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Stephen rompió a llorar.

Una parte de su dolor era por la pérdida de Richard, pero otra era por la suya, a pesar de que jamás había abrigado la menor esperanza y se había limitado a asistir al sacerdote como un acólito, a la espera de que se iniciara el santo sacrificio de la misa. Creyéndolo así y en ausencia de amor, por lo menos experimentaba el exquisito consuelo de saber que Richard no pertenecía a nadie más. Pero, por supuesto que pertenecía a alguien: a su familia muerta y, por encima de todo, a William Henry. A quien había perdido para siempre. Hasta que Dios le había enviado a Catherine-Kitty Clark para que lo mirara con los ojos de su hijo. Una bendición. Así es cómo suele ocurrir. Una mirada, una sonrisa, una palabra, un gesto sin ningún significado para los demás porque el significado reside en lo absolutamente singular y personal. El tiempo y el tormento.

– Si ya estás más tranquilo, me alegro -dijo Stephen.

Se abrió la puerta interior y ambos hombres se volvieron.

A Richard le pareció preciosa, impecablemente limpia desde el cabello tan sedoso como el de un bebé hasta las nacaradas uñas de los pies, sonriendo serenamente tal como suele hacer un niño que acaba de realizar su primer recado independiente. Encantadora. Adorable. Su pequeña Kitty, de quien cuidaría hasta su muerte.

A Stephen le pareció simplemente una versión más aceptable de lo que era cuando estaba sucia: fea y escuálida, rubia y necia. ¿Su sonrisa? Vulgar y ligeramente empalagosa. ¡Oh, las intrigas del destino! Otorgar a aquella mediocre muchacha el único don capaz de atrapar y retener firmemente a Richard Morgan.

– Necesitas una camisa antes de enfrentarte con el viento de agosto de Sydney Town -dijo Stephen, arrojándole una a Richard-. Kitty, tus zapatos estaban tan sucios que los hemos tenido que quemar. Puede que muy pronto te consiga otros, pero tendrás que permitirnos que te llevemos a cuestas hasta la casa de Richard.

– ¿No me podría quedar aquí? -preguntó ella.

– ¿En una casa donde no hay más que hamacas? Además, puede que reciba una visita más tarde. ¿Preparada?

Fuera Stephen alargó la mano hacia Richard y éste la tomó. Kitty se sentó sobre sus brazos entrelazados, rodeando con un brazo el cuello de Richard y con el otro el de Stephen. Sosteniendo cada uno una antorcha en su mano libre, ambos hombres bajaron por el valle y subieron hasta más arriba de la presa y el estanque de King hasta llegar a la casa de Richard junto al lindero del bosque.

La chimenea ya estaba lista y la leña amontonada a lo largo del antehogar. Stephen saludó a Richard, se inclinó en una profunda reverencia ante Kitty y los dejó. Tenía que arreglar su casa, y su trabajo con los convictos empezaba al amanecer. ¡No, no era cierto! Mañana, recordó, era domingo.

Richard llevó en brazos a Kitty hasta su retrete, temiendo que sus delicados pies no soportaran la aspereza del sendero, y después la llevó de nuevo en brazos hasta la casa.

– Si necesitas ir por la noche, despiértame -le dijo, arrebujándola en su lecho de plumas.

– Y vos, ¿dónde vais a dormir?

– En el suelo.

Kitty entreabrió los labios para añadir algo más, pero el sueño la venció sin darle tiempo a pronunciar las palabras; Richard comprendió que ningún ruido o movimiento la iba a despertar. Por consiguiente, se quitó la ropa, la arrojó a un cubo y la dejó fuera antes de dirigirse a su estanque para asegurarse de que no llevaba encima ningún piojo. Temblando de frío, regresó al calor de la chimenea, se puso unos pantalones viejos, se hizo una cama en el suelo con lona del Sirius y se tumbó, profundamente satisfecho. Cerró los ojos y se quedó inmediatamente dormido.

