– ¿Y qué me decís de los cuarenta y siete hombres? ¿Son hombres de Port Jackson o acaso proceden de estos barcos infernales?
– Son recién llegados, pero de lo mejorcito que hay. Lo cual no es decir gran cosa. Pero, por lo menos, ninguno de ellos está loco y todos aguantan la comida en el estómago.
El ron local estaba a la vista, pero ya desde un principio el astuto Robert Ross lo había disfrazado, mezclándolo con un producto de mejor calidad y llamándolo «ron de Río». También conservaba el producto de Richard en barriles vacíos de madera de roble mezclado con un poco de excelente ron de Bristol descargado del Justinian, para ver qué ocurría cuando envejeciera un poco. Él, el teniente Clark y Richard lo habían almacenado todo en un lugar seco, donde nadie pudiera encontrarlo. La destilería seguiría funcionando hasta que tuviera dos mil galones; calculaba que para entonces tanto las existencias de caña de azúcar como las de los barriles ya se habrían agotado. Entonces desmantelaría la destiladora y la entregaría a Morgan para que la guardara. Con la conciencia tranquila, decidió utilizar la poca cebada que se cultivaba en la isla para la elaboración de cerveza suave; el Justinian transportaba lúpulo entre otras cosas. De esta manera, hasta los convictos podrían paladear de vez en cuando algo mejor que agua para beber.
Dios bendito, pero ¿qué clase de comercio era aquél de los convictos de ambos sexos? Entregados por el propio gobierno del rey a los gusanos y las serpientes. Él había ahorcado y azotado a muchos hombres, pero les había dado de comer y también se había preocupado por ellos. ¿Se da cuenta Arthur Phillip de que la perversidad de los negreros lo ha salvado de la muerte por inanición por segunda vez en doce meses? ¿Qué habría ocurrido si los mil doscientos convictos que habían llegado en junio hubieran desembarcado en tan buenas condiciones como los de nuestra propia flota? A falta del Guardian, las provisiones que transportaba el Justinian habrían durado unas pocas semanas. Dios ha salvado a Nueva Gales del Sur con la colaboración de los negreros desalmados. Pero ¿a quién se le pedirán cuentas cuando Dios exija el pago de la deuda?
La mañana del 10 de agosto, antes de que se desembarcaran los convictos del Surprize, el comandante Ross reunió a todos los miembros de su comunidad bajo la bandera de la Unión para dirigirles la palabra.
– ¡Nuestra crítica situación se ha visto aliviada por la llegada de unas provisiones que nos durarán algún tiempo! -proclamó con voz de trueno-. ¡Ahora os anuncio que la ley marcial ha sido abrogada! Lo cual no quiere decir que os conceda permiso para que os desmandéis. Puede que no se me permita ahorcaros, pero os podré azotar hasta casi mataros, ¡y vaya si os azotaré! Nuestra población está a punto de aumentar en setecientas personas, ¡una perspectiva nada halagüeña! Sobre todo, teniendo en cuenta que se trata en buena parte de mujeres mientras que los pocos hombres que hay están enfermos. Por consiguiente, las nuevas bocas que tendremos que alimentar estarán incorporadas a unos cuerpos que no podrán efectuar trabajos duros. Todas las cabañas y las casas tendrán que acoger a otra persona, pues no pienso construir cuarteles para las mujeres. Sólo los superintendentes de los convictos, como el señor Donovan y el señor Wentworth, gozarán de dispensa a este respecto. Tanto si sois marineros como si sois marinos fuera de los cuarteles, convictos indultados o convictos todavía bajo sentencia, tendréis que encargaros de por lo menos una mujer. Los oficiales puede que participen o que no, según lo que hayan decidido hacer. ¡Pero os lo advierto y quiero que me oigáis muy bien! No permitiré que ninguna mujer sea golpeada o maltratada o se convierta en el juguete de varios hombres. No puedo impedir la fornicación, pero no toleraré comportamientos propios de salvajes. La violación o cualquier otro maltrato de carácter físico serán castigados con quinientos azotes del «gato» más fuerte de Richardson y ello será de aplicación tanto en el caso de los marineros como en el de los marinos o los convictos.
Hizo una pausa para contemplar con severidad las silenciosas filas y sus ojos se posaron en la relamida expresión del capitán John Hunter; había alguien que comprendía muy bien que la abolición de la ley marcial por parte de su excelencia le permitiría comportarse con mucha más arrogancia.
