Kitty visitó el retrete y después siguió a Richard hasta el pequeño estanque del bosque, en cuya orilla él había dejado jabón y un trapo para secarse.
– El agua está muy fría, pero te gustará en cuanto estés dentro. Eso es muy romano: lo bastante hondo para sumergirte, pero no lo bastante para ahogarte. Cuando estés lista, vuelve a casa y te daré el desayuno que haya. La señora Lucas te visitará más tarde para hablarte de tus necesidades, aunque me temo que lo único que tienes es la ropa de convicta y aquellos horribles zapatos sin tacones ni hebillas. ¿Guardabas cosas bonitas en el fardo?
– No, sólo ropa vieja. -Kitty vaciló-. Anoche me bañé. ¿Me tengo que volver a bañar esta mañana?
Era el momento de aclarar ciertas cosas. Richard la miró con la cara muy seria.
– Este clima no es como el de Inglaterra y este lugar no es Inglaterra. Tendrás que trabajar en el huerto, cuidar de una cerda, buscarle comida con una destral o irle a buscar mazorcas de maíz en el granero. Sudarás tal como sudo yo. Por consiguiente, te tendrás que bañar todas las noches cuando termines el trabajo. Hoy te puedes bañar dos veces. No te puedes quitar de encima toda la porquería del Surprize frotándote una sola vez, especialmente, el cabello. Si vas a compartir mi casa, exijo que tu persona esté tan limpia como mi casa y mi propia persona.
Kitty palideció.
– ¡Pero eso está al aire libre! ¡Me pueden ver!
– Nadie se atreve a entrar en mis dominios. Soy un hombre con quien nadie se toma libertades.
Después la dejó sola, lamentando haber sido tan duro con ella, pero firmemente decidido a hacerle comprender sus normas.
El estanque se había construido de una manera muy curiosa, con un canal que iba a parar al arroyo y que se cerraba por medio de una compuerta de madera; otro canal, que se cerraba de la misma manera, iba a parar cuesta abajo a su huerto. Kitty no comprendía aquella extraña disposición, no porque careciera de inteligencia para captar su finalidad sino a causa de la limitada existencia que había vivido.
Tras haber escuchado las normas y haber comprendido que Richard no toleraba la desobediencia, se quitó la camisa y se arrojó al agua antes de que cualquier hombre que permaneciera al acecho entre la maleza pudiera ver algo. La frialdad la indujo a emitir un jadeo, pero, al poco rato, dejó de notar el frío; la sensación de permanecer sumergida hasta el cuello resultaba muy agradable. Podía sumergir la cabeza para eliminar el jabón del pelo, frotarse debidamente el cuero cabelludo, las axilas y la entrepierna. Cuando utilizó el peine de dientes finos, el dolor le hizo saltar las lágrimas, pero el peine salió prácticamente limpio.
Salir del estanque no le resultó nada difícil; en el fondo del estanque había un bloque de piedra que servía de peldaño. La tierra que rodeaba el estanque estaba cubierta de berros que mantenían los pies limpios hasta que se secaban; el trapo era muy grande y la envolvió por entero hasta que su cuerpo se secó lo bastante para ponerse la camisa y el vestido de convicta, donado, al parecer, por la señora Lucas, la cual, junto con toda la gente de allí, llevaba en aquel confín del mundo más de dos años y medio.
Ahora que ella también había llegado al confín del mundo, no tenía ni idea de dónde estaba el confín del mundo; lo único que sabía era que había tardado casi un año en llegar y que el barco había hecho escala en toda una serie de puertos que ella apenas había visto. Kitty era de las que se escondían, no subían casi nunca a cubierta y procuraban evitar que algún miembro de la tripulación del Lady Juliana se fijara en ella. La apurada situación en que se encontraba no le había partido el corazón de pena como a la pobre chica escocesa que se había muerto de vergüenza antes de que el barco abandonara el refugio del Támesis; Kitty no tenía padres a los que afligir o deshonrar y eso, tal como le había enseñado el destino de la pobre chica escocesa, era una suerte. La enfermedad también la había mantenido aislada; a ningún marinero le apetecía retozar con una chica que no paraba de vomitar, por mucho que lo atrajeran sus ojos. Sabía muy bien que éstos eran su único atributo agradable.
