El viento no le era favorable, por lo que, a última hora de la tarde, apenas había avanzado, pero se le había unido un segundo velero. Esta vez era de verdad, ¡esta vez les harían caso!
Incapaz de establecer contacto con el primero de los dos barcos avistados, el teniente Clark tomó la barca de pesca de fondo plano, se acercó al segundo de los veleros y consiguió subir a bordo. Era el Surprize, capitaneado desde que zarpara de Londres por Nicholas Anstis, el cual había sido primer oficial en el Lady Penrhyn y tenía intereses en el negocio de la trata de esclavos. El Surprize, le explicó a Clark, transportaba doscientos cuatro convictos, pero muy pocas provisiones, a la isla de Norfolk. Antes de que Clark tuviera tiempo de inventarse una excusa, Anstis añadió que el otro velero era el Justinian, que no transportaba convictos sino montones de provisiones. Port Jackson ya no se moriría de hambre y la isla de Norfolk tampoco cuando apenas les quedaban raciones de cecina y de harina para menos de tres semanas.
– ¿Cuál fue el barco que no contestó a nuestras señales? -preguntó Clark.
– El Lady Juliana. Llevaba una carga de mujeres delincuentes, pero hacía aguas, por lo que navegó vacío directamente hacia Wampoa. Allí tiene que recoger un cargamento de té, pero primero necesita un dique seco -dijo Anstis-. El Justinian y yo nos dirigiremos a Wampoa en cuanto hayamos dejado nuestras cargas aquí.
Hasta hombres como Len Dyer y William Francis trabajaron con denuedo para llenar las lanchas del Surprize y el Justinian de verduras para las tripulaciones hambrientas de hortalizas. Ninguno de los dos barcos pudieron desembarcar sus cargamentos de hombres o de provisiones. En tierra se recibieron unas cartas de Inglaterra y de Port Jackson, junto con algunos oficiales de ambos barcos que deseaban estirar un poco las piernas. La descarga tendría que esperar y producirse, si no hubiera más remedio, en Cascade. El jubiloso teniente Clark recibió nada menos que cuatro cartas muy largas de su amada Betsy, supo que ella y el bebé Ralphie se encontraban bien y se tranquilizó.
El gobernador Phillip le explicó al comandante Ross por escrito que el Supply había sido enviado a Batavia, para recoger allí todas las provisiones que cupieran en su pequeña bodega y, a ser posible, contratar un bajel holandés para que lo siguiera hasta Port Jackson con más provisiones y desembarcar al teniente Philip Gidley King; su excelencia esperaba que King pudiera viajar a bordo de un barco holandés de las Indias Orientales procedente de Batavia por lo menos hasta Ciudad del Cabo en su larga travesía de petición a Londres. En cuanto el Supply regresara a Port Jackson y estuviera en condiciones de navegar, sería enviado a la isla de Norfolk para recoger al capitán John Hunter y a sus marineros del Sirius, un hecho que Phillip no consideraba probable que ocurriera hasta bien entrado el año 1791. Pero, añadió Phillip con firmeza, ahora que habían llegado suficientes provisiones, el comandante Ross no tenía ninguna excusa para seguir gobernando bajo la ley marcial. Ésta se debería abrogar de inmediato. ¡Maldito King!, pensó el comandante con rabia. Eso es obra tuya y de nadie más. ¿Cómo voy a poder conseguir que trabajen los marineros de Hunter si no puedo ahorcarlos?