– Exceptuando a las personas de la marina que no desean permanecer aquí e instalarse definitivamente cuando llegue el Supply para sacarlas de la isla, a partir de ahora voy a vaciar un poco Sydney Town, colocando al mayor número de vosotros que pueda en parcelas de un solo acre, siempre y cuando ya tengáis en vuestra casa a un nuevo hombre o una nueva mujer. El contenido de las parcelas no será objeto de requisa por parte del Gobierno, sino que deberá servir más bien para reducir vuestra necesidad de recurrir a los almacenes del Gobierno para alimentaros. Pero seréis libres de vender vuestros excedentes al Gobierno y se os pagarán dichos excedentes, tanto si sois libres como si sois convictos. Los convictos que trabajen duro, desbrocen sus parcelas y vendan al Gobierno serán liberados en cuanto demuestren su valía, tal como ya he liberado a algunos de vosotros por su buen trabajo. El Gobierno facilitará a cada ocupante una parcela de un acre con una cerda para cría, y ofrecerá los servicios de un macho. No puedo incluir aves de corral, pero aquellos de vosotros que se puedan permitir el lujo de comprar pavos, gallinas o patos serán autorizados a hacerlo en cuanto aumente el número de las aves de corral.
Se oyeron murmullos entre la muchedumbre; algunos rostros irradiaban felicidad mientras que otros estaban furiosos. No a todo el mundo le gustaba la idea del duro esfuerzo, ni siquiera en beneficio propio.
El comandante prosiguió diciendo:
– Richard Phillimore, puedes elegir un acre de la parcela que prefieras, a la vuelta de la esquina oriental. Nathaniel Lucas, puedes considerar como tuyo el acre que hay detrás de Sydney Town donde vives en la actualidad. John Rice, puedes quedarte con un acre por encima del de Nat Lucas, de cara a la corriente que discurre entre el cuartel de los infantes de marina y la hilera interior de casas. John Mortimer y Thomas Crowder, iréis al mismo lugar que Rice. Richard Morgan, te quedarás en tu actual parcela en la parte superior del valle. Informaré a otros en cuanto el señor Bradley me presente su plan. La tripulación del Sirius se instalará en el gran claro que hay hacia la mitad del camino de Cascade. Los trabajadores del lino, incluidos los remojadores y los tejedores que, según creo, han llegado a bordo del Surprize, se instalarán en Phillipburgh y montarán en aquel lugar una fábrica de lona. -Cuando ya no tuvo nada más que decir, Ross se detuvo bruscamente-. ¡Ya os podéis retirar!
Richard regresó a su aserradero de lo alto del valle, experimentando una mezcla de júbilo y pesimismo. Ross le había entregado el acre de tierra, justo donde se levantaba su casa, lo cual era una ventaja extraordinaria, pues ya estaba desbrozado y en pleno rendimiento. Nat Lucas y Richard Phillimore habían sido análogamente recompensados mientras que Crowder, Rice y Mortimer tendrían que talar árboles. Su pesimismo guardaba relación con su soledad, con la cual Ross estaba firmemente decidido a acabar. Aunque Lawrell ocupara su propia cabaña, Richard sabía que no podría desterrar de la misma manera a una mujer y tampoco la podría ceder a Lawrell. Lawrell era un hombre honrado, pero abrigaría sin duda la esperanza de gozar de su cuerpo tanto si ella quería como si no. No, la desventurada criatura tendría que vivir en su casa, la cual no era, en la práctica, más que una habitación espaciosa. Eso anulaba sus planes para el siguiente fin de semana, consistentes en ir a pescar con un sedal manual desde las rocas situadas al oeste del desembarcadero y en dar después un largo paseo con Stephen. En su lugar, tendría que empezar a añadir una nueva habitación a la casa para la mujer. Johnny Livingston, cuya discreción le impidió preguntar para qué lo necesitaba, le había construido un trineo sobre unos suaves patines, al cual él se podría enganchar por medio de unos arneses de lona para tirar de él como si fuera un caballo. Lo necesitaba para transportar a la destilería los ingredientes destinados a la mezcla, sabiendo que sólo él podía llevar a cabo aquella tarea al amparo de la oscuridad. El trineo tenía casi tanta capacidad como un gran carro de mano y su utilidad era extraordinaria. Ahora lo tendría que usar para transportar desde la cantera la piedra destinada a la construcción de los pilares de los nuevos cimientos. ¡Malditas fueran todas las mujeres!