– ¿Cuánto tiempo permaneciste allí?
– Hasta que… me detuvieron. Tres meses.
– ¿Cómo te detuvieron?
– La mansión tenía cuatro criadas de la cocina y los lavaderos: Betty, Annie, Mary y yo. Mary y yo teníamos la misma edad, Annie tenía dieciséis años y Betty veinticinco. De repente, el amo y el ama tuvieron que desplazarse urgentemente a Londres y el señor y la señora Hobson se emborracharon con oporto. La cocinera se encerró en su buhardilla. Era el cumpleaños de Betty y ésta dijo que por qué no íbamos a dar un paseo por las tiendas. Yo jamás había estado en una tienda.
¡Era horrible! Estaba sentado allí como si fuera el director del asilo, una venerable figura de anciano revestido de autoridad, escuchando aquella estúpida historia con rostro inexpresivo. Era una historia estúpida…, demasiado estúpida para contarla en la sesión regional de los tribunales en Kent, en caso de que alguien lo hubiera pedido. Pero nadie lo había hecho.
– ¿Nunca saliste del asilo, Kitty?
– No, nunca.
– Pero alguna vez te debían de dar un día libre en la hacienda de St. Paul Deptford, ¿verdad?
– Tenía medio día libre una vez a la semana, pero nunca con alguna de las otras chicas, por eso yo tenía por costumbre irme a pasear por el campo. Yo habría preferido ir a dar un paseo por el campo el día del cumpleaños de Betty, pero ella se burló de mí y me llamó paleta porque nunca había estado en una tienda, y entonces me fui con ellas.
– Tuviste una tentación en una tienda, ¿verdad?
– Supongo que debió de ser algo así -contestó Kitty en tono dubitativo-. Betty llevaba una botella de ginebra y estuvimos bebiendo todo el rato por el camino. No recuerdo las tiendas ni haber entrado en ellas… Sólo recuerdo unos hombres que gritaban y a los alguaciles que nos encerraron.
– ¿Qué robaste?
– Muselina en una tienda, dijeron en el juicio, y tejido de hilo a cuadros en otra. Ni siquiera sé por qué robamos… Los vestidos que llevábamos eran de la misma clase de tejido. Cuatro y seis peniques las diez yardas de muselina, dijo el jurado, aunque el tendero no hacía más que gritar que valían tres guineas. No nos acusaron del robo del tejido de hilo.
– ¿Tenías por costumbre beber ginebra?
– No, jamás la había probado. Y Mary y Annie tampoco. -Kitty se estremeció al recordarlo-. Jamás volveré a beber, eso seguro.
– ¿Todas fuisteis condenadas a ser deportadas?
– Sí, a siete años. Nos enviaron a todas al Lady Juliana casi inmediatamente después del juicio. Supongo que las otras deben de estar por ahí. Yo estaba muy mareada… Todo el mundo pierde la paciencia conmigo y no me esperaron. Y, en el Surprize, estaba todo muy oscuro.
Richard se levantó bruscamente, rodeó la mesa, apoyó una mano en el hombro de Kitty y se lo acarició.
– No te preocupes, Kitty, no volveremos a hablar de eso. Eres una niña como las que sólo los asilos de las parroquias inglesas saben crear a partir de una muchacha.
MacTavish entró brincando, tras haberse desayunado un par de jugosos ratones. Dándole una última palmada a Kitty, Richard hizo lo mismo con el perro.
– Ha llegado la hora de que crezcas, Catherine Clark. No para perder la inocencia sino para conservarla. Aquí no hay haciendas ni asilos, ya lo sabes. Si te hubieras quedado en Port Jackson, habrías ido a parar al campamento de las mujeres, pero el comandante de la isla de Norfolk Robert Ross no es partidario de segregar a las mujeres. Y tiene razón, pues ello da lugar a problemas mucho peores. Cada una de las mujeres del Surprize será acogida por un hombre que tenga una casa o una cabaña, aunque algunas irán a casas como la de la señora Lucas para encargarse de las tareas del hogar y de los niños, otras servirán a los oficiales y los infantes de marina y otras serán para hombres del Sirius.
