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Se habían producido también unos cuantos ahorcamientos. No de convictos sino de marineros. Los criados del capitán Hunter, con la ayuda del sirviente de Ross, el muy noble Escott de feliz memoria en el Sirius, saquearon las escasas existencias de ron del comandante, se las bebieron en parte y vendieron el resto. En su papel de juez, jurado y verdugo, el teniente gobernador mandó ahorcar a tres de los infractores, aunque no a Escott ni a Elliott, el principal paniaguado de Hunter. El segundo castigo que recibió Escott consistió en verse despojado de la gloria de su valentía en el Sirius; Ross le reconoció al oficial el mérito de haberse acercado a nado al incendio para acudir en ayuda de un convicto llamado John Arscott. Escott y Elliott fueron puestos en libertad tras recibir quinientos azotes con el peor de los «gatos», un castigo que, tal como el comandante había prometido en su anuncio de la implantación de la ley marcial, los dejó con los huesos al aire desde el cuello hasta los tobillos. El total del castigo fue administrado en una serie de cinco tandas de cien azotes cada una, pues cien azotes se consideraba el máximo número que podía resistir un hombre de una sola vez. El azotador empezó por los hombros y fue bajando lentamente por la espalda, las posaderas y los muslos hasta terminar en los tobillos. Empezaron a surgir murmullos de amotinamiento entre los marineros, pero, a la vista de aquel terrible crimen contra la comunidad libre aficionada al ron, el capitán Hunter no pudo apoyar la causa de sus hombres mientras que, por su parte, los enfurecidos infantes de marina estarían encantados de abrir fuego contra la chusma de los marineros. Gracias al soldado Daniel Stanfield, sus mosquetes se encontraban en perfectas condiciones y los marinos pudieron conservar los cartuchos secos; los sábados por la mañana se seguían llevando a cabo prácticas de tiro bajo la supervisión de Stephen y Richard.

Durante los graves disturbios provocados por el robo de ron, el comandante Ross se presentó en la casa de Richard con el semblante más ceñudo que de costumbre.

Su misión lo está matando, pensó Richard, acompañando al comandante a una silla; ha envejecido diez años desde su llegada aquí.

– El señor Donovan -explicó Ross-, me ha revelado ciertos datos muy interesantes acerca de ti, Morgan. Dice que sabes destilar ron.

– Sí, señor… siempre y cuando cuente con el equipo y los ingredientes necesarios. Aunque no os puedo garantizar que sepa mejor que la sustancia que se produce en Río de Janeiro, a juzgar por lo que se dice. Como todas las bebidas espirituosas, el ron se tiene que envejecer en toneles antes de poder beberlo, pero, si vos queréis lo que yo creo, no hay tiempo. El resultado sería áspero y desagradable.

– Los mendigos no pueden ser exigentes. -Ross chasqueó los dedos para llamar al perro, el cual se acercó presuroso a él para que lo acariciara-. ¿Qué tal estás, MacTavish?

MacTavish, más simpático que nunca, meneó la cola sin recortar.

– Entre otras cosas, yo era tabernero en Bristol, señor -dijo Richard, arrojando un tronco al fuego-, sé mejor que la mayoría de la gente lo que significa encontrarse entre la espada y la pared. Los hombres que están acostumbrados al consumo diario de ron o de ginebra no pueden vivir felices sin ellos. Y lo mismo les puede ocurrir a las mujeres. Sólo la ley marcial y la falta del equipo necesario han impedido la construcción de una destilería aquí. Gustosamente os construiría una destilería y me encargaría de llevarla, pero…

Apartando las manos del fuego, Ross soltó un gruñido.

– Ya sé lo que quieres decir. En cuanto se sepa que existe una destilería, habrá quienes no se conformen con media pinta al día y otros que vean en ello una ocasión de obtener beneficios.

– En efecto, señor.

– Tienes una estupenda cosecha de caña de azúcar, al igual que el Gobierno.

Richard esbozó una sonrisa.

– Pensé que podría ser útil.

– ¿Tú bebes últimamente, Morgan?

– No. Os doy mi palabra, señor.

– Tengo un oficial abstemio, el teniente Clark. Por consiguiente, la supervisión del proyecto se la encargaré a él. Y también la búsqueda entre mis filas de soldados idóneos. Tengo la certeza de que Stanfield, Hayes y Redman no se empaparán como esponjas ni se dedicarán a vender; por su parte, el capitán Hunter… -el rostro de Ross se contrajo en una mueca, pues era un hombre muy disciplinado- recomienda a su artillero Drummond, a su segundo contramaestre Mit chell y a su marinero Hibbs. Eso te da un total de seis hombres y un oficial.

– No la podéis instalar en el valle, señor -dijo Richard con firmeza.

