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Otro maullido, pero menos propio de un gato. Con la piel de gallina, se apartó del camino y penetró en el reino de los pinos asfixiados por las enredaderas. Lejos del terreno desbrozado, la oscuridad se intensificaba de forma considerable; hizo una pausa para que sus ojos se acostumbraran a las sombras y después reanudó la marcha, repentinamente seguro de que el sonido era humano. Qué lástima. Esperaba que fuera un gato para poder regalárselo a Stephen en sustitución de su amado Rodney, el cual, siendo un gato de barco, se había quedado en el Alexander cuando Stephen se había trasladado al Sirius y a los brazos de Johnny Livingstone.

– ¿Dónde estás? -preguntó, levantando un poco la voz pero en tono normal-. Háblame para que yo te pueda encontrar.

Silencio salvo el crujido de los pinos, el susurro del viento en sus copas, los revoloteos de los pájaros.

– Vamos, no ocurre nada, te quiero ayudar. ¡Háblame!

Un débil maullido, algo más allá. Richard miró hacia atrás para grabarse en la memoria los detalles del paraje y después se acercó cautelosamente al lugar de donde procedía el sonido.

– Háblame -dijo en tono normal-. Deja que te encuentre.

– ¡Socorro!

Tras lo cual, ya no fue difícil localizarla, acurrucada en el interior de una cavidad que el tiempo y la perenne acción de los escarabajos habían abierto en el tronco de un enorme pino; puede que un refugiado hubiera establecido su morada allí dentro, lo cual confería crédito a las historias que a veces se contaban de algunos convictos que se habían fugado al bosque y habían regresado a Sydney varias semanas después, muertos de hambre.

Una niña, o eso le pareció al principio. Después vio el pecho de una mujer asomando a través de un gran desgarrón del vestido. Agachándose para sentarse sobre sus talones, Richard sonrió y le tendió la mano.

– Vamos, no tengas miedo, no te haré daño. Tenemos que irnos de aquí, de lo contrario, oscurecerá demasiado y no podremos regresar al camino. Vamos, dame la mano.

Ella apoyó los dedos en la palma de su mano y permitió que la ayudara, temblando de frío y terror.

– ¿Dónde tienes las cosas? -preguntó Richard, procurando no tocar más que sus trémulos dedos.

– El hombre se las llevó -contestó ella en un susurro.

Con la boca apretada en una fina línea, la acompañó al camino para estudiarla mejor bajo la moribunda luz. Su estatura no le rebasaba el hombro, estaba tremendamente delgada y puede que su cabello fuera rubio, pero estaba demasiado sucio para poder saberlo. En cambio, sus ojos eran… eran… Richard se quedó sin respiración. No, la luz del sol se habría rendido ante ellos, ¡no habría tenido más remedio que hacerlo! Los ojos de William Henry eran sólo suyos, no tenían comparación en toda la faz de la tierra.

– ¿Puedes caminar? -le preguntó.

Hubiera deseado ofrecerle su camisa, pero temía asustarla y que ella echara a correr.

– Creo que sí.

– En el próximo claro, conseguiré una antorcha. Y entonces ya podremos ir más despacio.

Ella se echó hacia atrás y se estremeció.

– ¡No, no, no ocurre nada! ¡Aún nos quedan tres millas para regresar a casa y tenemos que ver el camino! -Le tomó fuertemente la mano y echó de nuevo a andar-. Me llamo Richard Morgan y soy un hombre libre. -¡Qué alegría poder decirlo!-. Soy el supervisor de los aserradores.

Aunque no contestó, la mujer caminó con más confianza hasta que llegaron a la colonia del Sirius. Los marineros vivían en tiendas hasta que los carpinteros pudieran construir unos auténticos cuarteles y unas cabañas. Unos hombres se movían en la distancia. Una hoguera de gran tamaño ardía al borde del camino, pero no había nadie sentado a su alrededor. Lo más probable era que todos estuvieran borrachos de ron. Por consiguiente, nadie lo vio tomar una antorcha y encenderla, y nadie vio tampoco a la abandonada criatura, agarrada fuertemente a su mano.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó cuando reanudaron la marcha a través de los pinos más expuestos al sur, cuyas copas estaban empezando a rugir a causa de la fuerza del viento que los azotaba cual si fuera un martillo contra una fina plancha de cobre…, bum, bum, bum.

