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Mientras permanecía sentada escuchando la conversación de los hombres, Kitty se dio cuenta de que jamás en su vida había estado expuesta a la conversación masculina o a la compañía de los hombres. Al cabo de media hora, se sintió apabullada; ¡sabía tan pocas cosas! Bueno, escuchar y recordar equivalía a aprender, y ella estaba dispuesta a aprender. Los hombres no chismorreaban como las mujeres, aunque eran capaces de reírse de buena gana tal como hicieron con la historia que contó Johnny, ¡Jesús, pero qué guapo era!, acerca del comandante Ross y el capitán Hunter que, al parecer, estaban tremendamente enemistados entre sí. Casi toda la conversión giraba en torno a los problemas de la construcción, la disciplina, la madera, la piedra, la cal, los gusanos, las herramientas o el cultivo de cereales.

Observó que Stephen era muy aficionado a tocar. Si pasaba junto a Richard o Johnny, apoyaba la mano en un hombro o una espalda y, en cierta ocasión, alborotó en broma el corto cabello de Richard exactamente de la misma manera que alborotaba el pelo de MacTavish. En cambio, cuando pasaba por su lado, procuraba dar un buen rodeo alrededor de su silla y jamás la invitaba a participar en la conversación.

Creo que me han olvidado. Ninguno de ellos me mira tal como yo quisiera que me mirara Stephen, con afecto y cariño. Y, cuando me miran, apartan de inmediato los ojos. ¿Por qué será? Stephen era el que llevaba la voz cantante y jamás permitía que hubiera una pausa; le pareció que, a diferencia de lo que estaba ocurriendo aquel día, Richard siempre intervenía de un modo más activo en las discusiones. Aquel día sólo hablaba cuando le dirigían la palabra y, algunas veces, lo hacía con aire ausente. Cuando los hombres se levantaron para ir a echar un vistazo a la pocilga, Kitty empezó a quitar la mesa y a ordenar sólo lo que ella pensó que podía cambiar de sitio sin causar problemas. Sólo entonces comprendió que era su presencia lo que los cohibía, sobre todo, a Richard.

La insistencia del comandante en que nos acojan los hombres que tengan una casa o una cabaña le ha estropeado a Richard los ratos libres… y probablemente también se los ha estropeado a Stephen, pues ambos son muy amigos. Yo no tengo la menor importancia. Soy un estorbo. En el futuro, tendré que buscarme pretextos para dejarlos solos.

Aquella noche Richard ya tuvo una cama donde dormir, construida exactamente igual que la que le habían asignado a ella, con una estructura de madera acoplada a un entramado de cuerda; sin embargo, cuando le ordenó que se fuera a la cama poco después del anochecer, depositó una vela sobre la mesa que utilizaba como escritorio, colocó un libro en un atril y se puso a leer. Cualquier delito que Richard hubiera cometido, pensó Kitty muerta de sueño, estaba claro que era muy culto y había sido educado como un caballero. El amo de St. Paul Deptford no tenía unos modales tan refinados cono los suyos.

A la mañana del día siguiente, lunes, Kitty apenas vio a Richard, el cual salió poco después del amanecer para dirigirse a sus aserraderos, regresó a casa para un rápido almuerzo frío llevando consigo un par de zapatos para ella y dedicó buena parte de la pausa del mediodía a trabajar en la pocilga cuya construcción ya estaba muy adelantada. La pocilga medía unos veinte pies de lado y estaba integrada por una empalizada de madera sobre una hilada de piedra.

– Los cerdos andan hozando por todas partes -explicó Richard mientras trabajaba- y por eso no se les puede confinar en un espacio cercado por una simple valla, tal como se hace con las ovejas o el ganado. Y se les tiene que proteger del sol porque se calientan en exceso y mueren. Sus excrementos apestan, pero ellos son unas criaturas limpísimas y siempre eligen exclusivamente un rincón de la pocilga como retrete. Por eso resulta muy fácil recoger el estiércol, el cual es un abono excelente, por cierto.

– ¿Tendré que recoger el estiércol? -preguntó Kitty.

– Sí. -Richard levantó la cabeza para dirigirle una sonrisa-. Comprobarás que los baños son muy necesarios.

