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La llama de la vela iluminó un repentino torrente de lágrimas; Richard posó la vela en la cómoda de la ropa situada al lado de la cama y atrajo a su mujer a sus brazos.

– Peg, Peg… eso no son más que sueños. Yo también los tengo, amor mío. Pero en mi pesadilla veo a William Henry aplastado por las ruedas de un trineo o a William Henry enfermo de tisis o a William Henry cayendo a la boca de acceso de una cloaca. Nada de todo eso puede ocurrir en Clifton. Pero, si tan preocupada estás, tendremos también una niñera para él.

– Tus pesadillas son todas distintas -dijo Peg en tono quejumbroso-, pero la mía es siempre la misma. William Henry cayendo al Avon desde el barranco, William Henry aterrorizado por algo que yo no puedo ver.

Richard la acarició hasta conseguir que se calmara y se quedara finalmente dormida en sus brazos. Después se tumbó, luchando contra su propio dolor mientras la vela se iba extinguiendo poco a poco. Sabía que todo aquello era una conspiración familiar. Su madre y su padre estaban ejerciendo influencia sobre Peg. Mag porque adoraba a William Henry y apreciaba a su nuera como una hija, y Dick porque… bueno, quizás en lo más hondo de su corazón, pensaba que, cuando Richard se fuera a vivir a Clifton, dejaría de cobrar aquellos dos chelines diarios; un hombre que es dueño de su propia casa tiene muchos gastos extras. Todo su instinto lo animaba a no prestar atención a todas aquellas presiones e irse con su mujer y su hijo a las verdes colinas de Clifton, pero lo que Dick Morgan consideraba una debilidad en su hijo era, de hecho, una capacidad de comprender y compadecerse de las acciones de los demás y especialmente de las de su familia. Si insistiera en hablar de la casita de Clifton -había encontrado la más adecuada, amplia, con una preciosa techumbre de paja, no demasiado antigua, con cocina separada en la parte de atrás y un desván para la servidumbre-, si insistiera en hablar de aquella casita de Clifton, ahora ya sabía que Peg había decidido no vivir en ella. Había decidido aborrecerla ¡Qué extraño, tratándose de la hija de un campesino! Ni por un instante se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que ella no se adaptara a un estilo de vida más rural con tanto entusiasmo como el suyo, él que era un hombre nacido y criado en la ciudad. Sus labios se estremecieron, pero en la intimidad de la noche, Richard Morgan no lloró. Se limitó a armarse de valor para aceptar el hecho de que jamás se trasladaría a vivir a Clifton.

¡Dios mío del Cielo, mi mujer cree que William Henry se ahogará en el Avon si nos vamos a vivir a Clifton! Mientras que yo tengo el presentimiento de que Bristol lo matará. ¡Te ruego, te suplico que protejas a mi hijo! ¡No me arrebates a este hijo único! Su madre dice que ya no habrá otros, y yo la creo.

– Nos quedaremos en el Cooper's Arms -le dijo a Peg cuando ambos se levantaron justo antes del amanecer.

El rostro de Peg se iluminó mientras ésta lo abrazaba con un profundo suspiro de alivio.

– ¡Gracias, Richard, gracias!

La guerra en América siguió siendo favorable a Inglaterra durante algún tiempo, a pesar de que muy pocos miembros tories del Parlamento se sentían lo suficientemente fuertes para abandonar el Gobierno en señal de protesta contra la política del rey. El caballero Johnny Burgoyne recibió el encargo de acabar con todos los rebeldes del norte de Nueva York y demostró la valía de sus hazañas tácticas tomando el Fort Ticonderoga junto al lago Champlain, una plaza fuerte que los rebeldes consideraban invulnerable. Pero entre el lago y la cabecera del río Hudson había unos yermos que Burgoyne recorría al ritmo de una milla diaria. Su suerte cambió y también la de su contingente de tropas de diversión, derrotado en Bennington. Horado Gates se había puesto al mando de los rebeldes y contaba con la colaboración del genial Benedict Arnold. Dos veces obligado a librar batalla en Bemis Heights, Burgoyne descendió en picado hacia su derrota final y su rendición en Saratoga.

