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¡Bien, bien! Tras haber tomado una decisión acerca del futuro de Mary Branham y el suyo propio, Clark miró inquisitivamente al comandante Ross.

– Teniente Clark, os ruego que acompañéis a la señora Clark a la hilera para ver si el villano se encuentra entre ellos -dijo Ross que había reunido a todos los convictos previamente castigados por mala conducta.

Dirigiéndose cortésmente a ella, el teniente acompañó a Kitty a lo largo de la hilera de enfurruñados hombres y después regresó con ella a la presencia de su superior.

– ¿Está aquí? -ladró Ross.

– Sí, señor.

– ¿Dónde?

Kitty señaló al hombre de las dos bocas. Ambos oficiales asintieron con la cabeza.

– Gracias, señora Clark. El soldado os acompañará a casa.

Y eso fue todo. Kitty huyó a toda prisa.

– Tom Jones Segundo -dijo el soldado.

– Es el que pensaba el señor Donovan.

– El señor Donovan los conoce a todos.

– Es un hombre muy amable -dijo ella con tristeza.

– Sí, no está mal para ser una señorita Molly. No es de esos que parecen unos blandengues. Lo he visto machacar a un hombre a puñetazos… un hombre mucho más corpulento que él. Menudo es el señor Donovan cuando se enfada.

– Pues sí -convino plácidamente Kitty.

Y se fue a casa con el soldado, olvidando a Tom Jones Segundo.

Richard seguía ausentándose por las noches, y no siempre para ir a jugar al ajedrez con Stephen, tal como ella tuvo ocasión de averiguar. Era amigo de los Lucas, de un tal George Guest, de un infante de marina llamado Daniel Stanfield y de otros. Lo que más le dolía a Kitty era que ninguno de aquellos amigos le pidiera jamás que lo acompañara, una ulterior confirmación de su condición de criada. Hubiera sido bonito tener alguna amiga, pero no sabía nada de Betty y Mary, y Annie estaba sirviendo efectivamente como criada en casa de los Lucas. Conocer al otro criado de Richard, John Lawrell, había sido una dura prueba para ella. Éste la había mirado con semblante enfurecido y le había dicho que no se acercara a sus gallinas ni a la parcela de trigo.

Por consiguiente, cuando vio acercarse a una mujer por el sendero que discurría entre las hortalizas, Kitty se dispuso a recibirla con sus mejores sonrisas y reverencias. A bordo del Lady Juliana, la mujer hubiera sido calificada de excéntrica, pues llamaba la atención por su vulgaridad, ataviada con un vestido a rayas rojas y negras, un chal rojo de seda, unos zapatos de tacón con hebilla de falsas piedras preciosas y un monstruoso sombrero de terciopelo negro, adornado con unas rojas plumas de avestruz.

– Buenos días, señora -dijo Kitty.

– Lo mismo os digo, señora Clark, pues así creo que os llaman -contestó la visitante, entrando en la casa. Una vez dentro, miró con asombro a su alrededor-. Hace un buen trabajo, ¿verdad? Y con más libros que nunca. ¡Leyendo sin parar! Así es Richard.

– Os ruego que os sentéis -dijo Kitty, indicándole amablemente una silla.

– La casa es tan bonita como la del comandante -dijo la mujer de rojo y negro-. Siempre me sorprende la racha de buena suerte de Richard. Es como un gato, siempre cae de pie. -Sus negros ojillos miraron de arriba abajo a Kitty mientras fruncía las pobladas cejas negras por encima de la nariz-. Nunca me consideré nada del otro mundo -dijo, una vez finalizada la inspección-, pero, por lo menos, me sé vestir. Tú, en cambio, eres la fealdad personificada.

Kitty la miró boquiabierta de asombro.

– ¿Cómo decís?

– Ya me has oído. La fealdad personificada.

– ¿Quién sois?

– Soy la esposa de Richard Morgan, ¿qué te parece?

– No me parece nada -contestó Kitty en cuanto recuperó la respiración-. Encantada de conoceros, señora Morgan.

– ¡Qué barbaridad! -dijo la señora Morgan-. ¡Dios mío! ¿Qué es lo que se propone Richard?

Como no sabía qué se proponía, Kitty no dijo nada.

– ¿No eres su amante?

– ¡Ah! ¡Claro! -Kitty meneó la cabeza, contrariada-. Qué tonta soy… Nunca pensé que…

– Tonta sí eres, desde luego. ¿No eres su amante?

Kitty levantó la barbilla.

– Soy su criada.

