– Eso me dice -le comentó el comandante Ross a Richard con la cara muy seria- que, en cuanto lleguen más transportes de convictos desde Inglaterra, vamos a recibir a muchos de sus habitantes. Su excelencia también me ha dado a entender su intención de enviarnos a algunos de sus múltiples delincuentes. En Port Jackson, dice, se escapan para matar a los nativos, saquean las colonias de las afueras y violan a las mujeres que encuentran solas. Cree que en este lugar más pequeño será más fácil controlarlos. Por consiguiente, tengo que construir una cárcel más sólida que el antiguo cuartel de la guardia y tendré que empezarlo a hacer ahora mismo… Nadie sabe cuándo llegarán los próximos transportes, sólo se sabe que llegarán. Al parecer, a Londres le interesa más librarse de sus delincuentes que asegurarse de que éstos puedan vivir aquí. O sea que tú sigue aserrando con toda la rapidez que puedas, Morgan, y que no se te pase por la cabeza la idea de clausurar un solo aserradero.
– ¿Qué pinta tienen los hombres del nuevo cuerpo de Nueva Gales del Sur? -preguntó Richard.
– Yo no veo la menor diferencia entre sus reclutas y los míos…, unos bribones que sólo por descuido se libraron del interés de los tribunales ingleses. Los oficiales sólo son un poco mejores que ellos, pero su eficiencia no me inspira el menor entusiasmo. ¡Qué no daría yo por contar con un agrimensor honrado! Aquí tengo que conceder sesenta acres de tierra a hombres del Sirius como Drummond y Hibbs y también a algunos de mis marinos cuyo período de servicio ya ha finalizado y, sin embargo, no tengo ningún agrimensor. Bradley era un desastre y Altree no digamos. -En sus ojos se encendió un curioso destello-. Supongo, Morgan, que, entre tus múltiples cualidades, no figurará la agrimensura, ¿verdad?
Richard se echó a reír.
– ¡Pues más bien no, señor!
La cosecha de maíz de Charlotte Field había sido espléndida; docenas de convictas tuvieron que entregarse a la tarea de descascarar y arrancar los granos de miles y miles de mazorcas; y la cosecha de trigo también había sido mucho más abundante de lo que los vientos agostadores y los voraces gusanos prometían. Pero Port Jackson había vuelto a las raciones de dos tercios, lo cual significaba que la isla de Norfolk recibiría la orden de hacer lo mismo. Por suerte, cuando zarpó el 9 de mayo, el Supply iba tan cargado de gente que no le quedó espacio para los cereales. La isla de Norfolk podría conservar lo que tenía… Por lo menos, de momento. En Charlotte Field habían construido una cómoda casa de troncos de pino para D'arcy Wentworth y su familia, a los que se echaba mucho de menos en Sydney Town. Aunque aquella aldea occidental ya no se llamaba Charlotte Field. El sábado, 30 de abril, el comandante Ross anunció oficialmente que debería llamarse Queensborough y que Phillipburg pasaría a llamarse más propiamente Phillipsburg, con su correspondiente posesivo.
Desde la llegada del Supply, había transcurrido el tiempo suficiente para que las setecientas y pico personas de la isla de Norfolk empezaran a conocerse. Corrían por la isla toda suerte de rumores; el teniente Ralph Clark recogió las primeras dos remesas de chismes de las antípodas, pero el número de estos últimos era infinitamente superior. La señora Morgan era bastante aficionada a esparcir las noticias interesantes que averiguaba en la casa del teniente gobernador; la señora Mary Branham de la casa del teniente Ralph Clark también contribuía lo suyo. Las actividades de todo el mundo, desde las personas más altas hasta las más bajas, se examinaban, se juzgaban y eran objeto de conjeturas. Si un convicto abandonaba a su mujer del Lady Penrhyn y la sustituía por otra más joven del Lady Juliana, todo el mundo se enteraba; si un marino retozaba en secreto con la mujer de un convicto, todo el mundo se enteraba; si los soldados Escott, Mee, Bailey y Fishbourn elaboraban cerveza a partir de cebada de la isla y lúpulo del Justinian, todo el mundo se enteraba; si Little John Ross palidecía, todo el mundo lo sabía; y todo el mundo conocía la identidad del tercer hombre que había irrumpido en los almacenes y había intentado robar artículos destinados a la venta. El criado del señor Freeman John Gault y el convicto Charles Strong fueron condenados a recibir trescientos azotes cada uno con el gato más duro: cien en Sydney Town, otros cien cuando se recuperaran en Queensborough y, después, cuando se volvieran a recuperar, cien más en Phillipsburgh. Pero, a pesar de aquel terrible castigo que los dejaría lisiados de por vida, ambos se negaron a divulgar la identidad del tercer hombre. Pero todo el mundo la conocía.
