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Cuatro semanas después, Richard ya estuvo en condiciones de producir el primer destilado. El teniente gobernador tomó cautelosamente un sorbo, hizo una mueca, tomó otro sorbo, y después se bebió todo el resto del cuarto de pinta; aquel ron le gustó tanto como a cualquier otro hombre.

– Sabe fatal, Morgan, pero produce el efecto apropiado -dijo Ross, consiguiendo esbozar incluso una sonrisa-. Puede que nos hayas salvado del motín y el asesinato. Resultaría más suave si estuviera envejecido, pero eso ya se hará en un futuro. ¿Quién sabe? Puede que lleguemos a suministrar ron a Port Jackson, aparte de la cal y la madera.

– Si me lo permitís, señor, ahora os agradecería que me dejarais regresar a mis aserraderos -dijo Richard, a quien la contemplación de un alambique le seguía trayendo a la mente muy malos recuerdos-. Hay que mantener la mezcla y el fuego, pero no veo la necesidad de permanecer personalmente aquí. Stanfield puede hacer un turno y Drummond el otro. Si tuvierais una gota de ron de buena calidad en vuestra bodega, podríamos mezclar un poco de este áspero destilado en un barril de roble con una pizca de ron del bueno y ver qué ocurre.

– Puedes compartir la tarea de supervisión con el teniente Clark, Morgan, pero desperdiciaríamos tus cualidades manteniéndote aquí al cuidado del aparato y el horno, en eso tienes razón. -El comandante se apartó chasqueando los labios, invadido por una visible sensación de bienestar-. Acompáñame a Sydney Town. -De pronto, recordó a los demás componentes del equipo y se detuvo para darles a cada uno de ellos una palmada en el hombro-. Vigiladlo y protegedlo bien, muchachos -dijo con sorprendente cordialidad, todavía con la sonrisa en los labios-. Ganaréis cada uno veinte libras más al año.

El camino a través del pinar bajaba cruzando la cumbre de Mount George, desde donde se divisaba un soberbio panorama: el océano, todo Sydney Town con sus lagunas, el oleaje, las islas Phillip y Nepean. Mientras se detenían para contemplar el espectáculo, el comandante Ross dijo:

– Tengo intención de concederte la libertad, Morgan. No puedo darte el indulto absoluto, pero te lo puedo dar condicional hasta que el tiempo y el cambio de las circunstancias me permitan presentar una petición de indulto total a su excelencia en Port Jackson. Creo que te tienes bien ganada la condición de hombre libre, muy superior a la simple libertad que se alcanza tras haber cumplido la condena… la cual, si mal no recuerdo, dijiste que sería en marzo del noventa y dos, ¿verdad?

Richard se notó un nudo en la garganta y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Trató de hablar, pero no pudo, asintió con la cabeza mientras se apartaba el torrente con las palmas de las manos. Libre. Libre.

El comandante clavó la mirada en la isla de Phillip.

– Pienso poner también en libertad a otros, a Lucas, Phillimore, Rice, el anciano Mortimer, etc. Todos os merecéis la oportunidad de hacer algo de provecho, pues todos os habéis comportado como hombres honrados desde que os conozco. Gracias a los que son como vosotros la isla de Norfolk ha conseguido sobrevivir y yo he podido gobernar, al igual que el teniente King que me precedió en el cargo. A partir de ahora, Morgan, eres un hombre libre, lo cual significa que, como supervisor de los aserradores, percibirás un salario de veinticinco libras al año. Te pagaré también unos emolumentos a cambio de la supervisión de la destilería, cinco libras al año, y una suma de veinte por haberla construido. Nada de todo eso se puede pagar con moneda del reino, que el Gobierno de su majestad no nos ha dado. Se te pagará con pagarés que se anotarán debidamente en las cuentas de su majestad. Los podrás utilizar para negociar con los almacenes o con los vendedores particulares. En cuanto a la cuestión de la destilería, exijo una reserva absoluta y os advierto que la podría cerrar… Se trata sólo de un experimento que estoy llevando a cabo porque no quiero que nadie de la marina se dedique al negocio de las destilerías. Me remuerde la conciencia y tengo ciertas dudas -terminó diciendo, un tanto abatido-. Me fío del teniente Clark y sé que no dirá nada al respecto, ni siquiera en su diario. El contenido del diario, tal como él sabe muy bien, tiene que reflejar no sólo sus virtudes sino también las mías. Ah, lo exculpo del deseo de publicarlo, pero a veces los diarios caen en las manos que no deben.

La perorata fue lo bastante larga para permitir que Richard se serenara.

– Estoy a vuestro servicio, comandante Ross. Es la única manera que tengo de agradeceros vuestras muchas gentilezas. -Una sonrisa le iluminó los ojos e intensificó su hermoso color azul-. Si bien os tengo que pedir un favor. ¿Me permitís que mi primer acto como hombre libre sea el honor de estrecharos la mano?

Ross se la tendió de buen grado.

– Yo me voy a la ciudad -dijo-, pero me temo, Morgan que tú tendrás que regresar a la destilería para recogerme una cantidad de este horrible brebaje que me permita aguar las escasas existencias que me quedan de ron del bueno para la cena de esta noche. -Hizo una mueca-. Estoy hasta la coronilla del pájaro de Mt. Pitt, pero dudo que haya muchas quejas si tenemos una jarra de alcohol con que regarlo.

¡Libre! ¡Era libre! Libre porque había sido indultado, lo cual era muy importante. Todos los hombres eran libres cuando cumplían sus condenas, pero eran por así decirlo unos libertos. En cambio, un hombre indultado tenía buenas referencias. Estaba justificado.

El 4 de agosto se avistó una vela desde Sydney Town; toda la comunidad olvidó el trabajo, la disciplina, la enfermedad y el sentido común. El teniente Clark y el capitán George Johnston subieron al Mount George y comprobaron que la vela era auténtica, pero el barco pasó tranquilamente de largo. Desembarcar en Sydney Bay era imposible cuando soplaba un fuerte vendaval del sur, por lo que el capitán Johnston y el capitán Hunter se acercaron a Cascade confiando en que el velero desembarcara allí, donde el agua estaba tan tranquila como la de un estanque. Pero el barco también pasó de largo y, al anochecer, ya había desaparecido en dirección norte. Aquella noche el estado de ánimo de la gente en la ciudad y en el valle y hasta en Charlotte Field y Phillipburgh era de desesperación. ¡Avistar un barco y que éste no hiciera caso! ¿Podía haber una decepción más dolorosa?

Al día siguiente, el comandante Ross envió a un grupo de hombres a la cima de Mt. Pitt para vigilar, pero todo fue en vano; el barco había desaparecido definitivamente.

Posteriormente, el 7 de agosto, los habitantes de Sydney Town fueron despertados por los gritos de la gente que anunciaba el avistamiento de un velero en el lejano horizonte sureño.