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Cuando apenas se había adentrado en el bosque, le fallaron las piernas; entonces dejó el fardo y la ropa de la cama en el suelo, se sentó encima de ellos con la cabeza entre las rodillas y empezó a resollar.

– Pero bueno, ¿qué es lo que hay aquí? -preguntó una voz.

Levantó los ojos y vio a un sujeto rubio como el maíz, vestido tan sólo con unos manchados pantalones de lona. El hombre sonrió y dejó al descubierto dos bocas: le faltaban los dos dientes frontales de la mandíbula superior y los dos de la inferior, lo cual creaba un siniestro agujero negro. Pero ella estaba muy cansada y, cuando el hombre le tendió la mano, ella la tomó porque pensaba que quería ayudarla a levantarse. En su lugar, él la atrajo a sus brazos y trató de cubrirle la boca con aquel espantoso agujero de su rostro. Luchando sin fuerzas, resistió todo lo que pudo y sintió que el fino y raído vestido de convicta se desgarraba mientras él le apresaba cruelmente los pechos.

Alguien habló en la distancia. El hombre soltó inmediatamente la presa, y ella se apartó de él y corrió a ocultarse entre los árboles. Por un instante, el hombre permaneció de pie sin saber si echar a correr tras ella o no, pero entonces se oyeron otras voces. El hombre se encogió de hombros, tomó el fardo y la ropa de cama y echó a andar en la dirección que a ella le habían indicado. Los rumores de la conversación se intensificaron. Presa del pánico, Catherine se adentró en el bosque hasta que no supo dónde estaba ni dónde se encontraba el camino. Algo voló hacia su rostro, pero ella no gritó. Se desmayó y se golpeó la cabeza contra una raíz.

Cuando recuperó el conocimiento, gimiendo y con deseos de vomitar, ya había caído la noche. Susurros, gritos y chirridos, los poderosos gruñidos de los impresionantes árboles, una noche tan negra que no se podía distinguir nada… Se arrastró a gatas hacia el hueco del tronco de un árbol tan grande que no podía ver nada ni siquiera ladeando la cabeza a su alrededor, y allí permaneció acurrucada hasta que la débil luz de la mañana le permitió descubrir dónde estaba. Rodeada por aquellos árboles gigantescos y encerrada en su prisión por una enredadera con un perímetro tan grande como el de su cintura.

Se había pasado todo el día oyendo confusos rumores de personas en la distancia, pero no había gritado, temiendo que el hombre de las dos bocas la estuviera acechando. Ignoraba por qué razón, cuando la luz empezó a menguar, había intentado súbitamente gritar. Pero el caso era que lo había hecho y le habían contestado: «¡Aquí, Kitty, Kitty!» Quienquiera que fuera, la había llamado por su nombre, y entonces ella recordó al maravilloso hombre que la había ayudado a subir a la orilla.

Su descubridor se parecía mucho a aquel hombre, pero no lo era; llevaba el cabello corto y tenía los ojos más grises. Su sonrisa también era hermosa, con unos dientes tan blancos como la nieve, y no le faltaba ninguno. Estaba demasiado oscuro para poder distinguir más detalles, pero, cuando él le tendió la mano, ella la tomó y la apretó, asociando su persona con la del hombre que la había ayudado a saltar a la orilla y cuyo recuerdo ella conservaba claramente en su memoria. Una vez en el camino, sus ojos se despejaron lo bastante para permitirle ver que el hombre era mayor que su héroe de la roca y que era moreno de piel y de cabello; puede que fueran hermanos. Aquella conclusión la indujo a confiar en él y a caminar a su lado.

– Tienes frío -le dijo él ahora-. Te lo suplico, deja que te preste mi camisa. No quiero ofenderte, pero te tengo que tocar para ayudarte a ponértela, Kitty.

Aunque la hubiera ofendido, estaba demasiado agotada para oponer resistencia, por lo que permaneció dócilmente inmóvil mientras él se quitaba la camisa, le introducía los brazos en las mangas y dejaba después que ella misma se anudara los extremos de los faldones alrededor de la cintura.

– ¿Estás un poco más caliente?

– Sí.