Aquella noche Richard no regresó a casa. Le dijo que hiciera lo que quisiera con las raciones, pues eran suyas; estaba acostumbrado a cuidar de sí mismo y, por regla general, comía con Stephen, el cual era un soltero empedernido y no quería tener mujeres en casa. Jugaban al ajedrez, le explicó, y, por consiguiente, debería irse a la cama al anochecer sin esperar su regreso. A pesar de su ingenuidad, a Kitty todo aquello le pareció muy raro. Stephen no se comportaba como un soltero empedernido. Aunque, bien mirado, ella no tenía ni idea de cómo se comportaba un soltero empedernido. No obstante, la comida del domingo le había enseñado que los hombres se lo pasaban muy bien en compañía de otros hombres y se sentían cohibidos en presencia de las mujeres.

El martes se presentó en la casa un infante de marina para comunicarle que debería desplazarse a Sydney Town para identificar al hombre que la había acosado y robado. El panorama que se contemplaba desde la casa de Richard era muy limitado; el aspecto de Arthur's Vale la impresionó. Las laderas de las colinas de ambos lados estaban enteramente cubiertas de trigo verde y maíz, al igual que el fondo del valle propiamente dicho; había alguna que otra casa colgada en lo alto, varios establos y cobertizos y un estanque con patos. De repente, salió del valle y se encontró con toda una serie de casas y cabañas de madera dispuestas en auténticas calles no arboladas, separadas de otras estructuras más grandes que había al pie de las colinas por un inmenso pantano de color verde. Pasó por delante de la casa de Stephen Donovan sin reconocerla.

Dos oficiales militares -no sabía distinguir la diferencia entre un infante de marina y un soldado de tierra- la esperaban en el exterior de un gran edificio de dos pisos que más tarde averiguó que era el cuartel de la infantería de marina. Un abigarrado grupo de convictos permanecía alineado allí cerca y los oficiales iban impecablemente vestidos con pelucas, espadas y sombreros ladeados. Los convictos llevaban todos camisa.

– ¿La señora Clark? -preguntó el oficial de más edad, traspasándola hasta el alma con un par de pálidos ojos grises.

– Sí -contestó ella en un susurro.

– ¿Un hombre se acercó a vos en el camino de Cascade el día 13 de agosto?

– Sí, señor.

– ¿Trató de forzaros y os desgarró el vestido?

– Sí, señor.

– ¿Corristeis a refugiaros en el bosque para escapar de él?

– Sí, señor.

– ¿Qué hizo entonces el hombre?

Con las mejillas encendidas y los impresionantes ojos enormemente abiertos, Kitty contestó:

– Al principio, pareció que me perseguía, pero entonces se oyeron unas voces. Tomó mi fardo y mi ropa de cama y se alejó en esta dirección.

– Pasasteis la noche sola en el bosque, ¿no es cierto?

– Sí, señor.

El comandante Ross se volvió hacia el teniente Ralph Clark, el cual, tras haber oído la historia de labios de Stephen Donovan y haberla verificado a través de Richard Morgan, sentía curiosidad por ver cómo era su tocaya. Comprobó con alivio que no era una puta; tan dulce y refinada como la señora Mary Branham que, tras haber sido ultrajada por un marino del Lady Penrhyn, había dado a luz un hijo en Port Jackson y había sido enviada junto con su hijito a la isla de Norfolk a bordo del Sirius; él se había interesado por ella cuando la pusieron a trabajar en el comedor de oficiales. Adorable y hermosa, muy en la línea de su amada Betsy. Ahora que ya sabía que Betsy y el pequeño Ralphie se encontraban bien en Inglaterra -y, especialmente ahora que ya disponía de una cómoda casa propia- sería más fácil que Mary cuidara de un solo oficial y una sola casa; ahora el pequeño ya estaba dando sus primeros pasos y era tremendamente travieso. Sí, el hecho de acoger a Mary equivaldría a hacerle un favor. Como es natural, no lo comentaría en su diario, que estaba escrito exclusivamente para los ojos de su querida Betsy y que, por consiguiente, no podía contener nada que pudiera alterarla o turbarla. Las referencias ocasionales a las malditas putas eran permisibles, pero la aprobación de cualquier convicta no lo era en absoluto.