Puesto que estaban en invierno, los oficiales de mayor antigüedad se reunían a la una para la principal comida caliente del día y lo hacían con el comandante Ross en el comedor de la casa del Gobierno. La señora Morgan, tal como Lizzie insistía en que la llamaran, era una espléndida cocinera, ahora que ya disponía de más ingredientes. Aquel día sirvió cerdo asado para celebrar la llegada del Surprize y el Justinian, aunque ninguno de los oficiales de dichos barcos habían sido invitados al almuerzo, como tampoco lo habían sido los señores Donovan, Wentworth y Murray. El teniente Ralph Clark tampoco estaba presente; se había llevado a comer a Little John con los señores Donovan, Wentworth y Murray. Su mesa era notoriamente magra desde su regreso de Inglaterra. En lo tocante al dinero, Clark, cuya situación económica había sufrido un gran menoscabo, era extremadamente frugal. El teniente Robert Kellow tampoco estaba presente; se encontraba todavía en Coventry tras haber combatido en un ridículo duelo con el teniente Faddy.
Sí asistieron al almuerzo el comandante Robert Ross, el capitán John Hunter, el capitán George Johnston, el teniente John Johnstone y, por desgracia, el protagonista de los escandalosos chismorreos, el teniente William Faddy.
El comandante sirvió un aperitivo de «ron de Río» y reservó la botella de oporto que el capitán Maitland del Justinian le había regalado para después de la comida, la cual tardó un poco en llegar, por lo que el comandante decidió servir un segundo aperitivo. Por consiguiente, cuando se sentaron para dar buena cuenta de la pierna de cerdo de la señora Morgan, con su crujiente piel, su exquisita salsa y sus patatas deliciosamente asadas con el jugo de la carne, los cinco comensales estaban demasiado achispados para que la comida eliminara los efectos del ron; una situación que no mejoró precisamente debido a que el festín fue regado con más ron.
– Veo que habéis sustituido a Clark al frente de los almacenes del Gobierno -dijo Hunter mientras se terminaba su ración de budín de arroz asado, nadando en melaza.
– El teniente Clark tiene cosas mejores que hacer que contar con los dedos -contestó Ross, con la barbilla reluciente de grasa-. Su excelencia me ha enviado a Freeman para que lo utilice como me convenga y yo lo utilizaré para este cometido. Necesito a Clark como superintendente del edificio de Charlotte Field.
Hunter se tensó.
– Lo cual me recuerda -dijo éste en tono pausado- que, durante vuestra memorable alocución de esta mañana, disteis a entender que mis marinos serían trasladados fuera de Sydney Town… a lo largo del camino de Cascade, creo que dijisteis.
– En efecto. -Ross se secó la barbilla con una de las servilletas que había confeccionado la buena de la señora Morgan a partir de un viejo mantel de lino… ¡Una joya de mujer! Ross no acertaba a comprender por qué razón Morgan la había repudiado, pero sospechaba que debía de ser por algo relacionado con actividades de cama, pues lo que Morgan le había dicho era verdad: Lizzie no era en modo alguno una tentadora. Doblando la servilleta, Ross miró directamente a Hunter, sentado en el extremo más alejado de la mesa.
– Y eso, ¿qué tiene de malo? -preguntó.
– Ya no sois el verdugo mayor del Reino, Ross, por consiguiente, ¿qué derecho tenéis a disponer de mi tripulación?
– Creo que todavía soy el teniente gobernador. Por tanto, tengo derecho a enviar a quienquiera de la Ceca a la Meca y a enviar a la Armada Real al camino de Cascade. Estamos a punto de recibir a ciento cincuenta mujeres y no quiero que Sydney Town se llene de rufianes que no trabajan y que, sin embargo, esperan que los alimenten.
Hunter apartó a un lado su plato de budín con tal fuerza que volcó su jarra vacía de ron, y se inclinó hacia delante con la base de las palmas de las manos apoyada en el borde de la mesa.
