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– ¿Qué es una señorita Molly? -le preguntó ella al día siguiente cuando él regresó a casa al mediodía para tomarse una comida caliente.

El trozo de pan masticado estaba a punto de deslizarse hacia su garganta; se atragantó, tosió y ella tuvo que darle unas palmadas en la espalda y ofrecerle un vaso de agua.

– Perdón -dijo entre lágrimas y jadeos-. ¿Qué me has preguntado?

– ¿Qué es una señorita Molly?

– No tengo ni la menor idea. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te dijo algo Lizzie Lock? ¿Es eso?

La expresión de su rostro no presagiaba nada bueno.

– ¿Lizzie Lock?

– La señora Morgan.

– ¿Así se llama? Qué curiosa combinación. Lizzie Lock [8]. Fuisteis vos quien la dejasteis, ¿verdad?

– Ante todo, jamás estuve con ella -contestó Richard para desviar su atención de las señoritas Molly.

En los ojos se encendió un destello de interés.

– Pero os casasteis con ella.

– En efecto, en Port Jackson. Fue un impulso caballeresco, del que me he arrepentido amargamente.

– Lo comprendo -dijo ella como si efectivamente lo comprendiera-. Creo que experimentáis muchos impulsos caballerescos de los que más tarde os arrepentís. Como lo mío.

– ¿Por qué crees que me arrepiento de haberte acogido en mi casa, Kitty?

– Soy un estorbo para vos -contestó ella con toda sinceridad-. No creo que quisierais tener una criada, pero el comandante Ross dijo que teníais que acoger en vuestra casa a una de nosotras. Os tropezasteis casualmente conmigo y me elegisteis. -Algo en los ojos de Richard le dio que pensar; ladeó la cabeza y lo miró con expresión inquisitiva-. Vuestra casa ya estaba completa sin mí -añadió con trémula voz-. Vuestra vida ya estaba completa sin mí.

En respuesta al comentario, Richard se levantó para depositar el cuenco y la cuchara en el banco que había al lado de la chimenea.

– No -dijo, volviéndose hacia ella con una sonrisa que a Kitty le llegó al alma-, la vida nunca está completa hasta que se termina. Y yo no rechazo las dádivas que Dios me ofrece.

– ¿A qué hora regresaréis a casa? -preguntó ella contemplando la espalda que se alejaba.

– Muy pronto, y con Stephen -contestó él-, por consiguiente, arranca unas cuantas patatas.

En eso consistía la vida: en arrancar patatas.

En realidad, el huerto le gustaba y andaba ocupada en él siempre que la dichosa cerda le dejaba un momento libre. Augusta había llegado ya preñada del cerdo del Gobierno y tenía un apetito voraz. Si Kitty hubiera conservado suficiente juicio para preguntarse qué significaría el cumplimiento de su condena antes de que Richard se lo explicara -pero no lo había conservado-, en su vida habría imaginado que pudiera significar atender a una perversa glotona de cuatro patas llamada Augusta.

Puesto que Richard no estaba nunca en casa, había tenido que aprender por las malas cómo manejar un hacha y trocear palmitos y helechos, arrancarles la piel y darle la médula a Augusta para que se la zampara; acarreaba cestos de maíz desde el granero; recitaba conjuros de Kent para que el maíz creciera bien. Si Augusta era ahora insaciable, ¿cómo sería cuando tuviera que amamantar a doce cerditos?

Los tres meses transcurridos en la finca de St. Paul Deptford le habían sido de una gran utilidad, pues, aunque allí jamás le habían permitido preparar ningún plato, ella lo había observado todo con gran interés y ahora estaba en condiciones de preparar los sencillos alimentos que la isla de Norfolk ofrecía. Puesto que no había vacas y la leche de las pocas cabras que tenían estaba destinada a los bebés y los niños, la leche era inexistente; la carne escaseaba ahora que el pájaro de Mt. Pitt se había ido (aunque Kitty sólo había oído hablar de él, pues jamás lo había probado); y las verduras variaban entre las judías verdes y los repollos y la coliflor en invierno; Richard había recogido una buena cosecha de garbanzos de la variedad llamada «calavance»; y, con la llegada del Justinian, cada día había algún tipo de pan. Lo que más echaba de menos era una taza de té. Las convictas del Lady Juliana podían disfrutar de té y azúcar; aunque algunas preferían sacarles un poco de ron a los marineros, la mayoría era aficionada por encima de todo al té azucarado. Había sido prácticamente lo único que la mareada Kitty conseguía beber, y ahora lo echaba mucho de menos.

Así pues, cuando Stephen y Richard llegaron, ya les había preparado una comida a base de patatas hervidas y cecina hervida y una barra de pan blanco.

Entraron cargados de cacharros y cajas.

– Hoy el capitán Anstis ha montado su tenderete en la playa -dijo Richard- y tenía todo lo que a mí me apetecía comprar. Ollas sin tapadera, una olla con pitón para hervir agua, sartenes, cacitos, platos y cubos de estaño, platos y jarras de peltre, cuchillos y cucharas, tejido de indiana sin blanquear… y hasta polvo de esmeril, cuando pregunté si tenía. ¡Mira, Kitty! He comprado una libra de granos de pimienta de Malabar y un almirez y una mano de mortero para machacarlos. -Depositó una caja de madera de un pie cuadrado sobre el escritorio-. Y aquí tienes una caja de té verde chino sólo para ti.

Cubriéndose las mejillas con las manos, ella le miró casi con lágrimas en los ojos.

– ¡Oh! ¿Habéis pensado en mí?

– ¿Y por qué no iba a pensar? -replicó él, sorprendido-. Sabía que echabas de menos una taza de té. Te he comprado también una tetera. Endulzarlo no será difícil. Te cortaré un tallo de caña de azúcar y lo trocearé en pedacitos. Lo único que tendrás que hacer será machacar los pedacitos con un martillo y hervirlos para hacer un jarabe.

– ¡Pero todo eso cuesta dinero! -exclamó ella, consternada.

– Richard es un hombre muy considerado, muchacha -dijo Stephen mientras tomaba los artículos que Richard iba sacando del trineo-. Debo decir que lo has hecho asombrosamente bien, amigo mío, teniendo en cuenta con quién tratabas. Nick Anstis es un tipo muy testarudo.

– Deposité una moneda de oro sobre el mostrador -dijo Richard, volviendo a entrar en la casa-. Anstis tiene que esperar el dinero cuando cobra con pagarés mientras que el oro es el oro. Le encantó reducir sus precios a la cuarta parte a cambio de monedas del reino.

– Pero ¿cuánto oro tienes? -preguntó Stephen con curiosidad.

– El suficiente -contestó tranquilamente Richard-. Verás, es que también heredé de Ike Rogers.

Stephen le miró, boquiabierto de asombro.

– ¿Es por eso por lo que Richardson no cargó la mano cuando el teniente King condenó a Joey Long a cien azotes por extraviar su mejor par de zapatos de la Armada Real? ¡Pero, qué guardado te lo tenías, Richard! También le debiste de pagar algo a Jamison a cambio de afirmar que la debilidad mental de Joey no le permitiría resistir toda la tanda de azotes… ¡hay que ver!

– Joey cuidó de Ike. Ahora yo cuido de Joey.

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[8] En inglés, cerradura. En alusión al término «combination lock», cerradura de combinación. (N. de la T.)