– Un hombre de cabello amarillo al que le faltaban cuatro dientes frontales.
– Sí.
– Tom Jones Segundo, con toda seguridad. -Stephen le ofreció el cuenco-. Bebe.
En cuando ella empezó a sorber delicadamente el caldo, una expresión de felicidad se dibujó en su rostro. Después, se lo bebió con avidez y alargó el cuenco vacío.
– Por favor, ¿me podéis dar un poco más, señor Donovan?
– Stephen. Te podrás tomar más dentro de un ratito, Kitty. Dejemos que se asiente primero todo lo que has bebido. ¿Te mareabas a menudo?
– Siempre -contestó ella con la mayor naturalidad.
– Bueno pues, a partir de mañana, frótate todos los días los dientes con un poco de ceniza de la chimenea. Si no lo haces, se te caerán. Vomitar diariamente la bilis durante varios meses, los consume y los deja reducidos a nada.
– Siento haber traído piojos a vuestra casa -dijo ella.
– ¡Calla, por Dios, muchacha! Richard te buscará ropa limpia y quemaremos la que llevas. Pero creo que te tendrías que cortar el cabello si lo puedes resistir. No al rape, simplemente corto.
Ella hizo una mueca de desagrado, pero asintió en señal de obediencia.
Richard regresó con una bañera de reducido tamaño en cuyo interior había unas prendas de vestir.
– Olivia Lucas es un tesoro -dijo, depositando la bañera en el suelo y sacando la ropa que había dentro-. ¿Te ha contado Kitty lo que ocurrió?
– Sí. El atacante fue Tom Jones Segundo. Sin ninguna duda.
Ambos hombres llenaron hasta la mitad la bañera infantil con una mezcla de agua caliente y fría, trabajando, pensó la aturdida Kitty, como si fueran auténticos hermanos.
– ¿Estás acostumbrada a bañarte, Kitty? -preguntó Richard.
Fue la manera más delicada que se le ocurrió para formular la pregunta. Cabía la posibilidad de que jamás se hubiera lavado en su vida, a juzgar por su aspecto.
– Sí, claro. No sé cómo daros las gracias, señor Morgan. No he tenido ocasión de lavarme como es debido desde que dejé el Lady Juliana. A bordo, conseguíamos mantenernos limpias y libres de piojos. Si me dais unas tijeras, me cortaré el cabello -añadió con un leve acento londinense…, puede que fuera de Surrey o Kent.
Richard la miró, horrorizado.
– ¡No cortemos todavía el cabello! Tengo un peine de dientes finos y lo seguiremos usando hasta que consigamos dejarlo libre incluso de liendres. Me llamo Richard, no señor Morgan. ¿De dónde eres, Kitty?
– De Faversham, en Kent. Después estuve en el asilo de niñas de Canterbury y desde allí pasé a la finca de St. Paul Deptford como moza de cocina. Me juzgaron en Maidstone y me condenaron a siete años de deportación -recitó humildemente-. Robé un tejido de muselina en una tienda. O eso creo.
– ¿Cuántos años tienes?
– Cumplí veinte el mes pasado.
– Ya es hora de que te bañes. -Richard se inclinó y tomó la bañera como si fuera una pluma-. Puedes disponer del dormitorio y de la vela, y frótate bien. Dame los zapatos y arroja toda la ropa sucia al exterior a través de la ventana. Stephen, dale la ropa limpia, jabón y un cepillo… ¡Vamos, a ver si espabilas! Lávate el cabello, niña, frótate el cuero cabelludo y péinate bien el cabello como si en ello te fuera la vida. -Soltó una leve carcajada-. A tu cabello sí le va, desde luego.
»Bueno, ahora vamos a la cuestión de Tom Jones Segundo -dijo en cuanto abandonaron a la chica a su suerte-. ¿Cómo lo hacemos?
– Eso déjalo de mi cuenta. -Stephen encendió una vela con el fuego de la chimenea y después echó la sopa de pescado en dos cuencos y partió una barra de pan por la mitad-. No me parece conveniente molestar al comandante, siendo así que la señora Morgan es su ama de llaves. La noticia de que has recogido a una joven extraviada no tardará en llegar a sus oídos. ¡Qué suerte que se apellide Clark! Recurriré a nuestro querido teniente Ralphie y le contaré la historia, subrayando que la chica no es una de sus «malditas putas». Con un apellido como el de Clark, se mostrará más dispuesto a creerme. Además, el segundo Tom Jones le cae muy mal, y en eso demuestra tener muy buen gusto. Pero me temo que la chica jamás recuperará su ropa de cama… Jones ya se la habrá regalado a alguna maldita puta a cambio de sus favores.