Se habían recibido también otras malas noticias de Port Jackson. El barco almacén Guardian, en ruta desde Inglaterra cargado de provisiones, había adquirido todos los animales que le sobraban a la Ciudad del Cabo y había zarpado para cubrir la última etapa de la travesía hasta Botany Bay. La víspera de Navidad de 1789 se encontraba a cien millas del Cabo y navegaba sereno por unas aguas razonablemente tranquilas cuando había avistado un iceberg estival. Su capitán no había calculado cuánta agua podía beber el ganado en un día y decidió aprovechar aquella circunstancia para enviar unas cuantas lanchas con el fin de arrancar un poco de hielo y aprovisionarse de agua. Se hizo todo rápidamente y el Guardian se alejó de la isla de hielo. El capitán Riou, que estaba encantado, comprobó personalmente que el Guardian se encontraba muy apartado del iceberg y bajó para disfrutar de una buena cena. A los quince minutos, el barco chocó por la popa, perdió el timón y sufrió la rotura de las redondas arcas de popa. Empezó a hacer aguas tan despacio que el capitán Riou pensó que podría regresar a la Ciudad del Cabo; todos los animales fueron arrojados por la borda y se lanzaron cinco botes con casi todos los tripulantes y algunos convictos escogidos por su condición de excelentes artesanos. Pero los marineros se habían emborrachado de ron para amortiguar el dolor de morir en un mar lo bastante frío para contener hielo, por lo que las cinco embarcaciones se alejaron del velero cargadas hasta las regalas de borrachos. Sólo uno de ellos llegó a tierra. El Guardian también llegó a tierra tras haberse pasado varias semanas navegando en inútiles espirales por todo el sur del océano índico. Embarrancó no muy lejos de la Ciudad del Cabo, pero apenas merecía la pena salvar algo de su carga. Lo que se pudo salvar se trasladó a bordo del Lady Juliana, el primer barco de Botany Bay que arribaba al cabo de Buena Esperanza después del desastre. Pero, a los pocos días, la Ciudad del Cabo no tuvo absolutamente ningún animal que venderle al Justinian; todos se habían perdido en el Guardian. Al igual que los efectos personales del gobernador Phillip, el comandante Ross, el capitán David Collins y varios oficiales de la marina. Ross, por ejemplo, jamás se recuperó de la magnitud de sus pérdidas económicas cuando el Guardian zozobró, pues había adquirido por poderes un considerable número de animales para su propio uso y para fines de explotación ganadera.
La buena noticia fue quizá la de saber que la muerte por inanición se había aplazado, pero las noticias de la abrogación de la ley marcial y la del naufragio del Guardian hizo que el comandante deseara con toda su alma ser un borrachín.
Parte de la carga del Justinian y el Surprize se pudo desembarcar en los siguientes días, pero no así los convictos, cuarenta y siete hombres y ciento cincuenta y siete mujeres. Las mujeres eran todas del Lady Juliana, el primero de los cinco barcos en arribar a Port Jackson durante el mes de junio. Como es natural, Phillip esperaba un barco almacén. Descubrir en su lugar que el primer barco que llegaba después de tanto tiempo sólo transportaba mujeres y ropa fue terrible. A continuación, arribó el Justinian, seguido a finales de mes por el Surprize, el Neptune y nada menos que el Scarborough, en su segunda travesía a Nueva Gales del Sur.
– ¡Oh, qué sobresalto tan grande! -les dijo el doctor Murray del Justinian a un considerable número de oficiales de la marina y de la Armada abandonados a su suerte en la isla de Norfolk. Lanzó un profundo suspiro y su rostro palideció al recordarlo-. El Surprize, el Neptune y el Scarborough transportaron mil convictos más a Port Jackson, pero doscientos sesenta y siete de ellos murieron durante la travesía. Sólo desembarcaron setecientos cincuenta y nueve, de los cuales casi quinientos estaban gravemente enfermos. Fue… Creí que su excelencia el gobernador se iba a desmayar y no era para menos. No podéis tener ni idea, lo que se dice ni idea… -Murray se medio mareó-. El Departamento del Interior había cambiado de contratistas, por lo que el proveedor de los tres barcos era una empresa esclavista pagada por adelantado por cada convicto sin que en el contrato se especificara la condición de que éstos desembarcaran vivos y en buenas condiciones. De hecho, al contratista le resultaba económicamente rentable que los convictos murieran en las primeras fases de la travesía. De ahí que los pobres desgraciados no recibieran alimento. Y, durante toda la travesía, permanecieron encadenados tal como se solía encadenar a los esclavos… Ya sabéis, con una rígida barra de hierro de un pie de longitud soldada entre los grilletes de los tobillos. Aunque les hubiera estado permitido subir a cubierta, cosa que no les estaba, tampoco habrían podido hacerlo, pues les era imposible caminar. La situación era muy dura para los negros que la tenían que soportar durante las seis u ocho semanas de la travesía, pero no podéis imaginar el efecto que les hacían los hierros a unos hombres encarcelados bajo cubierta durante casi todo un año.