Para despertar antes del amanecer con el canto del gallo de John Lawrell. El fuego se había convertido en brasas, pero se podía recuperar; le arrojó leña encima y echó un vistazo al contenido de la despensa, no mejor abastecida que cualquier otra despensa de la isla de Norfolk. Buena parte de las provisiones aún no había llegado a la playa. Como de costumbre, lo que sí había llegado consistía sobre todo en ron y ropa, los dos artículos menos útiles en su opinión. Pero tenía una barra de pan de maíz de Aaron Davis, elaborada con la suficiente cantidad de harina de trigo para hacerla comestible, y el huerto estaba lleno de cosas buenas: repollos, coliflores, berros de la orilla del río, judías planas, guisantes y lechugas que crecían todo el año.

Llegó el amanecer y después se produjo la salida del sol. Richard se acercó a la cama para echar un vistazo a Kitty, que, al parecer, no se había movido. Tumbada boca arriba con la transformada camisa de hombre que Olivia Lucas les había regalado, los brazos y el pecho al aire. Contemplándola con los párpados cerrados, la pudo estudiar con más indiferencia que cuando ella lo miraba con los ojos de William Henry. Un rubio y fino cabello liso que no se podía llamar de oro ni de lino; unas cejas y unas pestañas rubias; una piel blanca levemente rosada, lo cual lo indujo a suponer que no habría subido mucho a cubierta; una nariz un poco grande y achatada; una dulce boca de sonrosados labios que le recordaba la de Mary; una pronunciada barbilla por encima de un largo y esbelto cuello; unas bonitas manos de ahusados dedos.

El comandante Ross presidía los oficios religiosos a las ocho y, como King (que se levantaba más tarde), no toleraba ausencias; Richard tendría que ir, pero la ausencia de Kitty, que aún no figuraba en el registro de la isla, no sería advertida. ¿Exponerla a la mirada de Lizzie Lock sin antes prepararla? ¡Jamás! Por consiguiente, subió al arroyo para bañarse, se puso los únicos calzones y las únicas medias cuidadosamente conservadas que tenía, la chaqueta, el chaleco y el tricornio y uno de los dos pares de zapatos que le quedaban. La chica seguía durmiendo como un tronco. No supo si dejarle una nota, pero llegó a la conclusión de que probablemente no sabía leer y escribir. Por consiguiente, al final salió de casa en la esperanza de que Kitty no se despertara hasta que él regresara media hora después.

– ¿Cómo está Kitty? -preguntó Stephen, acercándose a él al término del oficio.

– Durmiendo.

– Johnny te llevará otra cama esta tarde, pero me temo que tendrás que rellenar el colchón y la almohada con paja.

– Eres muy bueno.

Richard llamó con un silbido a MacTavish, el cual había aceptado la presencia de una desconocida en la casa, retirándose fuera antes de que ella lo pudiera ver.

– Intentaré conseguirte otras provisiones, pero puede que tengamos que esperar hasta mañana. Nuestro querido Ralphie ya no tiene las llaves y Freeman es un despiadado hijoputa que no tiene por costumbre tomarse demasiadas molestias.

– Bien lo sé yo. Será mejor que me vaya.

Stephen le dio unas cariñosas palmadas en el hombro.

– Richard, estás cloqueando como una gallina clueca.

– Es que tengo un pollito -replicó Richard sonriendo-. ¡Ven, MacTavish!

Al parecer, la mañana había provocado un cambio en el ánimo del perro, el cual cruzó brincando la puerta y saltó a la cama de Richard, donde se puso a lamer el brazo de Kitty, extendido sobre la almohada. Ésta se despertó sobresaltada, contempló el bigotudo rostro canino y sonrió.

– Éste -dijo Richard, quitándose el tricornio- es MacTavish. ¿Te encuentras bien, Kitty?

– Muy bien -contestó ella, tratando de incorporarse-. ¿Tan tarde es? ¿Ya habéis salido?

– Vengo de la iglesia -le explicó Richard-. Levántate de la cama y te acompañaré a mi baño. El suelo es muy blando y no te lastimará los pies. Mañana probablemente tendrás zapatos.