Consiguió, sin saber cómo, que sus piernas se siguieran moviendo hasta que llegaron al último tramo del camino que bajaba casi en picado por la ladera de una colina hacia una oscuridad de otra clase, iluminada por unos puntitos de luz y, allá en la distancia, una especie de borroso torbellino blanco. Tropezó y cayó pesadamente al suelo.

– Se acabó -dijo Richard, soltando la antorcha.

La tomó en brazos, se la echó a la espalda, sujetándole las muñecas con una mano y las piernas con la otra y echó a andar con tanta seguridad como si caminara de día. Cerca ya del final se levantaba una casa. Richard se acercó a ella y llamó a la puerta.

– ¡Stephen! -gritó.

– ¡Por Dios, Richard!, ¿qué haces, secuestras mujeres? -preguntó el hombre de la roca con un burlón destello en los picaros ojos.

– La pobre chica se ha pasado la noche en los bosques de Cascade. Algún hijoputa la atacó y le robó las cosas. Acompáñame con una antorcha a casa, por favor.

– Deja que yo la lleve -dijo Stephen-. Debes de estar agotado.

¡Sí, sí, llévame, por favor!, gritó ella en silencio. Pero Richard Morgan meneó la cabeza.

– No, la he llevado en brazos sólo durante el descenso por la ladera de la colina, no más. Tiene piojos. Me basta con que me acompañes a casa.

– Pero ¿qué más dan los piojos? Entra con ella -le ordenó Stephen, abriendo la puerta de par en par-. No tienes la chimenea encendida porque tenías previsto cenar conmigo y tampoco tienes comida preparada. ¡Entra con ella, hombre! Me he pasado los últimos dos días viendo toda suerte de bichos. -Se le conmovió el corazón al ver la cara de Richard. ¿Quién sabe por qué ama un hombre o a quién amará? Ha atravesado la frontera de su destino tal como hice yo a bordo del Alexander-. Tengo sopa de pescado. A ella le sentará bien el caldo.

– Primero, los piojos, de lo contrario, se pondrá enferma. Lo que más necesita es un baño y ropa limpia. ¿Tienes suficiente agua caliente en la repisa interior de la chimenea? ¿Necesitas agua fría? Voy a ver si Olivia Lucas me puede prestar algo.

– Tengo agua suficiente, pero no bañera ni peine para los piojos. A ver si Olivia tiene.

Y Richard se fue y dejó a Stephen solo con la pobre criatura que ya se había recuperado lo suficiente para contemplarlo con adoración…, con los ojos más extraordinarios que él jamás hubiera visto, de color cerveza moteado con puntitos marrón oscuro, y con unas cejas tan rubias y espesas que sólo su brillo de cristal bajo la luz de la vela traicionaba su presencia. Mucho más delgada de lo que probablemente Dios había dispuesto que fuera, de rostro ovalado y sin ninguna belleza especial salvo la de aquellos ojos; tenía una ancha nariz típicamente inglesa y una prominente barbilla típicamente inglesa.

Stephen colocó una silla en el centro de la estancia y la acomodó en ella.

– Soy Stephen Donovan -le dijo, sacando unos cucharones de sopa de pescado y vertiéndolos en un cuenco que apartó a un lado para dejarlo enfriar-. ¿Quién eres tú?

– Catherine Clark. Kitty -contestó ella, esbozando una sonrisa que dejó al descubierto un suave hoyuelo en su mejilla izquierda y unos dientes descoloridos. Señal, pensó el experto marino, de mareos constantes y desnutrición crónica.

– Tú me ayudaste a saltar a la roca -dijo ella.

– Junto con medio centenar de otros, en efecto. Y ahora, háblame del hombre y de tu noche en el bosque, Kitty.

Ella se lo explicó todo mientras su tranquilidad iba en aumento a cada minuto que pasaba, tomando nota del pulcro salón-cocina con su mesa, las preciosas sillas, el mostrador de la cocina, otra mesa que, al parecer, le servía a Stephen de escritorio, las paredes alisadas con arena en las que campeaban tres mandíbulas dotadas de enormes colmillos; un tablero de ajedrez con sus piezas descansando sobre el escritorio junto con un tintero, unas plumas de ave y papeles, y la mesa puesta para dos.