Pese a las entremezcladas relaciones que se habían establecido entre los vigilantes y los vigilados, los bandos se mostraban muy divididos cuando se planteaba la cuestión de la suma de los agravios. Lo cual significaba que, cuando se reducían las raciones y parecía que los marinos estaban a punto de amotinarse, el comandante Ross no temía que los convictos se aprovecharan repentinamente de la situación. Encabezados como siempre por hombres como Mee, Plyer y Fishbourn, los marinos se negaban a recibir sus raciones de los almacenes, quejándose de que sus raciones de harina ya habían menguado, pues tenían que utilizar parte de ellas para cambiarlas por productos frescos de los convictos. La breve insurrección fracasó. En respuesta a sus exigencias, el comandante Ross les dijo que eran unos condenados holgazanes y una escoria que no le inspiraba la menor compasión y con la que no tenía el menor tiempo que perder. Si querían conservar intactas las raciones de harina, que se cultivaran ellos mismos los productos. Disfrutaban de más tiempo libre y más pescado que los convictos, ¿qué les impedía hacerlo? Escott, el ex criado de Ross y otros soldados se vinieron abajo; la amenaza de rebelión se disipó. Poco después, se planteó de nuevo la cuestión de la asignación de una buena jarra de ron al día. Cuando ninguna otra cosa los pacificaba, el ron era lo único capaz de hacerlo. ¿Cómo podía privar a la mitad de sus marinos de sus mosquetes?, se preguntó Ross. La respuesta fue que no. Por consiguiente, mejor mantenerlos tranquilos y al diablo con su conciencia.
Como es natural, la partida de Johnny Livingstone se notó. Todos los ojos se clavaron en Stephen Donovan en su afán de ver quién sería el sustituto de Johnny. Nadie permanente y nadie de entre los convictos; puesto que Donovan seguía desempeñando su tarea de superintendente de los grupos de trabajo con la misma jovialidad y la misma crueldad que de costumbre, todo el mundo llegó a la conclusión de que Johnny no debía de importarle demasiado. Otra situación interesante era la que se daba entre Richard Morgan y su criada Kitty Clark, excluida bajo llave del lecho de aquel hombre tan extraño. ¡Excluida mediante un cerrojo!
– Muy lógico -dijo la señora Morgan, cuyo apellido de soltera era Lock.
La amistad entre Richard y Stephen Donovan era universalmente conocida, pese a lo cual los que conocían a Richard desde los tiempos del Ceres y del Alexander juraban que no tenía la menor inclinación de señorita Molly; aunque Will Connelly y Neddy Perrott seguían evitando su trato, nadie había logrado hacerles afirmar que se entendía con Donovan. Si algún inquisitivo sujeto miraba furtivamente a través de las ventanas sin persianas de Donovan, lo único que podía ver era a los dos amigos inclinados sobre un tablero de ajedrez, sentados amistosamente junto al fuego o bien comiendo en torno a la mesa. Kitty Clark jamás estaba presente. Se quedaba en casa, protegida por Lawrell y MacTavish.
Stephen se encontraba ante un dilema desde el día de Navidad de 1790 en que había visto ruborizarse a Kitty. Abriendo mucho los ojos, había observado a partir de aquel día que la chica le dedicaba toda su atención aunque su actitud para con Richard había experimentado un sutil cambio. Antes de la comida navideña, él la intimidaba al máximo: era una mosquita muerta y no demasiado lista, por cierto. Muy dulce, muy humilde, muy sosegada. De no haber tenido los mismos ojos que William Henry, Stephen estaba seguro de que Richard habría pasado por su lado sin prestarle la menor atención. Por consiguiente, la fuerza, la inteligencia y la reticente naturaleza hacían que, a los ojos de Kitty, Richard fuera algo así como Dios Padre Todopoderoso, inmensamente viejo y fuente de toda autoridad. Temor y obediencia. Después de aquella comida al aire libre, Kitty le había perdido un poco de miedo, quizá, pensaba Stephen, por aquella gargantilla de oro que jamás se quitaba, ¡cuánto les gustaban a las mujeres las baratijas que brillaban! ¿O acaso sería porque las baratijas que brillaban costaban mucho dinero y eran, por tanto, una muestra de aprecio? Sin embargo, era él, Stephen, quien alimentaba sus sueños de amor. De eso no cabía la menor duda. No sabía exactamente por qué, pero estaba acostumbrado a atraer a las mujeres. Con toda probabilidad, pensaba, porque tengo un aire inaccesible y las mujeres quieren inevitablemente aquello que no pueden alcanzar. Puesto que Kitty ignora que Richard está a su disposición con sólo que ella levante un dedo, tiene que haber algo más que eso.