– Faddy -dijo el comandante, volviéndose a sentar con un suspiro de satisfacción-, no levantéis el trasero del asiento. No os ordenaré que mantengáis la boca cerrada porque eso ni Dios lo podría conseguir, a no ser que os dejara mudo. George, haced los honores con el oporto. No quiero que este almuerzo verdaderamente memorable termine sin un leal brindis a su majestad y al Cuerpo de la Marina, que algún día se convertirá en el Real Cuerpo de la Marina. Entonces nuestro rango será equivalente al de la Armada.
El viernes 13, un día tan poco propicio que toda la comunidad se estremeció de supersticioso temor, las convictas empezaron a desembarcar del Surprize en Cascade, pues el viento se negaba rotundamente a apartarse del sur.
A pesar de que aquellos días tenía diez aserraderos en pleno rendimiento y de que Ralph Clark quería otro en Charlotte Field junto con un equipo de carpinteros y de que Ross estaba deseando que la colonia de allí se pusiera en marcha cuanto antes para poder disponer de más tierra de cultivo, Richard seguía aserrando personalmente, todavía con la colaboración del soldado Billy Wigfall. Pero, a primera hora del viernes 13, se vio obligado a comunicar al comandante Ross que no podía convencer a ningún hombre de que aserrara en un día tan infausto.
– El caso es, señor, que, si mandara llamar a Richardson con su gato, los hombres trabajarían, pero con tantos aspavientos que podría haber accidentes. No puedo correr el riesgo de que los hombres queden incapacitados a causa de unas lesiones, precisamente ahora que tenemos que aserrar tanta madera para las nuevas colonias -explicó Richard.
– Algunas cosas no se pueden evitar -dijo Ross, un tanto preocupado también por los malos presagios-. Les daré a todos el día libre. Pero tendrán que trabajar mañana. Por cierto, he prohibido que los convictos se acerquen hoy a Cascade en busca de mujeres complacientes. -Esbozó una triste sonrisa-. Les he dicho también que, si me desafían y lo intentan, seguro que eligen a las que no deben, siendo viernes y trece. No obstante, habrá que ayudar a estas inútiles criaturas a desembarcar y a subir por la cuesta, pero, puesto que les he dicho a mis marinos que tampoco se acerquen, el campo queda libre para los marineros del Sirius, buena parte de los cuales vino al mundo sin padre ni madre. Tú puedes acompañar al señor Donovan y al señor Wentworth, Morgan.
Los tres hombres se pusieron animosamente en marcha a las siete de la mañana, a pesar de la fecha. Stephen y D'arcy Wentworth se llevaban de maravilla; al igual que Richard, Wentworth era un hombre demasiado sensato para condenar a otro por el hecho de ser una señorita Molly. Ambos compartían también ciertas características, sobre todo, el afán de conocer nuevos lugares y vivir nuevas aventuras, y eran muy cultos. La mar había sido para Stephen una válvula de salida de sus deseos de acción, mientras que Wentworth había experimentado la llamada de los caminos y había sido detenido y juzgado varias veces como salteador de caminos. Sólo gracias a la intervención de unos importantes parientes había recuperado la libertad, pero hasta la paciencia de la familia se puede acabar. Tras haber practicado un poco la medicina en los momentos en que no asaltaba diligencias, Wentworth recibió la orden de largarse a Nueva Gales del Sur para jamás regresar. El cebo habían sido unos pequeños ingresos pagaderos únicamente en Nueva Gales del Sur.
Stephen seguía luciendo una larga y rizada cabellera negra, pero Wentworth se había pasado a lo que, según él, estaba empezando a ser la nueva moda: un cabello como el de Richard, aunque el suyo no era tan corto. Mientras bajaban de frente por el camino, los tres hombres ofrecían un aspecto impresionante: altos y esbeltos, con Wentworth, el más alto y el único rubio, caminando entre los dos morenos. Bajaron tropezando por la escarpada hendidura que emergía a cien yardas del desembarcadero y vieron que el Surprize se encontraba ya muy cerca de la orilla y que la mar estaba en calma. La marea estaba subiendo y el capitán Anstis, que dos días atrás había sido adiestrado por el señor Donovan acerca de la mejor manera de desembarcar a la gente sana y salva, tendría la prudencia, como capitán de la marina mercante que era, de seguir el consejo.
– Anstis es un hombre odioso -dijo Stephen, sentándose en una roca-. Me dicen que en Port Jackson vendía papel a un penique la hoja, tinta a una libra el frasquito y barato tejido de indiana sin blanquear a diez chelines el ell [7]. El doctor Murray dice que no tuvo en ningún sitio los clientes que esperaba, o sea que ya veremos qué tal le va cuando monte su tenderete aquí.
Recordando a Lizzie Lock -¡Morgan, Richard Morgan!- y lo que ella le había contado acerca de la ausencia de trapos para las mujeres que tenían la regla en el Lady Penrhyn, Richard decidió que, por mucho que aborreciera favorecer el negocio de los hombres que mataban de hambre a sus semejantes para enriquecerse, acudiría a su tenderete para adquirir unos cuantos ells de indiana no blanqueada para la mujer a la que se vería obligado a albergar en su casa según el plan Ross. A lo mejor, a las pasajeras del Lady Juliana les habían facilitado trapos, aunque él lo dudaba. Si se pudiera tomar como ejemplo la conducta de la tripulación sexualmente satisfecha del Lady Penrhyn, los marineros no se habrían mostrado muy amables por muchas mujeres que hubieran ultrajado. Tendría que proporcionar a la mujer una cama, lo cual significaba también un colchón, una almohada, sábanas y quizás una manta y prendas de vestir. Johnny Livingstone había prometido hacerle una cama y unas cuantas sillas más, pero, aun así, su inoportuna huésped le iba a resultar muy cara. Aún le quedaban las monedas de oro de la caja y las que había ocultado en los talones de las botas de Ike Rogers. Sería curioso ver lo que vendía Nicholas Anstis. ¿Polvo de esmeril? Esperaba que sí; se le estaban acabando las existencias. El papel de lija se lo fabricaba él mismo con arena de Turtle Bay y la cola de pescado la elaboraba con sobras de pescado, pero el polvo de esmeril no lo podía fabricar.
Poco después de las diez de la mañana llegó a la orilla la primera lancha entre los entusiastas vítores de unos cincuenta marineros del Sirius; otras lanchas situadas al costado del Surprize se estaban llenando con más mujeres. Las condiciones no eran ni mucho menos tan peligrosas como cuando el comandante Ross había desembarcado del Sirius; sin embargo, cuando la primera lancha efectuó la maniobra para acercarse a la roca del desembarcadero y sus remeros se prepararon para apartarse a toda prisa en caso de que una ola más grande que las demás se les echara encima, las mujeres empezaron a gritar y a forcejear y se negaron a saltar. Uno de los marineros del Sirius se acercó al borde de la roca y alargó las manos; cuando la lancha se acercó por segunda vez, los dos marineros de la lancha le arrojaron a una vociferante mujer y lo mismo hicieron con las otras. Ninguna de ellas cayó al agua, y los fardos de sus efectos personales las siguieron sin ningún contratiempo. Otra lancha siguió a la primera y el procedimiento se repitió; todo el reducido terreno que rodeaba el desembarcadero no tardó en llenarse de mujeres y marineros. Pero no hubo comportamientos indecorosos; casi todas las mujeres se alejaron de allí, cada una de ellas con el hombre que aparentemente se había sentido atraído por su persona, para iniciar el ascenso a la cumbre situada doscientos pies más arriba.