La noticia de Saratoga hizo estremecer los cimientos de toda Inglaterra. ¡La rendición! Lo de Saratoga superaba en cierto modo todas las victorias alcanzadas hasta la fecha, una misteriosa y sutil consecuencia que ni lord North ni el rey habían tomado en consideración. A los ingleses y las inglesas del montón, Saratoga les decía que Inglaterra estaba perdiendo la guerra y que los rebeldes americanos tenían algo que no tenían ni los franceses, los españoles y los holandeses.

Si sir William Howe hubiera avanzado hacia el Hudson para ir al encuentro de Burgoyne, las cosas habrían podido ser muy distintas, pero Howe decidió, en su lugar, invadir Pensilvania. Derrotó a George Washington en Brandywine y después consiguió tomar Filadelfia y Germantown. El Congreso americano huyó a la York de Pensilvania, lo cual desconcertó tanto a los ingleses de allí… como a los de casa. ¡La gente no abandonaba su capital al enemigo, sino que la defendía hasta la muerte! ¿De qué servía tomar Filadelfia si ya no era la sede del gobierno rebelde? Algo nuevo estaba ocurriendo sobre la faz de la tierra.

A pesar de que las conquistas de Howe en Pensilvania coincidieron más o menos con las campañas de Burgoyne en la zona norte de Nueva York, en Inglaterra no podían competir con la derrota de Saratoga. A partir de Saratoga, el Parlamento empezó a preguntarse si Inglaterra podría ganar aquella guerra. El gobierno de lord North se puso a la defensiva, empezó a preocuparse por los acontecimientos de Irlanda, imposibilitada de comerciar directamente allende los mares y dispuesta a reclutar voluntarios para combatir contra los franceses, aliados con los americanos. ¡Bueno, en Londres todo el mundo comprendía el significado de todo aquello! Si los irlandeses querían combatir, lo harían contra los ingleses. Lo cual no sería nada fácil, siendo los tories mayoría en la Cámara.

En Bristol, la depresión económica era cada vez más grave. Los corsarios franceses y americanos surcaban los mares y lo estaban haciendo mucho mejor que los corsarios ingleses; la Armada Real se encontraba también en los confines del océano Occidental. En su perenne afán de aumentar el número de los corsarios, muchos plutócratas de Bristol aportaban dinero destinado a transformar los buques mercantes en fortalezas flotantes erizadas de armas. Los corsarios ingleses lo habían hecho extremadamente bien durante la guerra de los Siete Años contra Francia, por lo que nadie pensaba que aquella guerra pudiera tener un resultado distinto.

Pero nuestros inversores han perdido elevadas sumas -le escribió Richard al señor Thistlethwaite en una carta que le envió en la segunda mitad de 1778-. Bristol botó veintiún corsarios, pero sólo los dos buques negreros, el Tartar y el Alexander capturaron un botín… un nativo de las Indias Orientales francesas lo valoró en cien mil libras. El comercio marítimo se ha reducido tanto que dice el Ayuntamiento que los impuestos portuarios no bastarán tan siquiera para cubrir el sueldo del alcalde.

Los salteadores de caminos abundan por doquier. Hasta el White Ladies Inn de la barrera de portazgo de Aust se considera ahora un lugar demasiado peligroso para una excursión dominical, y el señor Maurice Trevillian y su esposa, pertenecientes a la ilustre familia de Cornualles, se vieron obligados a detenerse y fueron víctimas de un robo en su propio carruaje, justo a la entrada de su residencia de Park Street. Perdieron un reloj de oro, varias costosas joyas y una elevada suma de dinero.

En resumen, Jem, la situación es francamente delicada.

El señor Thistlethwaite contestó a la carta de Richard con notable prontitud. Algunos hostiles pajaritos de Bristol estaban gorjeando un alegre canto, en el que decían que a Jem Thistlethwaite no le estaban yendo nada bien las cosas en Londres. No había tenido más remedio, añadían con sus trinos, a escribir por cuenta de ciertos editores e incluso a revender por cuenta de algunas papelerías.