Tomando los zapatos de Kitty, Richard se intercambió una mirada con Stephen e hizo una mueca.
– Huelen peor que los pantoques del Alexander -dijo, arrojándolas al fuego. Después se lavó concienzudamente las manos en el mostrador de la cocina de Stephen-. A ver si puedes convencer a nuestro querido teniente Ralphie de que regale a la chica un nuevo par de zapatos ahora que en los almacenes hay unos cuantos. -Se sentó para saborear con avidez la sopa de pescado y el pan-. Pensé que era un gato -añadió inesperadamente.
– ¿Cómo?
– Gemía en el bosque. Sonaba como el maullido de un gato. Fui en su busca en la esperanza de encontrarte un nuevo Rodney.
Stephen lo miró con ternura desde el otro lado de la mesa. ¡Cuán propio de él! ¿Es que jamás pensaba primero en sí mismo? Y ahora había aparecido aquella desventurada muchacha que era tan poco delincuente como la Virgen María. Una pobre palurda procedente de un asilo. ¿Cómo se le habría ocurrido enamorarse de ella? Estaba atrapado. Pero ¿por qué ella? Había ayudado a docenas de mujeres a saltar a la orilla y algunas eran preciosas, otras visiblemente cultas y otras alegres, ingeniosas e incluso refinadas. No todas las convictas eran unas malditas putas. Por consiguiente, ¿por qué Catherine Clark? Fea y escuálida, rubia y necia. Una chica de lo más vulgar, sin el menor encanto, inteligencia o belleza.
– Te agradezco el pensamiento -dijo Stephen-, pero Olivia ya me ha prometido uno de sus gatitos, un macho de color anaranjado sin una sola mancha blanca. Ya tiene nombre… Tobías. -En cuanto se terminó la sopa, Stephen se levantó para ver si en la olla quedaba suficiente para una segunda ración para ellos y un poco más para Kitty-. ¿Has visto alguna vez unos ojos como los suyos?
Puesto que se había vuelto de espaldas, no pudo ver el espasmo de Richard; cuando se volvió de nuevo, el dolor ya estaba desapareciendo, pero el poco que todavía quedaba le provocó un sobresalto.
– Sí -contestó Richard sin que le temblara la voz-. He visto unos ojos como los suyos. En mi hijo William Henry.
– ¿Tuviste sólo un hijo, Richard?
– Sólo William Henry. Su hermana murió de viruela antes de que él naciera. Su madre murió de un ataque cuando él contaba ocho años. Él desapareció poco antes de cumplir los diez. La gente creyó que se había ahogado en el Avon, pero yo, no. O quizá sería mejor decir que yo no quise creerlo. Estaba en compañía de un maestro de la escuela de Colston. El maestro se pegó un tiro y dejó una nota, diciendo que él había sido la causa de la muerte de William Henry, lo cual sólo sirvió para complicar las cosas. Todo Bristol se pasó una semana buscándolo, pero el cuerpo de William Henry jamás se encontró. La peor angustia fue la duda… Si murió, ¿cómo murió? El único que me lo habría podido decir había muerto por su propia mano.
Lo que más me sorprende, pensó Stephen, es que me haya convertido en su hermano, a mí que soy una desvergonzada señorita Molly. El maestro, ¡qué profesión tan fabulosa para un aficionado a los abusos sexuales infantiles!, hizo algo. En eso me apuesto la vida, y Richard también lo sabe. Y, sin embargo, jamás me ha identificado con aquel hombre a pesar de lo que soy.
– Sigue, Richard -añadió con dulzura.
– A partir de entonces, me dio igual vivir que morir. Te conté lo del fraude en el impuesto sobre el consumo y de los estafadores que se libraron de mí enviándome a juicio en Gloucester. -Ladeando la cabeza, Richard clavó los ojos en la superficie de la mesa y bajó los párpados mientras su terso rostro adquiría una soñadora expresión contemplativa-. Pero ahora comprendo que William Henry está muerto. Los ojos de la chica son el mensaje de Dios. Han contestado a muchas preguntas.