– Estoy de acuerdo. ¿Se te ocurre alguna idea?

– No, señor. Yo sólo llego en mis recorridos por la isla hasta mis aserraderos.

– Deja que lo piense, Morgan -dijo Ross, levantándose con cierta reticencia-. Entre tanto, dile a Lawrell que te corte la caña de azúcar.

– Sí, señor. Pero a él le diré que me habéis ordenado que empiece a refinar azúcar para endulzar el té de los oficiales.

Y allá se fue el comandante asintiendo satisfecho con la cabeza para ir a supervisar la colocación definitiva de su piedra de amolar. Cuando llegara el trigo, los molinillos manuales no darían abasto. Por consiguiente, la piedra de amolar de tamaño normal la tendría que hacer girar la única mano de obra de que disponía, es decir, la de los hombres. Un útil complemento de los azotes que Ross toleraba pero detestaba en su fuero interno, no por escrúpulos de conciencia sino porque el azote sólo disuadía de la comisión del delito cuando se administraba en dosis muy grandes, las cuales dejaban a las víctimas parcialmente lisiadas durante el resto de sus vidas. Encadenar a un hombre a la piedra de amolar durante una semana o un mes y obligarlo a empujarla tal como un marinero empujaba un cabrestante era un buen castigo, horrible, pero no desastroso.

Los caminos a Ball Bay y Cascade ya estaban terminados.

La construcción de un camino hacia el oeste a Anson Bay empezó a principios de junio y ofreció una agradable sorpresa: se descubrieron aproximadamente unos cien acres de suaves colinas y valles a medio camino entre Sydney Town y Anson Bay, enteramente libres de pinares, nadie supo por qué razón. Aceptándolo como un regalo semejante al maná de las aves de Mt. Pitt, el comandante Ross decidió fundar inmediatamente una nueva colonia en aquel lugar. El terreno que había desbrozado en el centro del camino de Cascade estaba destinado a los marineros del Sirius; la de Phillipburgh, situada en el extremo de Cascade de dicho camino, aún estaba intentando transformar el lino en lona.

La colonia situada en la dirección de Anson Bay fue bautizada con el nombre de su majestad la reina Carlota, Charlotte Field. ¿Por qué razón Richard no se sorprendió cuando el establecimiento de la colonia se encomendó nada menos que al teniente Ralph Clark? ¿En compañía de los soldados Stanfield, Hayes y James Redman? Pues porque no le cupo la menor duda de que la destilería se ocultaría en algún lugar del camino entre Sydney Town y Charlotte Field.

Y con razón. Poco después, le ordenaron dirigirse a pie en aquella dirección para buscar una localización destinada a un nuevo aserradero para Charlotte Field. Una buena idea. El terreno exento de pinos estaba densamente cubierto por una clase de enredadera que, a juicio de Clark, se parecía mucho a la leguminosa inglesa llamada cow-itch; la enredadera se podía arrancar fácilmente del suelo y resultaba útil para la construcción de vallas cuando se entrelazaba con las ramas de un arbusto cuyas espinas medían dos pulgadas de longitud, unas vallas con las que ningún cerdo se atrevería a enfrentarse, por muy emprendedores que fueran los cerdos.

Para la construcción de la destilería, el comandante Ross había elegido un lugar situado al fondo de un sendero que se desviaba del camino de Anson Bay mucho antes de llegar a Charlotte Field; de un manantial situado por debajo de la cumbre nacía una corriente que bajaba junto con otros tributarios hasta verter sus aguas en un arroyo que penetraba en Sydney Bay, no muy lejos de su promontorio occidental, Point Ross. Recompensados con una paga adicional, los tres marinos y los tres marineros pusieron manos a la obra y empezaron a desbrozar una superficie de terreno suficiente para la construcción de un pequeño edificio de madera, utilizando un montón de madera de roble blanco, la misma variedad de árbol local que proporcionaba combustible para la salina y el horno de cal porque ardía sin apenas ceniza. Los bloques de piedra, presuntamente destinados a las futuras necesidades de la colonia de Charlotte Field, pero destinados, en realidad, a la construcción de la chimenea y el horno fueron arrastrados por convictos desde Sydney Town; Richard y sus seis hombres los transportaron ellos mismos desde el camino a la destilería una vez anochecido. También tenían que levantar el cobertizo. Ross les facilitó ollas de cobre, unas cuantas llaves de cierre y válvulas, tuberías de cobre y cubas hechas con barriles aserrados por la mitad. Richard consiguió efectuar él solo las soldaduras y el ensamblaje. Para su gran asombro, se logró mantener el secreto; la caña de azúcar cortada y algunas espigas de maíz desaparecieron simplemente en las prensas y los molinillos manuales de la destilería.