– ¡Jo, jo! ¡Pero qué orgullosa eres!

– Si sois la señora Morgan -dijo Kitty, envalentonándose ante las burlas de la visitante-, ¿por qué no vivís en esta casa? Si fuerais su esposa, él no habría necesitado una criada.

– No vivo aquí porque no quiero -contestó con altivez la esposa de Richard Morgan-. Soy el ama de llaves del comandante Ross.

– En tal caso, no quiero entreteneros. No me cabe la menor duda de que estáis muy ocupada.

Lizzie se levantó de inmediato.

– ¡La fealdad personificada! -repitió, encaminándose hacia la puerta.

– ¡Puede que sea una ordinaria, señora Morgan, pero, por lo menos, todavía no estoy en las últimas! ¡A no ser que seáis también la fulana del comandante!

– ¡Bruja del demonio!

Y allá se fue, bajando por el camino mientras las plumas se agitaban en lo alto del sombrero.

Tras haberse recuperado del sobresalto -provocado no tanto por su propia temeridad cuanto por la conducta y el lenguaje de la señora Morgan-, Kitty repasó aquel encuentro con más serenidad. Pasaba de los treinta y, bajo el espantoso atuendo que lucía, era tan vulgar como ella. Y, por lo que había podido deducir del comandante Ross la única vez que lo había visto, no era su amante. El comandante debía ser un hombre muy exigente. Por consiguiente, ¿por qué había acudido la señora Morgan a la casa y, por encima de todo, por qué se había ido? Cerrando los ojos, Kitty evocó su imagen y vio ciertas cosas que el asombro le había impedido ver en presencia de la persona de carne y hueso. Mucho dolor, mucha tristeza y una gran indignación. Sabiéndose una figura patética, la señora Morgan se había presentado ante su rival haciendo gala de una agresiva altanería para disimular su inmenso dolor y su profunda sensación de abandono. ¿Y cómo sé yo todo eso? Pues porque lo sé. No era ella quien lo había abandonado a él. ¡Él la había abandonado a ella! Eso era todo. ¡Oh, pobre mujer!

Satisfecha de sus dotes deductivas, se incorporó en la cama envuelta en su camisa de convicta y esperó a la vera del moribundo fuego el regreso de Richard. Pero ¿adónde va?

Su antorcha subió parpadeando por el sendero dos horas después de la caída de la noche; como todas las noches, Richard había comido rápidamente un bocado en el aserradero y se había dirigido a la destilería, para comprobar que todo fuera bien, medir personalmente la cantidad de ron y anotarla en su registro. Faltaba poco para el cierre. Los barriles y el azúcar ya se estaban acabando. En total, la destilería habría producido cinco mil galones.

– ¿Por qué estás despierta? -preguntó Richard, cerrando la puerta a su espalda y arrojando unos troncos al fuego-. ¿Y qué hacía la puerta abierta?

– Hoy he recibido una visita -contestó Kitty con intención.

– Ah, ¿sí?

Richard no le preguntó quién era, lo cual estropeó un poco el efecto.

– La señora Morgan -dijo ella con cara de niña traviesa.

– Me estaba preguntando cuándo aparecería por aquí -dijo Richard.

– ¿No queréis saber qué ha ocurrido?

– No. Ahora vete a dormir.

Kitty se acostó y estaba tan rendida y agotada que el solo hecho de tumbarse boca arriba en la cama le produjo un sopor inmediato.

– La abandonaste, lo sé -dijo en un adormilado susurro-. Pobre mujer, pobre mujer.

Richard esperó hasta tener la certeza de que ella se había dormido y entonces se cambió de ropa y se puso su improvisada camisa de dormir. Ya estaba amontonando la madera necesaria para la construcción de la habitación de Kitty y el sábado empezaría a transportar las piedras para los cimientos en su trineo. En cuestión de un mes, se libraría de ella o, por lo menos, conseguiría que le dejara libre la habitación. Kitty dispondría de su propia habitación adosada a la parte exterior de la pared y él pediría a Freeman que le facilitara un cerrojo para la parte interior de la puerta de comunicación. Entonces podría regresar a la libertad de dormir en cueros y a la sensación de ser dueño de una parte de sí mismo. Kitty. Nacida en 1770, el mismo año que la pequeña Mary. Soy un viejo insensato y ella es muy joven. A pesar de reconocerlo, lo último que vio antes de que el cansancio se convirtiera en sueño fue el silencioso e inmóvil bulto que ella formaba en su cama. Kitty no roncaba.