– Catherine Clark.

– Kitty -dijo inmediatamente Richard.

Ella experimentó un sobresalto.

– ¿Cómo lo sabes?

– No lo sabía -contestó Richard, asombrado-. Es que, cuando te oí por primera vez, me pareciste un gatito. ¿Eres del Lady Juliana?

– Sí.

Comprendiendo que estaba a punto de venirse abajo, pero sin atreverse a tomarla en brazos por temor a asustarla -¿quién habría sido el miserable que la había atacado?-, Richard le dijo:

– Mejor que no perdamos el tiempo o el aliento hablando, Kitty. Lo más importante ahora es llevarte a casa.

Casa. La palabra más hermosa del mundo. La pronunció como si efectivamente significara algo para él, como si le prometiera todas las cosas que ella llevaba tanto tiempo sin conocer. Desde que años atrás la condenaran y la enviaran brevemente a la Newgate de Londres y después la mantuvieran en el Lady Juliana anclado en el Támesis, donde tuvo que esperar varios meses a que el barco zarpara en solitario rumbo a Botany Bay. No lo había pasado terriblemente mal porque ningún marinero se había encaprichado de ella. Habiendo doscientas cuatro mujeres entre las que elegir, ¿por qué habrían tenido los treinta hombres del barco que elegir otra cosa que no fueran las exuberantes chicas con caderas, pechos y redondeados vientres? Algunos hombres eran aficionados a ir probando y no se mostraban satisfechos con una sola conquista, pero el señor Nicol se encargó de que ninguna mujer fuera violada. Casi todos los hombres se comportaban como compradores en una feria de caballos y se concentraban en una sola «esposa», tal como ellos las llamaban. Como otras cien mujeres de a bordo, Catherine Clark jamás había atraído la atención de ningún hombre. No habían desembarcado en Port Jackson, sino que habían permanecido a bordo del Lady Juliana hasta que ciento cincuenta y siete de ellas habían sido elegidas al azar y trasladadas al Surprize para efectuar la travesía a la isla de Norfolk, un lugar del que ella jamás en su vida había oído hablar. Tampoco había oído hablar de Port Jackson: lo único que ella conocía era «Botany Bay», un nombre que la dejaba petrificada.

El Surprize había sido mucho peor que el Lady Juliana. Mareada incluso en el Támesis, desesperadamente indispuesta durante la lenta navegación del Lady Juliana, Catherine se había hundido en una pesadilla que sólo el terrible mareo le había permitido resistir sin caer en la locura. El lugar donde las habían colocado estaba lleno de parásitos y perennemente mojado con un repugnante líquido cuya naturaleza nadie se atrevía a adivinar, olía tan mal que la nariz jamás se podía acostumbrar, y no podían respirar aire fresco ni disfrutar del privilegio de subir a cubierta. El hecho de que la acercaran en un barco de remos a la costa y la lanzaron a la roca como si fuera una muñeca la había aterrorizado, pero un apuesto hombre con una amable sonrisa y unos ojos intensamente azules la había recogido, le había dado un suave empujón y le había preguntado si podría subir por la hendidura de la roca. En su afán de complacerle, ella había asentido con la cabeza y había echado a andar, utilizando el fardo y la ropa de cama para apoyarse durante la agotadora subida. Por un extraño capricho del destino, sus ojos no se habían posado en Richard Morgan, el cual había bajado por un camino más escarpado en el momento en que ella subía por la hendidura de la roca. Al llegar arriba, se había detenido para recuperar el resuello y después había reanudado la marcha por el camino, comprendiendo que los muchos mareos y la escasa comida del año y pico transcurrido no la habían preparado para aquel paseo, cualquiera que fuera su longitud y dondequiera que terminara. Un grupo de hombres pasó corriendo por su lado sin reparar en ella.