Cuerpo de Infantería de Marina y la Armada? -preguntó.

– La situación es muy delicada. A Hunter jamás le ha gustado el comandante Ross, pero su exilio aquí sólo sirve para intensificar su aborrecimiento. Hasta ahora, han conseguido evitar una confrontación directa, pero ésta no tardará en producirse. Confinado al cúter del Sirius, ya no puede efectuar largos paseos marítimos y, por consiguiente, se pasa el día remando alrededor de su pesadilla, la isla Nepean, buscando, supongo, alguna prueba marítima que refuerce su defensa cuando tenga que comparecer ante un consejo de guerra en Inglaterra. Cuando haya sondeado todas las pulgadas del fondo y compilado una carta, hará lo mismo en todas las restantes zonas de la costa.

– ¿Por qué razón Johnny ha regresado parcialmente con él, si no es indiscreción preguntarlo?

Stephen se encogió de hombros e inclinó las comisuras de la boca hacia abajo.

– No te preocupes, te voy a contestar. Es muy difícil que un marino pueda oponerse a la voluntad del capitán, a no ser que tenga una naturaleza rebelde, cosa que Johnny no tiene. Johnny pertenece a la Armada Real y Hunter es casi un Dios para él.

– También he oído decir que el teniente William Bradley, de la Armada Real, ha abandonado la residencia de los oficiales de marina y se ha ido a Ball Bay.

– Eso lo habrás deducido sin duda porque has estado aserrando madera para su nueva casa. Pues sí, se ha ido y nadie lo lamenta. Un hombre muy extraño, este Bradley… Habla solo y por eso no necesita la compañía de nadie. Según tengo entendido, el comandante lo ha tratado con dureza, encomendándole la supervisión del interior de la isla. Una gran afrenta para Hunter, el cual se muestra inflexible y no admite que los marinos de cualquier graduación tengan que llevar a cabo duros esfuerzos en tierra.

Ignominiosamente derrotado, Richard se levantó para encender un tronco de pino en la chimenea de Stephen.

– Me gustaría tomarme la revancha, pero no sé si me atraparían después del toque de queda. ¿Te importaría subir mañana conmigo a la montaña para cazar unos cuantos pájaros?

– Puesto que hoy hemos comido tanto pescado, con mucho gusto.

Stephen lo saludó con la mano mientras bajaba hacia el valle, tratando de imaginarse la cara que pondría Richard cuando entrara en su casa. La vela del Sirius ya no se utilizaba como refugio y había sido dividida entre los hombres libres para que la utilizaran como colchón o hamaca. Gracias a la cosecha de trigo de King y al hecho de que en la colonia no había ni caballos ni ganado, se disponía de paja en abundancia para el relleno. A Stephen, el que oficialmente había recogido la vela, le correspondió toda la cantidad que quiso, por lo cual se había llevado la suficiente para sus propias necesidades y para las de Richard. Dejada largo tiempo a la intemperie y lavada unas cuantas veces con agua y jabón, la vela se suavizaba hasta el extremo de poder utilizarse en la confección de sábanas aceptables y, como es lógico, resistentes pantalones. Varios grupos de mujeres hábiles en el manejo de la aguja confeccionaban sin descanso pantalones para los reclutas de la infantería de marina y los marineros que, a cambio de ellos, tenían que ceder los viejos a los convictos. Nadie podía imaginar verdaderamente la cantidad de vela que llevaba un barco del tamaño del Sirius hasta que se destinaba a otros usos.

– No sé cómo agradecerte la lona -dijo Richard cuando se reunió con Stephen en el camino de Cascade al atardecer del día siguiente-. Utilizar mantas como sábanas bajeras las estropea rápidamente. En cambio, la lona durará muchos años.

– Me temo que así tendrá que ser.

Subieron por el sendero más alejado, que era también el menos transitado por ser más largo, y cazaron doce pájaros por barba en lo alto del monte, donde las criaturas se amontonaban todavía en gran número. Bastaba con agacharse para atraparlas; se les retorcía rápidamente el cuello, y al saco. Era la época de la puesta, pero la cantidad de pájaros cazados no había disminuido. La cuenta de Clark sumaba varios millares y eso que sólo tomaba en consideración las aves entregadas a los almacenes del Gobierno más las que cazaban él y sus compañeros oficiales.

A la vuelta cruzaron un gran claro cuyos árboles ya se habían talado -una superficie de varios acres- en la aplanada cumbre de las colinas que dividía la dirección de las corrientes que fluían al norte hacia Cascade Bay, las que fluían al este hacia Ball Bay y las que fluían al sur hacia el pantano o lo que ya se estaba empezando a llamar la corriente de Phillimore, doblando la curva de la playa más distante. Allí en aquel claro -¿qué se propondría hacer el comandante Ross?- se podía mirar al norte hacia la montaña.

Había caído una oscuridad sin nubes con unas estrellas tan densas y brillantes que un hombre habría podido imaginar la existencia de una fulgurante capa blanca por detrás de la oscuridad de los cielos, agujereada por Dios cual si fuera un colador para permitir que parte del plateado firmamento brillara a través de los orificios. Allí donde la mole de la montaña habría tenido que elevarse como una negra sombra, se distinguía algo que parecían serpentinas de veloces luciérnagas entrando y saliendo de la oscuridad, cambiando de lugar y derramando ríos de llamas; eran las antorchas de centenares de hombres bajando por las laderas.

– ¡Cuánta belleza! -dijo Richard con asombro.

– ¿Cómo podría un hombre cansarse de un lugar semejante?

Se pasaron un rato contemplando el espectáculo de las luces hasta que éstas desaparecieron y entonces reanudaron la marcha entre varias docenas de depredadores cargados con sacos en medio de gran cantidad de antorchas encendidas.

Llegó el invierno, más seco y frío que el del año anterior; se plantó trigo y maíz en un número de acres muy superior a los once de King, pero éstos tardaron mucho en germinar, hasta que, tras un venturoso día de chubascos seguido de un día de sol, el valle y las colinas pasaron mágicamente del rojo sangre de la tierra al intenso verdor de la hierba.

El número oficial de aves capturadas en Mt. Pitt se elevaba a más de ciento setenta mil, con un promedio de trescientos cuarenta pájaros por persona a lo largo de más de cien días. La isla seguía bajo la ley marcial. El comandante Ross eliminó por entero la cecina de las raciones de todo el mundo, sabiendo que los millares de petreles que todavía quedaban en la montaña levantarían el vuelo en cuanto los po llos fueran lo bastante fuertes para volar. Jim Richardson, a quien Richard había utilizado como aserrador hasta que se rompió la pierna, había administrado muchos azotes. Descargar una tanda de azotes con su variado surtido de «gatos» no causaba el menor efecto perjudicial en la extremidad afectada y a él le encantaba desempeñar aquella tarea tan singular. El odio que inspiraba entre sus compañeros tanto libres como convictos no le preocupaba en absoluto.