Ya vestida y tranquilizada por la cercanía de la casa de Richard, miró con asombro a su alrededor. La isla de Norfolk se parecía tan poco a Kent como Port Jackson.
Cuando el Lady Juliana llegó a Port Jackson, el barco iba tan cargado y navegaba tan despacio que tuvieron que remolcarlo desde los Heads por medio de unas lanchas y amarrarlo a una considerable distancia de la orilla. ¡Un lugar extraño y aterrador! Un grupo de negros desnudos se habían acercado remando en una canoa hecha con corteza de árbol, hablando atropelladamente, señalando con los dedos y blandiendo unas lanzas justo en el momento en que ella se había armado de valor para subir a cubierta; entonces había vuelto a bajar precipitadamente y ya no se había atrevido a subir. Algunas de las convictas, ¡oh, cuánto las admiraba!, se habían vestido con las preciosas prendas que el capitán Aitken les había guardado durante la travesía y se pavoneaban por la cubierta, en la absoluta certeza de que serían muy bien recibidas en cuanto desembarcaran. ¡Qué valor el suyo! No se podía vivir dieciocho meses entre ellas, por muy acobardada y mareada que una estuviera, sin comprender que las doscientas cuatro mujeres del Lady Juliana eran tan distintas como un huevo de una castaña y que hasta las más descaradas dueñas de burdeles tenían su dignidad y su amor propio. Mucho más que ella.
Su estancia en la isla de Norfolk también había empezado en medio del terror; un terror que desapareció de inmediato, en cuanto ella aprendió a no contrariar a Richard Morgan y a Stephen Donovan, los cuales le recordaban un poco al señor Nicol, el mayordomo del Lady Juliana, un hombre compasivo por naturaleza. Richard, ella ya se había dado cuenta, era más poderoso que Stephen. Ambos le habían dicho que eran hombres libres y ambos eran supervisores. Sin embargo, Richard la intimidaba y Stephen la atraía. Y, a pesar de no tener la menor idea de cuál iba a ser su destino ni de cómo funcionaba aquel lugar o quién lo hacía funcionar, comprendió de alguna manera que las decisiones acerca de ella dependerían de Richard más que de Stephen.
Los árboles la impresionaban, pero no veía en ellos la menor belleza. Lanzando un profundo suspiro, pisó con los pies descalzos el sendero que conducía a la casa, cubierto con una especie de escamosas y crujientes colas que resultaban más incómodas que dolorosas. Al emerger de entre los pinos, vio a Richard trabajando en la construcción de algo en el extremo más alejado del huerto mientras el perro brincaba a su alrededor. Vestido tan sólo con unos pantalones de lona, estaba aplicando mortero a una hilera de piedras colocada en el suelo. Sus brazos y sus hombros eran impresionantes; la suave piel morena de su espalda se movía como un río. Su experiencia con hombres parcialmente desnudos era muy escasa; el capitán Aitken había insistido en que sus marineros llevaran la camisa puesta, por mucho calor que hiciera o por muy poco viento que soplara. Aitken, un hombre temeroso de Dios que cuidaba de sus prisioneras con cristiana imparcialidad, era lo bastante sensato para no prohibir a los hombres de su tripulación, o a sí mismo, el acceso a la carga que transportaba su barco. El hecho de escuchar las conversaciones de las mujeres más audaces y descaradas le había permitido conocer las peculiaridades de la anatomía masculina, pues sus compañeras solían comentar alegremente los atributos y las proezas amorosas de sus amantes y despreciaban a las Catherine Clark y las Annie Bryant, calificándolas de señoritas mírame y no me toques. Había borrado de su memoria la Newgate de Londres, donde su humillación era todavía demasiado reciente para que pudiera desterrar el sobresalto y el temor. Se había acurrucado en un rincón y había ocultado el rostro y sólo había comido porque Betty Riley le llevaba agua y comida. En Port Jackson vio por primera vez a unos hombres desnudos de cintura para arriba, algunos de ellos con unas terribles cicatrices en la espalda. Y, aunque Richard Morgan no llevaba camisa la víspera, ella no se había dado cuenta debido a la presencia de Stephen.