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– Supongo -dijo Stephen Donovan entre dientes- que debían de morir entre horribles sufrimientos. ¡Dios confunda a todos los negreros!

Al ver que nadie más hacía ningún comentario, Murray añadió:

– El peor era el Neptune, aunque el Scarborough no le iba muy a la zaga; llevaba casi sesenta hombres más que en su primera travesía, pero apretujados en menos espacio. El Surprize era el menor de los tres, pues sólo perdió a treinta y seis de los doscientos cincuenta y cuatro hombres que tenía en el momento de zarpar. Os aseguro que llorábamos cuando no vomitábamos. Todos eran esqueletos vivientes y seguían muriendo cuando los ayudaban a salir de las bodegas… ¡y qué pestazo! Morían en las cubiertas, morían cuando los colocaban en los botes, morían cuando los trasladaban a la orilla. Los que aún estaban vivos cuando ya se encontraban cerca del hospital tenían que ser sometidos a tratamiento en el exterior, pues primero había que eliminar los parásitos… Estaban llenos de miles y miles de piojos, y no exagero… ¿No es cierto, señor Wentworth?

– En absoluto -contestó el otro visitante del comedor de oficiales, un alto, rubio y apuesto individuo llamado D'arcy Wentworth, que había sido destinado a la isla de Norfolk como médico auxiliar-. El Neptune era un barco infernal. Zarpé con él desde Portsmouth, pero jamás me pidieron que bajara a las bodegas durante la travesía; es más, incluso me prohibieron el acceso a la prisión. El olor de la prisión lo tuvimos en las ventanas de la nariz durante todo el viaje, pero, cuando bajé al sollado en Port Jackson para echar una mano… ¡Santo Dios! No hay palabras para describir lo que era aquello. Un mar de gusanos, cuerpos putrefactos, cucarachas, ratas, pulgas, moscas, piojos…, pero algunos hombres aún vivían, ¿os imagináis? Los médicos siempre pensamos que cualquiera que consiga sobrevivir necesariamente tiene que acabar loco de atar.

Stephen, que sabía mucho más acerca de los capitanes de la marina mercante que los marinos, preguntó:

– ¿Quién es el capitán del Neptune?

– Una bestia llamada Donald Trail -contestó Wentworth-. No comprendía a qué venía tanto alboroto, lo cual nos inducía a preguntarnos cuántos esclavos vivos entrega en Jamaica. Lo único que le interesaba, y que también interesaba a Anstis, era vender productos a la gente de Port Jackson a los mismos exorbitantes precios a los que vendía su ron.

– He oído hablar de este Trail -dijo Stephen con cara de hastío-. Mantiene vivos a los negros porque sólo los puede vender vivos. Concederle un contrato que era prácticamente una autorización tácita de asesinar es un asesinato. ¡Que Dios confunda a todo el Departamento del Interior!

– Tampoco trataba muy bien a sus pasajeros de pago libres, lo cual constituye un misterio -añadió Wentworth, meneando la cabeza-. Habría tenido que preocuparse por su propio pellejo y mimarlos un poco, pero no lo hacía. El Neptune transportaba a algunos de los oficiales y los hombres de un nuevo regimiento del ejército cuyos miembros se habían reclutado con el exclusivo propósito de prestar servicio en Nueva Gales del Sur. El capitán John MacArthur del cuerpo de Nueva Gales del Sur, su mujer y su bebé, su hijo y sus criados fueron colocados en un pequeño camarote con prohibición de acceso al camarote grande o a la cubierta, como no fuera a través de un pasillo lleno de convictas y de cubos de excrementos. El bebé murió, MacArthur mantuvo una fuerte discusión con Trail y su piloto, y fue trasladado al Scarborough al llegar a la Ciudad del Cabo, aunque no sin que antes todo aquel horror le provocara una grave enfermedad. Tengo entendido que el hijo también está enfermo.

– Y a vos, ¿qué tal os fue, señor Wentworth? -preguntó el comandante Ross, que había escuchado el relato en silencio.

– Bastante mal, pero, por lo menos, podía subir a cubierta. Cuando MacArthur se fue, pude instalar a mi mujer en su camarote, lo cual fue un gran alivio para ella. -De repente, se puso muy serio-. Tengo parientes importantes en Inglaterra y he escrito para pedir que se exijan responsabilidades a Trail por sus delitos cuando el Neptune regrese a casa.

– No esperéis demasiado -dijo el capitán George Johnston-. Lord Penrhyn y el grupo de los negreros ejercen más influencia en el Parlamento que una docena de condes y duques.

– Contadme qué fue de esos pobres desgraciados en Port Jackson, señor Murray -ordenó el comandante Ross.

– Su excelencia el gobernador mandó que se excavara un hoyo muy profundo -añadió Murray- y allí se colocaron los muertos para que el señor Johnson celebrara el funeral. Un buen hombre el señor Johnson, fue muy bueno con los que todavía estaban vivos y bajó valerosamente a la bodega del Neptune para ayudar a salir a los hombres y administrarles los últimos sacramentos. Pero el hoyo no se puede tapar. Los cadáveres han sido cubiertos con rocas para que los perros locales no puedan llegar hasta ellos, pues buscan comida por todas partes, y los cuerpos aún se seguían arrojando allí dentro cuando el Surprize zarpó rumbo a la isla de Norfolk. Los hombres seguían muriendo por docenas. El gobernador Phillip está fuera de sí a causa de la rabia y el dolor. Llevamos una carta suya a lord Sydney, pero me temo que no llegará al Departamento del Interior antes de que se envíe la siguiente remesa de convictos… con los mismos contratistas negreros y en las mismas condiciones. Pagados por adelantado para entregar cadáveres a Port Jackson.

– A Trail le encantaba ver morir cuanto antes a la gente -dijo Wentworth-. El Neptune también perdió soldados.

– Tengo entendido que casi todos los mil y pico que viajaban a bordo del Neptune, el Surprize y el Scarborough eran convictos varones, ¿no es cierto? -preguntó Ross.

– Pues sí, sólo había un puñado de mujeres en el Neptune, todas apretujadas en aquel inmundo pasillo. Las mujeres fueron enviadas primero en el Lady Juliana.

– ¿Cuál fue su destino? -preguntó Ross con expresión ceñuda, imaginándose el desembarco de ciento cincuenta y siete esqueletos ambulantes en el peligroso desembarcadero de Cascade.

– ¡Ah -contestó el doctor Murray con expresión más risueña-, les fue muy bien! El señor Richards, el proveedor de vuestra flota, era el proveedor del Lady Juliana. Lo peor que se puede decir de aquel barco es que su tripulación -no llevaba soldados- se lo pasó tan bien como en una destilería de ron. ¿Un cargamento de mujeres? No es de extrañar que la travesía fuera tan lenta.

– Por lo visto, aún tenemos que dar las gracias -dijo Ross-. No cabe duda de que nuestras comadronas no tardarán en estar muy ocupadas.

– Pues sí, algunas mujeres están embarazadas. Y otras ya han dado a luz.