Kitty palideció.
– Yo soy vuestra -dijo.
Richard esbozó una tranquilizadora sonrisa.
– No soy un violador, Kitty, ni tengo intención de acosarte con insinuaciones o requiebros. Te tendré como criada. En cuanto pueda, añadiré una habitación a la casa para que ambos podamos disfrutar de un poco más de intimidad. Lo único que pido a cambio es que hagas cualquier trabajo que puedas hacer. Aquella estructura que estoy construyendo allí es una pocilga para la cerda que el comandante Ross me entregará, y una de tus responsabilidades será cuidar de la cerda.
Y también de la casa, de las gallinas cuando nos las den y del huerto. Tengo a un hombre, John Lawrell, que cuida de mis cereales y se encarga del trabajo más pesado. La comunidad te considerará mía y eso bastará para protegerte.
– ¿No se me ofrece ninguna otra alternativa? -preguntó Kitty.
– En caso de que se te ofreciera, ¿dónde preferirías estar?
– Preferiría ser la criada de Stephen -se limitó a contestar.
Ni el rostro ni los ojos experimentaron la menor alteración, pero ella supo que algo había ocurrido en el interior de Richard. Sin embargo, lo único que él le dijo fue:
– Eso no va a ser posible, Kitty. No sueñes con Stephen.
El resto del día transcurrió con sorprendente rapidez; la señora Lucas acudió a la casa, respirando afanosamente.
– Caigo sin poderlo remediar en cuanto mi Nat cuelga los pantalones en la percha -explicó, dejándose caer en una silla-. Dos hasta ahora y un tercero en camino.
– ¿Son niños o niñas? -preguntó Kitty, sintiéndose más a gusto con aquel tipo de conversación que con los temas más serios que Richard solía elegir.
– Dos gemelas de un año, Mary y Sarah. Este embarazo lo llevo de una manera distinta y, por consiguiente, supongo que será niño. -Olivia se abanicó con su sombrero de confección casera-. Richard me dice que le has hablado de una tal Annie que debe de estar por ahí o a punto de desembarcar. Me interesaría tenerla como criada si consigo localizarla primero… siempre y cuando tú creas que se sentirá más a gusto con una familia que con un hombre.
– De eso estoy segura, señora Lucas. Annie es como yo.
Los grandes ojos castaños se entrecerraron. Conque así estamos, ¿eh, Richard? Stephen dijo que te habías enamorado como un tonto y yo pensé que, finalmente, te vería feliz. ¿Qué mujer sería tan necia para rechazar a un hombre como tú? Pero aquí la tenemos, y ni siquiera es una mujer…, una estúpida muchacha que, para colmo, es virgen. Lo lógico sería que la cárcel y la larga travesía las hiciera madurar rápidamente, pero ya he visto a muchas chicas como Kitty. Se libran de la contaminación del mal haciéndose las mosquitas muertas. En Port Jackson son las primeras en morir, pero en la isla de Norfolk, viven para aprender lo que ni la cárcel ni la travesía por mar ha conseguido enseñarles: a lo más que puede aspirar una convicta es a un hombre bueno, amable y honrado como mi Nat. Y como Richard Morgan.
Reprimiendo aquellos pensamientos, Olivia Lucas pasó a instruir a Kitty en cuestiones de carácter femenino y en cómo debería comportarse en aquel lugar demasiado lleno de hombres.
La conversación quedó interrumpida por la llegada de Stephen y de Johnny Livingstone que transportaban una cama. Olivia lanzó un grito y regresó a toda prisa a su casa, dejando a los tres hombres y a Kitty a punto de sentarse a disfrutar de su almuerzo dominical, una improvisada comida preparada con los distintos ingredientes que cada uno de ellos había aportado: guisantes cocidos con un poco de carne de cerdo salada, un plato de arroz con cebollas, pan de maíz y un postre de frutos de los bananos del huerto de Richard, muchos de los cuales tenían la peculiar costumbre de ofrecer al principio aspectos muy variados.