– ¡Ya estoy harto! -gritó, levantando una mano y descargándola con fuerza sobre la mesa-. ¡Sois un pérfido dictador, Ross, y así lo diré en mi informe al gobernador cuando regrese a Port Jackson! Habéis encomendado a mis hombres de la Armada Real unas tareas que yo no habría obligado a realizar ni siquiera a Judas Iscariote, recogiendo lino, poniendo en peligro sus vidas con el traslado de piedras al arrecife… -se levantó de un salto y, mostrando los dientes, miró con rabia a Ross- y lo que es más, ¡os lo habéis pasado en grande con vuestra ley marcial!
– Muy cierto -dijo Ross con aparente afabilidad-. ¡Resulta sumamente beneficioso para mi hígado y para mis facultades mentales ver trabajar por una vez a la Armada!
– ¡Os digo, comandante Ross, que no desterraréis a mis hombres!
– ¡Y un cuerno no lo haré! -Ross se levantó con los ojos ardiendo de furia-. Os he aguantado a vos y a vuestros hombres durante cinco meses… ¡y, al parecer, os tendré que seguir aguantando en los próximos seis! ¡Pues bien, no os quiero tener cerca! ¡Vosotros hijoputas de la Armada Real os creéis los señores de la creación, pero no lo sois! No aquí, por lo menos. Aquí no sois más que un hato de sanguijuelas que chupan la sangre de los demás. Aquí manda un marino… ¡Este que os está hablando! ¡Haréis lo que se os ordene, Hunter, y sanseacabó! ¡Me importa una mierda que os dediquéis a sodomizar a lo bestia a todos los muchachos de un barco, Hunter, pero no lo seguiréis haciendo tan cerca de mí como para que me lleguen los efluvios de los pedos! ¡Ya podéis empezar a empujar a vuestras cagarrutas hacia el camino de Cascade!
– ¡Conseguiré que os sometan a un consejo de guerra, Ross! ¡Conseguiré que os destituyan y que regreséis a Port Jackson con deshonra y os envíen a casa en el primer barco!
– ¡Intentadlo si queréis, patético levantador de camisas de jovencitos! ¡Pero recordad que no soy yo quien perdió el mando! Y, si me envían a Inglaterra para comparecer ante un consejo de guerra, ¡allí estaré para declarar que vos no tuvisteis en cuenta las opiniones de los expertos de la isla que os hubieran podido enseñar cómo no perder vuestro barco! -rugió Ross-. ¡La triste verdad, Hunter, es que no seríais capaz de gobernar una gabarra entre Woolwich y Tilbury ni siquiera si os remolcaran!
Con el rostro enrojecido por la furia, Hunter se lamió la espuma de saliva de las comisuras de la boca.
– Pistolas -dijo-, mañana al amanecer.
El comandante estalló en una sonora carcajada.
– ¡Y un cuerno! -dijo-. ¡No quiero degradar hasta semejante extremo al Cuerpo de Infantería de Marina! ¿Combatir en duelo con una decrépita señorita Molly que ya tiene un pie en el sepulcro? ¡Largo de aquí! ¡Vamos, largo de aquí, y que no se os vuelva a ver la cara en Sydney Town mientras yo siga siendo teniente gobernador de la isla de Norfolk!
El capitán Hunter giró sobre sus talones y se retiró.
Los tres testigos se miraron los unos a los otros desde ambos lados de la mesa. Faddy estaba deseando encontrar algún pretexto para correr a contárselo a Ralph Clark, John Johnstone estaba mareado y el voraz George Johnston experimentaba un delicioso bienestar no enteramente debido al ron o a la comida de la señora Morgan. ¡Menudo vapuleo acababan de propinarle a la Armada! Estaba absolutamente de acuerdo con la opinión de Ross a propósito de la tripulación del Sirius; además, su obligación como único capitán del barco era impedir que los reclutas de la infantería de marina se echaran sobre las gargantas de los marineros; lo cual no era tarea fácil. ¡Y qué astucia la del comandante al desplazar parte de su problema fuera de Sydney Town antes de la llegada de ciento cincuenta y siete mujeres!